¡Un sij afeitado! ¿Cómo habrían reaccionado ante tal apostasía sus hirsutos antepasados de la India? Si hubieran sabido que se había depilado permanentemente el cuero cabelludo, le habría resultado difícil escapar con vida.
Estos pensamientos asaltaban invariablemente a Robert Singh mientras se colocaba en la cabeza el ajustado casquete, ataba las cintas de seguridad y comprobaba que las almohadillas de los ojos no dejaran pasar la menor luminosidad.
Cuando hubo terminado, permaneció sentado a oscuras y en completo silencio a la espera de que se pusiera en marcha el secuenciador automático.
Primero apareció un levísimo sonido, tan grave que casi podía captar una a una las vibraciones. Aún en el límite de la detectabilidad, el sonido ascendió octava a octava hasta desvanecerse en el umbral de audición. De hecho incluso más allá, pues, aunque nunca se había molestado en comprobarlo, estaba completamente seguro de que el mecanismo de sus oídos nunca podría responder a las frecuencias que en aquel momento fluían directamente a su cerebro.
Volvió el silencio y Singh esperó a que empezara la secuencia de calibración de visión, mucho más compleja.
Primero todo fue puro color. Era como si flotara en el centro de una esfera sin el menor rasgo distintivo y con su superficie interna pintada del rojo más intenso. No mostraba el menor asomo de estructura ni de diseño, y a Singh le dolían los ojos en el intento de encontrar alguno. No, esto último no era del todo correcto: los ojos no participaban en absoluto en aquella experiencia.
Rojo, anaranjado, amarillo, verde…, los colores familiares del arco iris, pero con la pureza absoluta de un láser. Y sin imágenes de ninguna clase; sólo un campo cromático ininterrumpido.
Por fin empezaron a aparecer imágenes. Primero una retícula abierta que se llenó rápidamente de cuadrículas cada vez más pequeñas hasta que fue imposible resolverlas. Esto fue reemplazado por una secuencia de formas geométricas que giraban, se expandían, se encogían y se fundían unas en otras. Aunque Singh había perdido por completo el sentido del tiempo, el programa de calibración completo había durado menos de un minuto. Cuando una «nieve» sin sonido lo envolvió como una ventisca de la Antártida, supo que el proceso de ajuste se había completado y que el sistema de control del cerebrain había comprobado que los circuitos neurales de Singh estaban adecuadamente sintonizados para recibir sus informaciones.
A veces, aunque pocas, un «mensaje de error» centelleaba en su campo de conciencia y Singh tenía que repetir toda la secuencia. Normalmente bastaba con esto para corregir el problema. En caso contrario, Singh sabía que era mejor no volver a intentarlo. En una ocasión en que necesitaba con urgencia adquirir ciertas habilidades, había manipulado los controles manuales en un intento de salvar el atasco electrónico. La recompensa había sido una sucesión de imágenes de pesadilla, siempre justo más allá de su capacidad para captarlas adecuadamente, como las chiribitas que aparecen cuando uno se presiona los globos oculares, pero mucho más brillantes. Cuando al fin había logrado desconectar el aparato, le había asaltado un fortísimo dolor de cabeza. Y podría haber sido mucho peor. La «zombificación» irreversible debido al mal funcionamiento de un cerebrain ya no era tan frecuente como en los primeros tiempos del aparato, pero aún se producían casos.
Esta vez no apareció ningún mensaje de error ni otras señales de aviso. Todos los circuitos estaban abiertos. Singh estaba preparado para recibir.
Aunque algún rincón remoto de su mente sabía que en realidad seguía a bordo de la Goliat, al capitán Singh no le parecía en absoluto incongruente estar observando desde fuera su propia nave, que flotaba en las inmediaciones de Kali. También parecía muy lógico —aunque fuera la extraña lógica de un sueño— que el Atlas ya estuviera instalado en el asteroide, si bien aquel rincón de su mente «sabía» que en realidad el impulsor de masas seguía sujeto a la Goliat.
