Robert Singh tenía poco que hacer en el trayecto desde Deimos/Marte hasta Europa/Júpiter, salvo estudiar los constantes cambios en los planes de contingencia que Vigilancia Espacial seguía enviándole y conocer un poco a los nuevos miembros de la tripulación.
Torin Fletcher, un ingeniero superior de los astilleros de Deimos, supervisaría las operaciones de carga de carburante cuando el conjunto Goliat/Atlas llegara a la estación de bombeo situada en la órbita de Europa. Las decenas de miles de toneladas de hidrógeno se bombearían a bordo en forma de aguanieve, una mezcla de líquido y sólido más densa que el líquido puro y que, por tanto, requería menos espacio de almacenamiento. Aun así, el volumen total doblaba el del desventurado Hindenburg, cuyo atroz final había cerrado la breve era del transporte menos pesado que el aire, al menos en la Tierra. Desde hacía algún tiempo se había extendido en Marte el uso de pequeñas naves aerostáticas de transporte, que también habían resultado valiosos instrumentos para las investigaciones en la atmósfera superior de Venus.
Fletcher era un entusiasta de las naves aerostáticas y puso todo su empeño en convertir a Singh a su causa.
—Cuando empecemos la exploración de Júpiter en serio —le decía— y no nos limitemos a dejar caer sondas en él, la navegación aerostática volverá a hacer valer sus méritos. Naturalmente, como la atmósfera está compuesta principalmente de hidrógeno, tendrá que ser un globo de ese gas caliente. ¡Ningún problema! ¿Se imagina lo que debe de ser desplazarse alrededor de la Gran Mancha Roja?
—No, gracias —le había contestado Singh—. Diez veces la gravedad de Marte… No quiero imaginarlo.
—Los terrestres podrían. Tumbados o en camas de agua.
—Pero ¿para qué molestarse? No hay ninguna superficie sólida, ningún lugar donde posarse… Los robots pueden hacer todo lo que queramos sin tener que arriesgar vidas humanas.
—Precisamente eran argumentos como ése los que utilizaba la gente a principios de la era del Espacio. ¡Fíjese dónde estamos ahora! Los seres humanos irán a Júpiter porque…, porque está ahí. Pero si no le gusta Júpiter, ¿qué me dice de Saturno? Casi la misma gravedad que la Tierra y… En fin, imagine la vista al surcar las capas superiores, desde donde pudiera contemplar los anillos. Algún día eso será una gran atracción turística.
—Es más barato conectarse al cerebrain. Toda la diversión y ningún riesgo.
Fletcher se echó a reír cuando Singh citó el famoso lema.
—No lo dirá en serio, ¿verdad?
Desde luego que no, pero Singh no tenía la menor intención de reconocerlo. El elemento de riesgo era lo que distinguía la realidad de sus imitaciones, por perfectas que fueran. Y la aceptación de los riesgos —su disfrute incluso, si eran razonables— era lo que daba aliciente a la vida y la hacía atractiva.
Otro de los pasajeros con destino Europa era especialista en una tecnología que parecía todavía más fuera de lugar que la aeronáutica: la de los sumergibles a grandes profundidades. Europa era el único mundo de todo el sistema solar, además de la Tierra, que poseía océanos; en este caso, sellados bajo una corteza de hielo que los protegía del espacio. El calor producido por las inmensas mareas gravitatorias de Júpiter, las mismas fuerzas causantes del vulcanismo de la vecina lo, impedía que aquel mundo océano se congelara.
Donde había agua en estado líquido, había esperanza de vida. La doctora Rani Wijeratne había pasado veinte años explorando el abismo de Europa, tanto por medio de sondas robot como en persona. Aunque no había encontrado nada, no había perdido la esperanza.
—Estoy segura de que está ahí —insistía—. Sólo espero poder dar con ella antes de que algún microbio de origen terrestre se escape de nuestra basura y se adueñe de ese mundo.
La doctora Wijeratne también era muy optimista respecto a las posibilidades de vida aún más lejos del Sol, en la gran nube de cometas situada mucho más allá de la órbita de Neptuno.
—Allí hay toda el agua, todo el carbono, el nitrógeno y cualquier otro elemento químico que uno quiera —continuó con entusiasmo—. ¡Millones de veces más que en los planetas! Y también debe de haber radiactividad, lo cual significa calor y un elevado índice de mutación. En el interior de los cometas, las condiciones podrían ser ideales para el origen de la vida.
Era una lástima que la doctora tuviera que desembarcar en Europa y no continuara a bordo mientras nos aproximábamos a Kali. Sus controversias, cordiales pero sin concesiones, con el profesor sir Colin Draker, de la Royal Society, habían proporcionado una buena distracción a los pasajeros. El famoso astrogeólogo era el único científico de la dotación original de la Goliat que aún seguía a bordo, pues era lo bastante eminente como para atreverse a desoír las órdenes de traslado.
—Sé más de asteroides que cualquiera —argüía con indiscutible razón—. Y Kali es el asteroide más importante de la historia. Deseo tocarlo con mis manos. Es el regalo que quiero hacerme para mi centésimo aniversario. Y en nombre de la ciencia, por supuesto.
Respecto a las posibles formas de vida cometarias apuntadas por la doctora Wijeratne, Draker no albergaba dudas:
—¡Bobadas! Hoyle y Wickremasinghe ya sugirieron esa idea hace más de un siglo, pero nadie la ha tomado nunca en serio.
—Pues ya va siendo hora de que lo hagan. Y dado que los asteroides, al menos cierto número de ellos, son cometas muertos, ¿a alguien se le ha ocurrido alguna vez buscar fósiles en su interior? Merecería la pena intentarlo, ¿no?
