VI

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LA SABIDURÍA DE DAVID

El capitán Singh estaba sentado a solas en el amplio y bien acondicionado camarote que había sido su hogar durante más tiempo que ningún otro punto del sistema solar. Aunque seguía estando perplejo, el mensaje de Astropol, pese a haber llegado demasiado tarde, había servido en parte para elevar la moral a bordo de la nave. No mucho, pero incluso un poco era una buena ayuda.

Por lo menos la culpa no era suya; todos habían cumplido con su deber. ¿Y quién iba a imaginar que los fanáticos religiosos querrían destruir la Tierra?

Ahora que se veía obligado a reflexionar en lo que hasta aquel momento había considerado impensable, tal vez no resultaba tan asombroso. A lo largo de la historia de la humanidad, casi cada década había tenido sus autoproclamados profetas que predecían el final del mundo para una fecha concreta. Lo asombroso —lo que le hacía a uno desesperar de la cordura de la especie— era que muchas veces conseguían miles de adeptos, los cuales vendían todas sus pertenencias, ya innecesarias, y aguardaban en algún lugar adecuado ser llevados al paraíso.

Aunque muchos de tales milenaristas habían sido impostores, la mayoría de ellos estaba sinceramente convencida de sus propias predicciones y no era mucho suponer que muchos habrían hecho lo necesario para que sus profecías se cumplieran, si hubieran tenido medios y Dios se hubiera abstenido de colaborar.

Pues bien, los Renacidos, con sus excelentes recursos tecnológicos, habían tenido los medios. Simplemente habían necesitado unos cuantos kilos de explosivos, un programa informático bastante inteligente y algunos cómplices en Deimos. Podía haber bastado con uno solo.

Era una lástima, pensó Singh con pesar, que el informador hubiera esperado hasta que resultó demasiado tarde. Incluso era posible que lo hubiese hecho deliberadamente, en un intento de quedar en paz con todos: «He satisfecho mi conciencia, pero no he traicionado mi religión».

Poco importaba ahora. El capitán Singh apartó de su mente lamentaciones inútiles. No había forma de cambiar el pasado, y ahora debía estar en paz con el Universo.

Había perdido la batalla para salvar su planeta natal. El hecho de estar perfectamente a salvo, en cierto modo le hacía sentirse aún peor; la Goliat no corría ningún peligro y aún tenía energía de sobra para reunirse con los abrumados supervivientes de la humanidad en la Luna o en Marte.

Bueno, su corazón estaba en el segundo, pero parte de la tripulación tenía seres queridos en la Luna; tendría que someterlo a votación.

Las órdenes de a bordo no contemplaban una situación como aquélla.

—Todavía no entiendo cómo no fue detectado el explosivo en la comprobación previa al vuelo —murmuró Morgan, el jefe de máquinas.

—Era fácil esconderlo, y a nadie se le habría ocurrido buscar algo así —respondió su primer ayudante—. Lo que me sorprende es que hubiera fanáticos Renacidos en Marte.

—Pero ¿por qué lo han hecho? Me resisto a creer que haya gente interesada en destruir la Tierra, ni siquiera esos chiflados crislámicos.

—No se puede discutir su lógica, si uno acepta sus premisas. Dios nos está sometiendo a una prueba y no debemos intervenir. Si Kali pasa de largo, bien. Si no, es que era parte de su plan. Quizás hemos alterado tanto la Tierra que es hora de volver a empezar. Recuerdo el viejo dicho de Tsiolkovski: «La Tierra es la cuna de la humanidad, pero no se puede vivir en la cuna eternamente». Kali podría ser una ligera insinuación de que ha llegado el momento de dejarla.

—¡Una insinuación!

El capitán levantó las manos y pidió silencio.

—Lo único importante ahora —dijo— es adonde vamos. ¿A la Luna o a Marte? En ambos sitios nos necesitan. No quiero influir en nadie —no era cierto; todo el mundo sabía adonde prefería ir él—, de modo que me gustaría conocer la opinión de cada uno.

El resultado de la primera votación fue: Marte 9, Luna 9, No sé 1. El capitán se abstuvo.

Ambos bandos trataban de convencer al solitario «no sé» —el camarero Sonny Gilbert, que llevaba tanto tiempo a bordo de la Goliat que no conocía otro hogar—, cuando David anunció:

—Existe una alternativa.

—¿A qué te refieres? —preguntó el capitán Singh con cierta brusquedad.

—Resulta evidente. Aunque el Atlas haya sido destruido, todavía tenemos una posibilidad de salvar la Tierra si utilizamos esta nave como impulsor de masas. Según mis cálculos, todavía tenemos suficiente propelente para desviar el asteroide, entre nuestros propios tanques y los que han quedado en Kali. Pero debemos iniciar la impulsión lo antes posible. Cuanto más esperemos, menores serán las posibilidades de éxito. Ahora son del noventa y cinco por ciento.

Hubo un momento de perplejo silencio en el puente mientras todos se preguntaban cómo no se les había ocurrido a ellos. Pero al instante les llegó la respuesta.

David había mantenido la cabeza fría —si es que se podía utilizar una frase tan inapropiada—, mientras todos los humanos de su alrededor se sumían en un estado de estupor. Ser una Persona Legal (no humana) tenía sus ventajas. Aunque no conocía el amor, David tampoco sabía qué era el miedo. Continuaría pensando de forma lógica incluso al borde de la destrucción.