Los detalles de la simulación eran tan perfectos que se distinguía la roca desnuda de Kali en los puntos donde los chorros propulsores del trineo espacial habían barrido el polvo de millones de años. Sí, todo resultaba bastante real, pero la imagen del Atlas y su racimo de tanques de hidrógeno aún pertenecía al futuro. Sólo unos cuantos días más y serían realidad, si las cosas salían según lo previsto. Todos los problemas de colocación y de anclaje del impulsor de masas habían quedado solucionados con la colaboración de David, y no había razones para suponer que encontrarían dificultades en llevar los cálculos de la teoría a la práctica.
—Preparado para iniciar la secuencia —anunció David—. ¿Qué perspectiva desea, capitán?
—Polo norte de la eclíptica. Alcance, 10 UA. Muestra todas las órbitas.
—¿Todas? En el campo de visión indicado hay 54.372 cuerpos.
La pausa mientras David comprobaba su catálogo apenas resultó perceptible.
—Lo siento. Me refiero a todos los planetas mayores. Y todos los cuerpos que se acerquen a mil kilómetros de Kali. Corrección: que sean cien kilómetros.
Kali y el Atlas desaparecieron. Singh se encontró contemplando el sistema solar desde arriba, con las órbitas de Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra, Venus y Mercurio visibles como finas líneas luminosas. La posición precisa de cada planeta estaba representada por un icono diminuto pero reconocible: Saturno con sus anillos, Júpiter con sus franjas, Marte con un fino casquete polar, la Tierra como un vasto océano, Venus como una media luna blanca sin rasgos distintivos, y Mercurio como un disco picado de viruelas.
Y Kali era una calavera. Esto había sido idea del propio David y nadie había hecho el menor comentario en contra. Probablemente, el ordenador había consultado la referencia del nombre en la enciclopedia y había visto las estatuas de la diosa hindú de la destrucción, con su siniestro collar.
—Centrado en el eje Kali-Tierra… Ampliación… ¡Ahí!
La conciencia de Singh se llenó esta vez con aquella fatídica sección cónica, con aquella elipse ominosa que conectaba las posiciones simultáneas de la Tierra y de Kali.
—¿Compresión temporal?
—Diez a la quinta.
A dicha escala, cada segundo representaba un día. Kali alcanzaría la Tierra en cuestión de minutos, no de meses.
—Inicia la secuencia.
Los planetas empezaron a desplazarse: Mercurio, a gran velocidad en la órbita más próxima al Sol, e incluso Saturno en la más exterior, recorriendo la suya a paso de tortuga.
Kali inició su caída hacia el Sol, movido todavía únicamente por la fuerza de gravedad. Pero en algún lugar del campo de la conciencia de Singh empezaron a parpadear unas cifras, tan rápidas que resultaban borrosas e ilegibles. De pronto quedaron a cero, y en aquel mismo instante David anunció:
—¡Ignición!
Singh se permitió una breve reflexión. Era extraño que algunas palabras se mantuvieran en uso mucho después de haber perdido su contexto original. «Ignición» se remontaba al menos a un siglo atrás, a la época de los cohetes químicos. El propulsor que impulsaba el Atlas —o cualquier otra nave del espacio profundo— no podía en modo alguno producir una ignición. Era hidrógeno puro y, además, aunque hubiera estado presente el oxígeno, el calor generado habría sido abiertamente excesivo para desencadenar el fenómeno de la mera combustión, que se producía a temperaturas más bajas. Las posibles moléculas de agua habrían sido disociadas al instante en sus componentes atómicos.
Aparecieron más y más cifras, unas constantes y otras que cambiaban muy lentamente. La más destacada correspondía a la aceleración producida por el impulsor de masas Atlas en aquel mundo fantasma (mera microgravedad sobre una masa de las dimensiones de Kali). Otra cifra marcaba las vitales deltas, los cambios apenas medibles que afectaban en aquellos momentos la velocidad y la posición del asteroide.
