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PERMISO EN TIERRA

—Oye ¿cómo eran de verdad los marcianos, papá?

Robert Singh contempló con ternura a su hija, que oficialmente tenía diez años aunque el planeta en el que vivía sólo había dado cinco vueltas al Sol desde el nacimiento de la pequeña. No se podía esperar que un chiquillo tuviera que aguardar 687 días para celebrar su cumpleaños, de modo que éste era un residuo del calendario terrestre que se había conservado. El día que por fin se abandonara, Marte habría cortado otro vínculo con el planeta madre de sus habitantes.

—Sabía que me ibas a preguntar eso —respondió—, de modo que lo he buscado en un libro. Escucha: «Quien no ha visto nunca a un marciano con vida apenas puede hacerse una idea del horror que produce su aspecto. La extraña boca en forma de uve con el labio superior sobresaliente, la ausencia de arcos superciliares y de una barbilla bajo el labio inferior con aspecto de cuña, el temblor incesante de esa boca, el aire de Gorgona…»

—¿Qué es una gorgona?

—«El aire de Gorgona que le dan sus tentáculos…»

—¡Puaf!

—«Y, por encima de todo, la extraordinaria intensidad de sus ojos inmensos les confería un aspecto a la vez vital, intenso, inhumano, tullido y monstruoso. Su piel parda y aceitosa parecía afectada por la acción de hongos, y en la torpe meticulosidad de sus lánguidos movimientos había algo indeciblemente repulsivo». Bien, Mirelle, ahora ya lo sabes.

—¿Dónde estás leyendo todo eso? ¡Oh, la guía de DisneyMarte! ¿Cuándo me llevarás?

—Eso depende de lo bien que haga sus deberes cierta señorita…

—¡Eso no es justo, papá! ¡No he tenido tiempo desde que has vuelto!

Singh experimentó un breve sentimiento de culpabilidad. Prácticamente monopolizaba a su hija y al bebé cada vez que podía escapar de las tareas de ensamblaje y comprobación del Atlas en los astilleros de Deimos, aunque su esperanza de hacer visitas privadas cuando estuviera en Marte había desaparecido en el mismo instante de tomar tierra, al encontrar a los representantes de los medios de comunicación esperándole en Port Lowell. El comandante de la Goliat no había caído en la cuenta de que era la segunda persona más famosa del planeta.

La primera, por supuesto, era el doctor Millar, que con la detección de Kali había cambiado —y tal vez cambiaría— la vida de más personas que ningún otro acontecimiento de la historia humana. Aunque ya habían mantenido media docena de encuentros electrónicos, los dos hombres todavía no se habían conocido en persona. Singh había evitado el encuentro; no tenían nada nuevo que decirse y era evidente que el astrónomo aficionado no había conseguido asimilar su inesperada popularidad. Se había vuelto arrogante y condescendiente y siempre se refería a Kali como «mi asteroide». Bien, tarde o temprano sus colegas marcianos lo pondrían de nuevo en su sitio. Eran expertos en eso.

DisneyMarte era minúsculo en comparación con su famoso antepasado terrestre, pero una vez dentro no se apreciaba en absoluto la diferencia. Mediante dioramas y proyecciones holográficas, mostraba Marte como los hombres habían creído o soñado que sería… y como esperaban que fuese algún día. Aunque algunos críticos afirmaban que una sesión de cerebrain podía crear la misma experiencia exactamente, la verdad era muy otra. Sólo había que ver a un niño marciano mientras tocaba un pedazo de roca terrestre auténtica para apreciar la diferencia.

Martin era demasiado joven para disfrutar de la excursión y se quedó al seguro cuidado de un último modelo Dorcas de robot doméstico. En realidad ni siquiera Mirelle era lo bastante mayor como para entender todo lo que estaba viendo, pero sus padres sabían que nunca lo olvidaría. La pequeña chilló de miedo y placer cuando los monstruos tentaculares de H. G. Wells emergieron de sus cilindros, y contempló con asombro y temor cómo sus terroríficos trípodes avanzaban por las calles desiertas de una ciudad extraña y misteriosa, el Londres Victoriano.

Y a la chiquilla le maravilló la bella Dejah Thoris, princesa de Helium, sobre todo cuando le dijo con su dulce voz: «Bien venida a Barsoom, Mirelle». John Cárter, en cambio, había sido prácticamente eliminado de la escena; estaba claro que tales personajes sanguinarios no eran la clase de inmigrantes que la Cámara de Comercio Marciana deseaba estimular. ¡Espadas, nada menos! Si no eran manejados con el mayor cuidado, unos objetos metálicos moldeados con tan criminal irresponsabilidad podían causar heridas graves a los espectadores.

Mirelle también se quedó fascinada con los extraños animales que E. R. Burroughs había esparcido con profusión por los paisajes marcianos. Sin embargo, mostró su curiosidad respecto a una cuestión de exobiología sobre la que Edgar Rice había pasado con bastante ligereza.

