En una primera aproximación, era un problema elemental de dinámica. Se conocía la masa de Kali con un margen de error de un uno por ciento, y la velocidad que llevaría en el momento de su encuentro con la Tierra se había calculado hasta con doce decimales. Cualquier escolar podía aplicar la fórmula 1/2MV2 para hallar la energía resultante y convertirla en megatones de explosivo.
El resultado eran unos inimaginables dos millones de millones de toneladas, una cifra que seguía siendo incomprensible cuando se expresaba como mil millones de veces la potencia de la bomba que había destruido Hiroshima. El margen de error se reducía conforme Kali se aproximaba, pero hasta pocos días antes del encuentro no podría determinarse el punto de impacto con una precisión superior a mil kilómetros (un cálculo que muchos consideraban de lo más inútil).
En cualquier caso, probablemente sería en el mar, pues tres cuartas partes de la superficie de la Tierra eran agua. El pronóstico más optimista situaba el impacto en mitad del Pacífico; en estas circunstancias habría tiempo de evacuar las islas más pequeñas antes de que fueran barridas del mapa por olas de un kilómetro de altura.
Por supuesto, si Kali caía en tierra firme, no habría esperanzas para nadie en cientos de kilómetros a la redonda. En este radio, todo quedaría volatilizado instantáneamente. Unos minutos después, todos los edificios en una área equivalente a todo un continente quedarían arrasados por la onda de choque. Probablemente incluso se hundirían los refugios subterráneos, aunque algunos supervivientes afortunados quizá lograsen desenterrarse.
Pero ¿realmente serían afortunados? Los medios de comunicación repetían una y otra vez la pregunta planteada por los escritores del siglo XX respecto a la guerra termonuclear: ¿Envidiarían los vivos la suerte de los muertos?
Era muy posible que así fuese. Los efectos subsiguientes del impacto podían ser incluso peores que sus consecuencias inmediatas. El cielo permanecería cubierto por una capa de humo durante meses, tal vez años. La mayor parte de la vegetación del planeta, y quizá la vida silvestre que quedara, no podría sobrevivir a la falta de sol y a la lluvia impregnada del ácido nítrico producido cuando la bola de fuego fundiera megatoneladas de oxígeno y nitrógeno en la baja atmósfera.
Incluso con alta tecnología, la Tierra quedaría prácticamente inhabitable durante décadas, ¿y quién querría vivir en un planeta devastado?
La única seguridad estaría en el espacio, pero esa ruta estaba cerrada a todos, salvo a un puñado. Sólo existían naves suficientes para llevar a una pequeñísima fracción de la raza humana —aunque sólo fuese a la Luna—, y no tendría mucho sentido hacerlo, pues las colonias lunares únicamente podrían acomodar a unos pocos cientos de miles de huéspedes inesperados.
La Tierra, como había hecho con casi todo el cuarto de billón de seres humanos que había vivido en ella a lo largo de los tiempos, proporcionaría cuna y sepultura a la última generación.