Aunque su destino, equidistante del Sol y de Júpiter, estaba considerado el más solitario de todo el sistema solar, el capitán Singh rara vez se sentía aislado. A menudo comparaba su situación con la de los grandes navegantes del pasado, como Cook o el tan injustamente difamado Bligh. Aquellos hombres habían permanecido incomunicados de su patria y de su familia durante meses —a veces años enteros— y se habían visto obligados a vivir en camarotes atestados y antihigiénicos en estrecho contacto con un puñado de oficiales y un buen número de marineros malcarados y a menudo sediciosos. Incluso sin contar los peligros externos en forma de tormentas, bajíos ocultos, acciones del enemigo o nativos hostiles, la vida a bordo en las naves de antaño debía de ser algo muy similar al infierno.
Era cierto que a bordo de la Goliat no debía de haber mucho más espacio vital que en los treinta metros de eslora del Endeavour de Cook, pero la ausencia de gravedad hacía que tal espacio pudiera aprovecharse con mucha más eficacia. Y, por supuesto, las distracciones a disposición de tripulación y pasaje eran incomparablemente superiores. Como entretenimiento, disponían de acceso inmediato a todo lo que había producido el arte y la cultura humanos hasta unos minutos antes. El obligado intervalo en la comunicación con la Tierra era prácticamente la única dificultad que tenían que soportar.
Cada mes llegaba desde Marte o desde la Luna una lanzadera rápida que traía caras nuevas y se llevaba a parte del personal a casa para un periodo de vacaciones. La esperada llegada de la nave correo con objetos que no podían enviarse por radio o por enlaces ópticos, era la única interrupción en una rutina perfectamente establecida.
Esto no significaba en absoluto que la vida a bordo estuviera exenta de problemas, fuesen técnicos o psicológicos, graves o triviales.
—¿Profesor Jamieson?
—¿Sí, patrón?
—David acaba de llamarme la atención sobre su programa de ejercicio físico. Parece que se ha saltado las dos últimas sesiones en la cinta continua.
—Bueno… Debe de haber algún error.
—Sin duda. Pero ¿de quién? Le pondré en comunicación con David.
—Quizá me haya saltado una, pero la recuperaré mañana. He estado muy ocupado analizando las muestras que han traído de Aquiles.
—Asegúrese de hacerlo, Bill. Sé que es aburrido, pero, a menos que se ejercite para soportar media G cuando se lo marca el programa de mantenimiento físico, no podrá volver a caminar sobre Marte y mucho menos sobre la Tierra. Capitán, fuera.
—Mensaje de Freyda, capitán. Toby dará un concierto en el Smithsonian el día quince. Freyda dice que será todo un acontecimiento. Han conseguido el piano de concierto original de Brahms. Toby tocará una de sus propias composiciones y la Rapsodia sobre un tema de Paganini, de Rachmaninov. ¿Prefiere tener la transmisión completa, o sólo el audio?
—No tendré tiempo para disfrutar de ninguna de las dos cosas, pero no quiero herir los sentimientos de Toby. Envíale mis mejores deseos y pide el chip de memoria completo.
—¿Doctor Jaworski?
—¿Sí, capitán?
—Varios tripulantes se han quejado de un extraño olor procedente de su laboratorio. Los filtros de aire no parecen capaces de eliminarlo.
—¿Un olor? ¿Extraño? No había notado nada, pero me ocuparé de ello ahora mismo.
—Capitán, mientras dormía ha llegado un mensaje de Charmayne. No es urgente, pero su ciudadanía marciana caducará dentro de diez días a menos que la renueve. En este momento el retraso en la transmisión hasta Marte es de veintidós minutos.
—Gracias, David. Ahora no puedo ocuparme de eso. Recuérdamelo mañana a esta hora.
—Capitán Singh, de la nave de investigación Goliat a la Cadena de Noticias Solares. Recibí su informe hace un par de días, pero no me lo había tomado en serio. No tenía idea de que esos chiflados estuvieran activos todavía. No, no hemos encontrado ninguna nave espacial de otros mundos. Tengan la certeza de que les comunicaremos el descubrimiento cuando se produzca.
—¿Sonny?
—¿Sí, capitán?
—Felicidades por la decoración de la mesa de anoche. Pero mi dosificador de jabón está vacío otra vez. ¿Podrías traerme un recambio? Esta vez esencia de pino; estoy harto de la lavanda.