—Mamá —dijo la pequeña—, ¿yo también he salido de un huevo?

Charmayne se echó a reír.

—Sí y no —respondió—. Pero desde luego no de uno como el que puso Dejah. Cuando lleguemos a casa, le pediré a la biblioteca que te explique la diferencia.

—¿Y es verdad que teman máquinas que hacían aire para que la gente pudiera respirar fuera?

—No, pero Burroughs acertó la idea. Eso es exactamente lo que nosotros tratamos de hacer. Lo verás cuando lleguemos a la sección de Bradbury.

Y una extraña aparición asomó entre las colinas.

Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que corría delicadamente a través del aire frío de la noche, con innumerables y confusos diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, y rubíes que centelleaban como ojos multifacéticos. Las seis patas se posaron en la antigua carretera como las últimas gotas de una mansa lluvia y, a lomos de la máquina, un marciano de ojos de oro fundido contempló a Tomas como si se asomara a un pozo…

Mirelle quedó fascinada y perpleja ante el encuentro nocturno de terrícola y marciano, cada cual un fantasma para el otro. Un día comprendería que era el fugaz encuentro entre dos eras, salvando un abismo de tiempo. Le encantaron las gráciles naves de arena que se deslizaban por los desiertos, las aves llameantes que brillaban sobre las frías arenas, las arañas doradas que tejían las trampas con su seda, las barcas que se deslizaban como flores de bronce por los anchos canales. Y lloró cuando las ciudades de cristal se hicieron añicos ante los invasores de la Tierra.

«Del Marte que nunca fue… al Marte que un día será», rezaba un rótulo en la entrada de la última sala. El capitán Singh no pudo evitar una sonrisa ante aquel «será», tan típicamente marciano en su rotunda certeza. En la Tierra, vieja y cansada, habrían escrito «puede ser».

La exposición final era de una sencillez casi anticuada, pero no resultaba menos eficaz. Sentados en la semioscuridad tras una pantalla, contemplaron un mar de bruma mientras el lejano Sol aparecía al fondo.

«Valles Marineris, el Laberinto Nocturno, como es en la actualidad», anunció una voz cálida sobre un fondo de música suave.

La bruma, formada por el más tenue de los vapores, se dispersó por efecto del sol naciente. Y entonces apareció la vasta extensión de cañones y riscos del valle más enorme e impresionante del sistema solar, cuyo perfil se recortaba contra el horizonte, sin la progresiva pérdida de nitidez a causa de la distancia que proporcionaba una sensación de perspectiva a vistas similares del Gran Cañón de Norteamérica occidental, de dimensiones incomparablemente más pequeñas.

El paisaje tenía una belleza austera con sus rojos, ocres y carmesíes. Más que hostil a la vida, resultaba absolutamente indiferente a ella. El ojo buscó en vano el más ligero indicio de verdes o azules.

El Sol cruzó el cielo rápidamente y las sombras fluyeron por los fondos del cañón como oleadas de tinta. Cayó la noche; las estrellas brillaron brevemente y desaparecieron bajo una nueva aurora.

No había cambiado nada, ¿o acaso sí? ¿No había perdido cierta nitidez la línea del horizonte que se recortaba a lo lejos?

Transcurrió otro «día» y ya no quedaron dudas. El perfil áspero del terreno empezaba a suavizarse; los riscos y hendiduras ya no quedaban tan nítidamente definidos. Marte estaba cambiando.

Los días, las semanas, los meses —tal vez eran las décadas, en realidad— transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora los cambios se hicieron espectaculares.

El leve tono salmón del cielo dio paso a un pálido azul, y por fin se formaron auténticas nubes en lugar de aquellas tenues brumas que se desvanecían con el amanecer. Y al fondo del cañón, donde una vez sólo había existido la roca estéril, se extendían ahora manchas de verdor. Aún no había árboles, pero los líquenes y el musgo ya les preparaban el camino.

De repente, como por arte de magia, aparecieron unos charcos de agua que en lugar de transformarse al instante en vapor, como sucedía en el Marte actual, ofrecían su superficie inalterada a los rayos del sol. Conforme avanzaba aquella visión del futuro, los charcos se convirtieron en lagos y dieron origen a un río, a lo largo de cuyas riberas brotaron de improviso numerosos árboles. A los ojos de Robert Singh, habituados a las cosas de la Tierra, los troncos parecían tan delgados que no podía creer que tuvieran más de una decena de metros de altura. En realidad —¡si cabía llamar realidad a aquello!—, era muy probable que superasen-a las secoyas más altas; en aquel mundo de baja gravedad, debían de alcanzar cien metros como mínimo.

