Kali 2 entró en la atmósfera poco antes del amanecer, cien kilómetros por encima de Hawai. La gigantesca bola de fuego provocó al instante un falso amanecer en el Pacífico, despertando a los animales salvajes de sus mil y una islas, pero a pocos humanos: muy poca gente dormía aquella noche de noches, salvo aquéllos que habían buscado el olvido en las drogas.
Sobre Nueva Zelanda, el calor del homo orbitante incendió bosques y fundió la nieve de las montañas, provocando aludes en los valles a sus pies. Por un afortunadísimo golpe de suerte, el principal impacto térmico se produjo sobre la Antártida, el continente que mejor podía absorberlo.
Ni siquiera Kali pudo deshacer los kilómetros de hielo polar, pero, aun así, el gran deshielo cambiaría las costas de todo el planeta.
Ningún superviviente fue capaz de describir el ruido del paso de Kali; ninguna de las grabaciones fue más que un débil eco. La cobertura de imágenes fue soberbia, por supuesto, y sería contemplada con temor reverencial por las generaciones venideras. Pero nada pudo compararse jamás con la espantosa realidad.
Dos minutos después de haber penetrado en la atmósfera, Kali la abandonó para adentrarse de nuevo en el espacio. Su aproximación máxima a la superficie de la Tierra había sido de sesenta kilómetros. En esos dos minutos se llevó cien mil vidas y causó daños por valor de un billón de dólares.
La raza humana había tenido pues muchísima suerte.
La próxima vez estaría mucho mejor preparada. Aunque el encuentro había alterado la órbita de Kali de forma tan drástica que nunca más volvería a ser un peligro para la Tierra, había mil millones de montañas volantes en órbita alrededor del Sol.
Y el cometa Swift-Tuttle ya empezaba a acelerar en dirección al perihelio. Quedaba mucho tiempo para que volviera a cambiar de idea.