Los días pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Las cifras aumentaron progresivamente. Mercurio había dado media vuelta al Sol, pero Kali no mostraba todavía ningún signo visible de desviación de su órbita natural. Sólo el aumento en los deltas indicaba que se iba apartando perezosamente de su trayectoria anterior.
—Amplía cinco veces —ordenó Singh a David cuando Kali cruzó la órbita de Marte.
Los planetas exteriores desaparecieron al ampliarse la imagen, pero el efecto de los días de continuado empuje por parte del Atlas seguía siendo indetectable.
—Apagado de motores —anunció el ordenador bruscamente. (Otro término heredado de la infancia de la astronáutica). Las cifras que registraban el empuje y la aceleración quedaron inmediatamente a cero. Kali volvía a ser impulsado en torno al Sol por la fuerza de la gravedad únicamente.
—Ampliación, diez. Reduce la compresión temporal a uno a mil.
Ahora sólo aparecían en el campo de conciencia de Singh la Tierra, la Luna y Kali. A aquella escala ampliada, el asteroide ya no se movía en una elipse, sino que parecía hacerlo en una línea casi recta. Y era una línea que no apuntaba hacia la Tierra.
Pero Singh sabía que no debía albergar muchas esperanzas. Kali aún tenía que pasar junto a la Luna y ésta, como una amiga traicionera que vende a su vieja compañera, provocaría un último efecto mortal en la trayectoria del asteroide. En esta última parte del encuentro, cada segundo representaba dieciséis minutos de tiempo real. La trayectoria de Kali estaba desviándose visiblemente en el campo gravitatorio de la Luna. Desviándose hacia la Tierra. Pero los esfuerzos del Atlas, aunque hacía «semanas» que habían cesado, también empezaban a producir un efecto visible. La simulación exponía dos órbitas: la original y la producida por la intervención humana.
—Ampliación, diez. Compresión temporal, uno a cien.
Ahora, un segundo representaba casi dos minutos y la Tierra llenaba el campo de conciencia de Singh. Pero el pequeño símbolo de la calavera no había variado de tamaño. A aquella escala, Kali seguía siendo demasiado pequeño como para mostrar un disco visible.
La Tierra virtual tenía un aspecto increíblemente real y de una belleza sobrecogedora. Resultaba imposible creer que fuera mero producto de unos megabytes soberbiamente organizados. Allí abajo —¡aunque sólo fuera en la memoria de David!— estaba el deslumbrante casquete blanco de la Antártida, el continente de Australia, las islas de Nueva Zelanda, la costa de China… Y, dominándolo todo, el azul intenso del Pacífico, que apenas veinte generaciones atrás había sido un reto tan grande para la humanidad como hoy día lo eran las inmensidades del espacio.
—Ampliación, diez. Sigue la trayectoria de Kali.
La curva azul del horizonte, borrosa debido a la atmósfera, se difuminaba imperceptiblemente hasta la oscuridad total. Kali aún seguía cayendo, atraído y también acelerado por el campo gravitatorio de la Tierra; era casi como si el planeta estuviera colaborando en su propia destrucción.
—Aproximación máxima en un minuto.
Singh concentró la atención en las cifras que aún parpadeaban en el límite de su visión. El mensaje que trasmitían era más preciso, aunque menos espectacular, que el proporcionado por la imagen simulada. La cifra crucial, la que indicaba la distancia entre Kali y la superficie terrestre, seguía descendiendo.
Pero el ritmo de descenso estaba disminuyendo. A Kali cada vez le costaba más tiempo recorrer un kilómetro en dirección a la Tierra.
Y finalmente la cifra se estabilizó: 523…, 522…, 522…, 522…, 523…, 523…, 523…, 524…, 525…
Robert Singh se permitió el lujo de respirar profundamente.
Kali había realizado su aproximación máxima y empezaba a alejarse.
El Atlas podía cumplir su cometido. Sólo quedaba reproducir el mundo virtual en el real.