—Con franqueza, Rani, se me ocurren maneras mucho mejores de perder el tiempo.
—¡Geólogos! ¡Bah, a veces creo que los auténticos fósiles sois vosotros! Recuerda cómo os burlasteis del pobre Wegener y su teoría de la deriva continental, y luego lo convertisteis en vuestro santo patrón cuando ya estaba convenientemente muerto.
Y así una y otra vez, todo el viaje hasta Europa.
Europa, el más pequeño de los cuatro satélites galileanos de Júpiter, era el único mundo del sistema solar que podía confundirse con la Tierra… si uno se acercaba lo suficiente. Mientras desde la nave contemplaba la inacabable extensión de bancos de hielo flotante, al capitán Singh no le costó imaginar que realmente estaba orbitando su planeta natal.
La fantasía se desvaneció enseguida cuando volvió la mirada hacia Júpiter. El mundo gigantesco, que completaba sus fases aceleradamente cada tres días y medio, dominaba el cielo incluso cuando menguaba hasta convertirse en un finísimo creciente casi invisible. Porque entonces ese arco de luz era la cuna de un disco negro, enorme, de un diámetro veinte veces mayor que el de la Luna en el cielo terrestre, que tapaba las estrellas y que en aquel momento eclipsaba el lejano Sol. Y la cara nocturna de Júpiter rara vez estaba completamente a oscuras; tormentas eléctricas más extensas que continentes terrestres descargaban sin parar, como un intercambio de armas nucleares y con la misma energía. Aros de luz auroral solían envolver los polos y géiseres de materia fosforescente surgían de las profundidades inexploradas —tal vez inexplorables— del inmenso planeta.
Y cuando estaba casi lleno, Júpiter era aún más impresionante. Entonces era posible ver en todo su apogeo multicolor los intrincados rizos y bucles de los cinturones de nubes en su eterna marcha en paralelo al ecuador. A lo largo de las bandas se desplazaban islas ovaladas, más pálidas, como amebas de mil kilómetros de diámetro. A veces, estas islas producían la impresión de impulsarse a través de las nubes que las rodeaban con tal determinación que no costaba creer que se trataba de enormes criaturas vivientes. Más de una obra de astroépica fantástica se había basado en tal hipótesis.
Pero la estrella del espectáculo era la Gran Mancha Roja. Aunque a lo largo de los siglos había crecido y menguado, a veces hasta casi desaparecer, en aquel momento era más prominente que nunca desde que Cassini la descubriera en 1665. Mientras la vertiginosa rotación de Júpiter, con su día de diez horas, le hacía recorrer la cara del planeta, era una especie de ojo gigantesco, inyectado en sangre, que observaba el espacio con malevolencia.
No era de extrañar que los trabajadores de Europa tuvieran el turno laboral más corto y el índice más alto de crisis mentales de todo el personal destacado en los planetas. Las cosas habían mejorado un poco con el traslado de las instalaciones a la cara oscura, donde Júpiter quedaba oculto permanentemente. Sin embargo, incluso allí, los psicólogos informaban que algunos pacientes creían que aquel ojo ciclópeo seguía observándolos, permanentemente abierto, a través de los tres mil kilómetros de roca sólida.
Observándolos mientras robaban el tesoro de Europa, quizás. El satélite era la única fuente principal de agua —y por tanto de hidrógeno— dentro de la órbita de Saturno. Aunque había cantidades aún mayores en las nubes cometarias mucho más allá de Plutón, su explotación todavía no resultaba rentable. Algún día, tal vez. Mientras tanto, Europa suministraba la mayor parte del propulsante para el comercio en el sistema solar.
Además, el hidrógeno de Europa era superior en calidad al terrestre. Gracias a los miles de millones de años de bombardeo desde los campos de radiación en torno a Júpiter, contenía un porcentaje muy superior de un isótopo, el deuterio, más pesado. Mediante un proceso de ligero enriquecimiento, proporcionaba la mezcla óptima para alimentar un propulsor de fusión.
En ocasiones —no muy frecuentes— la naturaleza colaboraba con la humanidad.
Ya empezaba a ser difícil recordar la vida antes de Kali. El momento de peligro aún quedaba a meses de distancia, pero casi todos los pensamientos y actos estaban concentrados en él. Y pensar que había aceptado aquel trabajo —se recordaba Robert Singh a veces, con ironía— porque quería un puesto cómodo antes de la jubilación, con el rango de capitán.
En cualquier caso no tenía muchos momentos para tales reflexiones, porque la rutina, en otro tiempo habitual en la nave, había dado paso a lo que su primer oficial había denominado «crisis planificada». A pesar de ello, a la vista de la complejidad de la operación Atlas, todo había funcionado con razonable fluidez. No habían surgido complicaciones importantes y el programa sólo llevaba dos días de retraso respecto a unos plazos que al principio parecían imposibles de cumplir.
Una vez que el conjunto Goliat/Atlas quedó situado en órbita de aparcamiento, empezó el largo proceso de llenado de los tanques con doscientas mil toneladas de aguanieve de hidrógeno-deuterio, trece grados por encima del cero absoluto. Las plantas de electrólisis de Europa podían producir tal cantidad en una semana, pero llevarla hasta la órbita era otro asunto. Por desgracia, dos de las naves tanque de Europa habían sido remolcadas a Deimos para llevar a cabo unas reparaciones que no podían realizarse in situ.
Así pues, aunque todo saliera perfectamente, se tardaría casi un mes en llenar los inmensos tanques. Durante este tiempo, Kali se aproximaría a la Tierra cien millones de kilómetros más.