A la hora H menos treinta minutos, la Goliat se había apartado de Kali para estar a suficiente distancia del chorro del Atlas. Todos los sistemas comprobados estaban en orden. Sólo quedaba esperar hasta que la rotación del asteroide situara el impulsor de masas en la posición precisa para el inicio de la secuencia de encendido.
El capitán Singh y su exhausta tripulación no esperaban presenciar nada espectacular. El chorro de plasma del Atlas sería demasiado caliente como para producir mucha radiación visible. Sólo la telemetría confirmaría que la ignición había empezado y que Kali había dejado de ser una fuerza destructiva inexorable, absolutamente fuera del control del hombre.
Sir Colin Draker se preguntó cuántos de aquellos jóvenes sabrían que todo el asunto de la cuenta atrás había sido invención de un director de cine alemán de hacía casi dos siglos, para la primera película del espacio que no trataba el tema como mera fantasía. Una vez más, la realidad había copiado a la ficción y resultaba difícil imaginar una misión espacial que comenzara sin que una voz, humana o mecánica, desgranara la cuenta atrás hasta llegar a cero.
Se produjo una breve ronda de vítores y una contenida salva de aplausos cuando la serie de ceros del acelerómetro empezó a cambiar. En el puente, la sensación fue más de alivio que de regocijo. Aunque Kali se movía, únicamente los instrumentos más sensibles podían detectar el cambio microscópico en su velocidad. El Atlas tendría que funcionar durante días, durante semanas, hasta que pudieran cantar victoria. Debido a la rotación de Kali, el impulso de sus motores sólo podía aplicarse mientras el asteroide estaba alineado correctamente; es decir, un diez por ciento del tiempo, más o menos. No era nada sencillo guiar un vehículo que giraba sobre sí mismo, empleando un motor adherido al mismo…
Una microgravedad, dos microgravedades… Perezosamente, la enorme masa del asteroide empezaba a responder. Si hubiese habido alguien en la superficie de Kali —y no habría sido fácil mantenerse pegado a ella— no habría notado el menor cambio, aunque tal vez habría percibido una vibración bajo los pies y habría observado nubes de polvo que eran arrastradas al espacio. Kali se sacudía como un perro que acaba de soportar un baño.
Y entonces, para incredulidad de todos, las cifras cayeron de nuevo a cero. Segundos después, saltaron tres alarmas sonoras simultáneas.
Nadie les prestó atención. No podían hacer nada. Todos los ojos estaban fijos en Kali y en el propulsor Atlas.
Los grandes tanques de propelente se estaban abriendo como flores en una filmación a cámara rápida, derramando los miles de toneladas de masa de reacción que quizá salvarían la Tierra. Jirones de vapor se extendieron sobre la cara del asteroide, cubriendo su superficie salpicada de cráteres con una atmósfera evanescente.
Y Kali continuó su viaje, inexorable.