Aunque la genealogía del descubridor sigue siendo desconocida (el dedo acusador señala normalmente a los irlandeses), la ley de Murphy es una de las más famosas en el mundo de la ingeniería. La versión estándar tiene el siguiente enunciado: «Si algo puede salir mal, saldrá mal».
Existe además un corolario menos conocido aunque a menudo evocado con mayor sentimiento aún: «Y aunque no pueda, saldrá mal».
Desde sus primeros balbuceos, la exploración del espacio había aportado innumerables pruebas de esta ley, algunas tan raras que parecían pura invención. Un telescopio de mil millones de dólares, «miope» por culpa de una comprobación defectuosa de la óptica; un satélite lanzado a una órbita inadecuada porque un ingeniero había cambiado algunos cables sin avisar de ello a sus colegas; un vehículo de pruebas que los técnicos de seguridad habían hecho estallar debido a una bombilla fundida en el panel de control de tierra…
Según demostraron las investigaciones posteriores, la cabeza nuclear lanzada contra Kali no presentaba ningún defecto y era perfectamente capaz de liberar la energía equivalente a una gigatonelada de TNT (cincuenta megatones arriba o abajo). Los diseñadores habían hecho un trabajo de primera con la ayuda de planos y maquinaria conservados en los archivos militares. Con todo, habían tenido que trabajar bajo una tremenda presión y quizá no habían caído en la cuenta de que la construcción de la cabeza nuclear no era la parte más difícil de la misión.
Por otra parte, transportarla hasta Kali lo más deprisa posible tampoco representó un gran problema. Había gran número de vehículos disponibles, y finalmente se procedió a ensamblar varios de ellos para emplearlos como primera etapa del cohete; los motores de la segunda etapa, que utilizaban una propulsión de alta aceleración por plasma, continuaron impulsando el misil hasta pocos minutos antes del impacto, en cuyo momento tomó el control el sistema de guía terminal. Todo funcionó a la perfección.
Y fue entonces cuando surgió el problema. El agotado equipo de diseñadores podría haber aprendido la lección de un incidente, olvidado hacía mucho tiempo, que se había producido en la Segunda Guerra Mundial, de 1939 a 1945.
En su campaña contra los barcos de transporte japoneses, los submarinos de la Marina norteamericana confiaron en un nuevo modelo de torpedo. Desde luego no se trataba de una novedad en armamento, pues el torpedo ya llevaba casi un siglo de desarrollo; por lo tanto, no parecía un gran desafío asegurarse de que la carga estallaba cuando alcanzaba su objetivo.
Sin embargo, una y otra vez, comandantes de submarino informaban a Washington, enfurecidos, que los torpedos no detonaban. (Sin duda otros comandantes habrían hecho lo mismo, de no haber provocado su propia destrucción tras un ataque frustrado). En el centro de operaciones de la Marina se negaban a darles crédito. Tenían que haber apuntado mal: el maravilloso nuevo torpedo había sido probado a satisfacción antes de autorizar su empleo, etc., etc…
Los comandantes tenían razón. El arma fue devuelta a la mesa de diseño y una desconcertada comisión de investigación descubrió que la aguja de percusión del morro del torpedo se rompía antes de poder llevar a cabo su sencillo cometido.
El misil dirigido a Kali impactó en el asteroide, pero no lo hizo a unos pocos kilómetros por hora, sino a más de cien kilómetros por segundo. A tal velocidad, un percutor mecánico era totalmente inútil. El misil se desplazaba muchísimo más deprisa de lo que ninguna aguja podría transmitir, a la lentísima velocidad del sonido en el metal, su mensaje mortífero de haber establecido contacto con el objetivo. No es preciso decir que los diseñadores eran perfectamente conscientes de ello y habían utilizado un sistema puramente eléctrico para hacer detonar la bomba.