El director de Astropol había visto muchos de los mundos y ciudades del hombre y se consideraba incapaz de sorprenderse de algo.
Pero en aquel momento, en su elegante despacho de la sede central de Ginebra, miraba a su inspector general con incredulidad.
—¿Está seguro? —repitió.
—Todo encaja. Naturalmente, teníamos sospechas; las deserciones son escasísimas y nos preguntábamos si sería una especie de broma pesada, pero una exploración profunda del cerebro lo ha confirmado.
—¿No hay manera de engañar en esa exploración? Nos las estamos viendo con expertos.
—No mejores que los nuestros. Y las investigaciones en Deimos confirman las cosas. Sabemos quién hizo el trabajo. Está bajo microvigilancia, naturalmente.
—¿Cuándo les llegará el aviso?
El inspector general consultó el reloj de pulsera, que podía decir la hora de veinte husos horarios en tres mundos.
—Ya lo han recibido, pero están al otro lado del Sol y aún falta una hora para que nos llegue la confirmación. Temo que sea demasiado tarde. Si todo ha ido según lo previsto, la ignición debe de haberse producido hace cuarenta minutos. No podemos hacer nada más, excepto esperar.
—Aún no puedo creerlo. En el nombre de Dios, ¿por qué iba alguien a hacer una cosa así?
—Exactamente. En el nombre de Dios.