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FIESTA DE ANIVERSARIO

—Jamás había pensado que celebraría mi primer siglo de vida más allá de la órbita de Marte —afirmó sir Colin Draker—. De hecho, cuando nací, sólo uno de cada diez hombres podía tener la esperanza de alcanzar esta edad. Y una de cada cinco mujeres, lo cual siempre me pareció una injusticia.

Hubo un abucheo cordial por parte de las cuatro mujeres de la tripulación y algunos gruñidos entre los hombres.

—La naturaleza es sabia —fue el complacido comentario de la médica de a bordo, la doctora Elizabeth Warden.

—Pero aquí estoy, en razonable buen estado, y me gustaría agradecerles a todos sus buenos deseos. Sobre todo a Sonny, por este caldo maravilloso que acabamos de catar, ese Château lo que sea, cosecha de 2005.

—De 1905, profesor, no de 2005. Y debe agradecérselo a los programas de la cocina, no a mí.

—Bien, pero tú eres la única persona que sabe qué contienen. Si olvidaras qué botones hay que apretar, todos nos moriríamos de hambre.

No se podía confiar en que un geólogo centenario se equipara como era debido para una salida al exterior, de modo que Singh y Fletcher comprobaron el traje espacial de Draker antes de acompañarle hasta la esclusa. Un entramado de cuerdas, amarradas a pértigas de un metro de altura clavadas en la terrosa corteza exterior de Kali, facilitaba en gran medida el movimiento en la inmediata vecindad de la Goliat. La nave ofrecía el aspecto de una araña en el centro de su tela.

Los tres hombres se desplazaron con cautela, soltando las manos alternativamente, hasta llegar a un trineo espacial cuyo reducido tamaño quedaba aún más empequeñecido por los tanques esféricos de propelente que habían sido alineados para su posterior conexión al Atlas.

—Parece como si algún chiflado hubiera construido una refinería de petróleo en un asteroide —fue el comentario del profesor al contemplar lo que habían conseguido los equipos de trabajo de Fletcher, formados por humanos y robots, en un plazo tan asombrosamente breve.

Torin Fletcher, acostumbrado a trabajar en Deimos, era el único hombre realmente capaz de pilotar un trineo espacial en el campo gravitatorio, aún más débil, del asteroide.

—Deben tener cuidado —había advertido a los aspirantes a piloto—. Aquí, hasta un caracol con artritis podría alcanzar la velocidad de escape. Y no queremos perder tiempo y masa de reacción en rescatarlos si deciden poner rumbo a Alfacentauri.

A base de impulsos casi imperceptibles, elevó el trineo de la superficie del asteroide e inició la lenta circunnavegación del pequeño mundo mientras Draker exploraba con avidez las regiones de Kali que hasta entonces no había podido contemplar directamente. Hasta aquel momento se había tenido que conformar con las muestras traídas por los miembros de la tripulación. Aunque el examen a distancia mediante cámaras móviles resultaba muy valioso, no era comparable con la experiencia directa y el trabajo de las propias manos, ayudadas con hábiles golpes de martillo. Draker se había quejado de no haber podido ni desplazarse en ningún momento a más de unos metros de la Goliat. Y todo porque el capitán Singh se negaba a correr riesgos con su pasajero más célebre y no podía destinar a nadie para que cuidara de él fuera de la nave («¡Cómo si necesitara que alguien me cuidase!»). Pero un centésimo aniversario invalidaba tales restricciones, y el científico era como un muchacho en sus primeras vacaciones lejos de casa.

El trineo se deslizaba a poca altura sobre la superficie de Kali, a la velocidad de un cómodo paseo a pie (suponiendo que una persona pudiera dar un paso en aquel micromundo). Entre esporádicos murmullos (separados en algunos puntos por la considerable distancia de casi cincuenta metros), sir Colin continuó oteando, como un antiguo radar de búsqueda, de extremo a extremo del horizonte. En menos de cinco minutos el vehículo y sus ocupantes alcanzaron las antípodas. La Goliat y el Atlas quedaban ocultos por la masa de Kali cuando el geólogo se volvió hacia Fletcher.

—¿Podemos detenernos aquí? Me gustaría bajar.

—Por supuesto. Pero le ataremos un cable por si tenemos que rescatarlo.

Draker refunfuñó, disgustado, pero se sometió a la indignidad. Después se soltó suavemente del trineo, que ya flotaba inmóvil, y se relajó en caída libre.

Con aquella minúscula gravedad, no resultaba fácil apreciar que estaba cayendo. Tardó casi dos minutos en posarse en Kali —desde una altura de todo un metro—, desplazándose a una velocidad apenas perceptible a simple vista.

Colin Draker había estado en muchos asteroides. A veces, en gigantes como Ceres, uno percibía bastante bien que la fuerza de la gravedad lo atraía, aunque fuera débilmente. Pero en otros micromundos, como éste, se requería un considerable esfuerzo de imaginación; el más ligero movimiento, y sus pies despegarían de Kali.