Tras esto cambió la perspectiva. Esta vez volaban hacia el este a lo largo de Valles Marineris, dejaban atrás la Sima del Alba y tomaban hacia el sur hasta la gran planicie de Helias, las tierras bajas de Marte. Pero aquella zona ya no era tierra firme.

Mientras contemplaba el océano soñado de una era futura, una oleada de recuerdos inundó la mente de Robert Singh con una fuerza tan extraordinaria que, por un instante, creyó que había perdido el dominio de sí mismo. El océano de Helias se desvaneció; estaba de nuevo en la Tierra, caminando por aquella playa africana bordeada de palmeras en compañía del pequeño Toby, seguidos a corta distancia por Tigresa. Singh se preguntó si aquello le habría sucedido realmente a él, tiempo atrás, o si se trataría de un falso pasado, de un recuerdo prestado de otra persona.

En el fondo no dudaba de la realidad de sus recuerdos, por supuesto, pero la evocación fue tan vivida que grabó a fuego una imagen en su mente. Sin embargo, el sentimiento de tristeza dio paso rápidamente a una sensación de melancólica satisfacción. No tenía de qué lamentarse: Freyda y Toby (¡ya iba siendo hora de llamarlos!) eran felices y vivían bien, con grandes familias que se ocupaban de ellos. En cambio, lo que sí lamentaba era que Mirelle y Martin no pudieran experimentar la alegría de tener amigos no humanos, como Tigresa. Los animales de compañía de cualquier clase eran un lujo que Marte no se podía permitir.

El viaje al futuro terminaba con una visión del planeta Marte desde el espacio, dentro de quién sabía cuántos siglos o milenios. Los polos ya no aparecían coronados por una capa de dióxido de carbono helado, pues la luz solar reflejada por los espejos de cien kilómetros de diámetro que orbitaban sobre ellos había puesto fin a su invierno eterno. La imagen se difuminó y dejó paso a un rótulo que anunciaba: «Primavera de 2500». «Ojalá», se dijo Robert Singh mientras abandonaban el parque de atracciones en silencio. Esperaba que aquello se hiciera realidad, aunque nunca podría saberlo. Incluso Mirelle parecía extrañamente apagada, como si intentara separar lo real de lo imaginario en lo que acababa de ver.

Mientras la familia avanzaba por la esclusa de aire hasta el vehículo presurizado que los había llevado allí desde el hotel, la exposición les ofreció una sorpresa final. Se oyó el rumor de un trueno lejano —un sonido que sólo Robert Singh había oído al natural— y Mirelle dejó escapar un chillido mientras una lluvia de finas gotitas caía sobre ellos desde unos aspersores situados en el techo.

«La última vez que llovió en Marte fue hace tres mil millones de años, y esa lluvia no llevó vida alguna a las tierras en las que cayó. La próxima ocasión será distinto. Adiós y gracias por la visita».

La última noche antes del despegue, Robert Singh despertó de madrugada y permaneció tendido en la oscuridad, tratando de recordar los mejores momentos de aquella visita. Tenía algunos de ellos —incluidos los tiernos instantes de intimidad de unas horas antes— grabados para ser revividos en el futuro. Volver a contemplarlos le ayudaría a mantenerse en los largos meses que se avecinaban.

El cambio en el ritmo de la respiración debía de haber perturbado a Charmayne, que se volvió y posó el brazo sobre el pecho del hombre. Singh sonrió al recordar, no por primera vez, lo incómodo que podía resultar aquel gesto en su planeta natal.

Durante varios minutos, ninguno de los dos dijo nada. Por fin la mujer murmuró, soñolienta:

—¿Recuerdas esa historia de Bradbury que vimos recreada, la de esos bárbaros de la Tierra que utilizaban las bellas ciudades de cristal para las prácticas de tiro?

—Desde luego. «Y aunque siga brillando la Luna». No podía apartar de mi cabeza que la había situado en el año 2001. Demasiado optimista, ¿verdad?

—Por lo menos vivió lo suficiente como para ver pisar este mundo al ser humano. Pero cuando dejamos Disney Marte, no podía dejar de pensar si no estaremos comportándonos exactamente igual, destruyendo lo que hemos encontrado.

—Jamás pensé que oiría esas palabras en labios de un auténtico hijo de Marte. Pero no sólo destruimos. También creamos… ¡Dios mío!

—¿Qué sucede?

—Eso me acaba de recordar algo. Kali… Kali no es sólo la diosa de la destrucción. También es la creadora de un mundo nuevo a partir de los restos del antiguo.

Hubo un largo silencio. Luego, Charmayne susurró:

—Eso es exactamente lo que repiten a todas horas los Renacidos. ¿Sabías que han instalado una misión aquí mismo, en Port Lowell?

—¡Bah!, son unos chiflados inofensivos. No creo que molesten a nadie. Felices sueños, querida. Y la próxima vez que vayamos a DisneyMarte llevaremos a Martin, te lo prometo.