En cualquier caso, era incuestionable que allí estaba por fin, posado en el asteroide más famoso —o más infame— de toda la historia. Incluso con su conocimiento científico, a Draker le costaba aceptar que aquel fragmento curvo de escombros cósmicos, minúsculo y errático, representara para la humanidad una amenaza superior a todas las bombas almacenadas durante la era de la locura nuclear.

La rápida rotación de Kali les estaba haciendo entrar en la noche, y cuando sus ojos se adaptaron al cambio, vieron aparecer las estrellas a su alrededor; el cielo tenía exactamente el mismo aspecto que para los observadores situados en la Tierra, pues ésta y el asteroide estaban tan cerca, a escala cósmica, que la perspectiva del Universo exterior no mostraba el menor cambio. Con todo, a baja altura había en el cielo un objeto sorprendente y que resultaba poco familiar: una brillante estrella amarilla que no era un punto de luz sin dimensiones, como todas las demás.

—Miren —apuntó sir Colin—. Ahí tienen algo que nunca verán desde la Tierra, ni siquiera desde Marte.

—¿A qué viene eso? —replicó Fletcher—. Sólo es Saturno.

—Por supuesto, pero fíjese bien. Observe con atención.

—¡Ah, sí, veo los anillos!

—En realidad, no; sólo cree que los ve. Están justo en el límite de la visibilidad, pero los ojos detectan algo raro y, como sabe qué es lo que está mirando, la memoria suministra los detalles. Ahora ya sabe por qué Saturno le dio tantos dolores de cabeza al pobre Galileo. Sus débiles telescopios mostraban que el planeta tenía algo extraño, pero ¿quién podía imaginar que se tratara de anillos? Más tarde, estos anillos quedaron de canto a la Tierra y desaparecieron, de modo que pensó que los ojos lo habían engañado. Nunca llegó a saber qué había visto.

Los tres guardaron silencio unos instantes y observaron el ascenso de Saturno mientras Kali cubría su breve noche, preguntándose hasta dónde podían dar crédito a lo que les transmitían sus ojos. Por último, Fletcher dijo en voz baja:

—Vuelva a bordo, profesor. Todavía nos queda un buen trecho. Estamos en el otro extremo del mundo.

Recorrieron casi toda la otra mitad del camino en los cinco minutos siguientes, y amaneció el Sol, pequeño pero aún cegador. El trineo se deslizaba ladera arriba siguiendo el perfil de un pequeño montículo cuando Draker observó de pronto algo casi increíble. Apenas a una decena de metros (ya empezaba a calcular las distancias con cierta precisión), había una mancha de color brillante en la superficie de carbón.

—¡Alto! —exclamó—. ¿Qué es eso?

Sus dos acompañantes dirigieron la mirada hacia donde indicaba y enseguida volvieron a fijarla en el geólogo.

—No veo nada —dijo el capitán.

—Probablemente se trata de un efecto óptico después de mirar hacia Saturno. Quizás aún no se ha adaptado del todo a la luz… —añadió Fletcher.

—¿Están ciegos? ¡Miren!

—Será mejor seguirle la corriente al pobre —murmuró Fletcher—. Podría ponerse violento y no queremos que eso suceda, ¿verdad?

Hizo girar el trineo con experta facilidad mientras Draker permanecía sentado y en silencio, perplejo. Unos segundos más tarde, el asombro del geólogo se transformó en absoluta incredulidad. «Estoy volviéndome loco», pensó.

En lo alto de un esbelto tallo, a medio metro por encima de la superficie desierta de Kali, había una gran flor dorada.

En un breve destello de lógica desquiciada, Draker se encontró recorriendo la secuencia a toda velocidad: (1) Estoy soñando. (2) ¿Cómo podré disculparme con la doctora Wijeratne? (3) No parece muy exótica. (4) Ojalá supiera más botánica. (5) ¡Qué detalle que alguien haya puesto una tarjeta de identificación en el tallo!

—¡Malditos! ¡Por un momento me lo he tragado! ¿Ha sido idea de Rani?

—Por supuesto. —Singh soltó una carcajada—. Pero como podrá observar, la tarjeta de cumpleaños la hemos firmado todos. Y puede dar las gracias a Sonny, que ha hecho un magnífico trabajo con los pocos pedazos de papel y de plástico que pudo encontrar.

Todavía se reían cuando llegaron de nuevo a la Goliat con su asombroso descubrimiento. Volvían, señaló el capitán Singh, en mucho mejor estado que los supervivientes de la tripulación de las naves Magallanes y Elcano después de la circunnavegación de su mundo. La breve excursión les había permitido a todos distraerse un poco y dejar a un lado sus tremendas responsabilidades durante unos instantes.

Mejor así. Era la última oportunidad que tenían de relajarse en Kali.