Según la opinión general, Sonny era el segundo hombre más importante a bordo; algunos incluso lo consideraban más importante que el capitán.
El cargo oficial de camarero apenas se correspondía con el papel real de Sonny Gilbert a bordo de la Goliat. Era el arreglatodo por excelencia, capaz de afrontar por igual problemas técnicos y humanos, al menos de índole doméstica. Cuando él estaba cerca, hasta el más defectuoso de los robots de limpieza empezaba a portarse bien, y los jóvenes científicos de ambos sexos que sufrían penas de amor confiaban más en él que en el programa Psico-doc de la nave. (Habían llegado a oídos del capitán Singh rumores de que Sonny tenía una notable colección de artilugios sexuales, tanto reales como virtuales, pero había cosas que un comandante inteligente prefería no saber).
El hecho de que, según todas las mediciones, Sonny tuviera el coeficiente intelectual más bajo de cuantos estaban a bordo carecía por completo de importancia. Lo que contaba de verdad era su eficiencia, su buen humor y su excelente disposición. Cuando un famoso cosmólogo que visitaba la nave, en un acceso de irritación, llamó retrasado mental al bueno de Sonny, el capitán Singh lo reprendió severamente y le exigió que se disculpase. Como el hombre se negó a hacerlo, el capitán ordenó devolverlo a casa en la siguiente lanzadera, a pesar de las enérgicas protestas de la Tierra.
Aunque éste había sido un caso excepcional, siempre existía una cierta tensión entre la tripulación de la Goliat y los científicos que viajaban en ella. Normalmente era una tensión amistosa y se expresaba mediante comentarios chistosos o bromas pesadas. Pero cuando se producían situaciones fuera de lo normal, todo el mundo colaboraba incondicionalmente, más allá de las obligaciones oficiales.
Dado que David vigilaba sin un momento de descanso el funcionamiento de todos los sistemas de la Goliat, no era preciso mantener una guardia permanente a bordo. Durante el «día», las dos tripulaciones, A y B, estaban despiertas, aunque sólo una de ellas se hallaba de servicio; después, toda la nave abandonaba la actividad durante ocho horas. En caso de emergencia, David podía reaccionar con más rapidez que cualquier humano. De hecho, si se producía alguna situación que ni siquiera David podía solventar, probablemente sería un acto de bondad dejar que ambas tripulaciones siguieran durmiendo los últimos instantes de su vida.
La jornada a bordo empezaba a las 6.00 Tiempo Universal, pero como el comedor era demasiado pequeño para acomodarlos a todos, la tripulación que entraba de servicio tenía prioridad en el desayuno de las 6.30. La tripulación B desayunaba a las 7.00, y los científicos tenían que esperar hasta las 7.30. Sin embargo, como la máquina expendedora ofrecía bocadillos a cualquier hora, nadie terna que sufrir jamás la punzada del hambre.
A las 8.00, el capitán Singh presentaba un resumen del programa de actividades de la jornada e informaba de las noticias importantes, cuando las había. Seguidamente, la tripulación A se dispersaba para acudir a su trabajo, los científicos se concentraban en sus laboratorios y consolas, y la tripulación B desaparecía en sus cubículos, pequeños pero lujosos, para echar un vistazo a los telenoticiarios, conectarse a los sistemas de información y de entretenimiento de la nave, estudiar un poco o dedicarse a cualquier otra ocupación hasta el cambio de turno de las 14.00 horas. Éste era el horario normal de actividades, aunque estaba sujeto a frecuentes alteraciones, tanto planificadas como imprevistas. Entre estas últimas, las más interesantes eran las ocasionales excursiones a asteroides que pasaban por las proximidades.
No era cierto que, como había apuntado un astrónomo hastiado, «cuando has visto un asteroide, los has visto todos». (El autor del comentario era un experto en galaxias en colisión, así que debe disculparse su ignorancia acerca de estos pequeños detalles). En realidad, los asteroides variaban en su composición casi tanto como en tamaño (desde Ceres, con sus mil kilómetros, hasta las rocas sin nombre del tamaño de un pequeño bloque de pisos).
Casi todos eran rocas de naturaleza perfectamente conocida en la Tierra y en la Luna: basaltos y granitos, los materiales de construcción de alta calidad utilizados por el arquitecto original de los Alpes y el Himalaya.
Otros tenían una composición en gran parte metálica: hierro, cobalto y elementos más raros, entre ellos oro y platino. Algunos asteroides muy pequeños habrían tenido un valor de trillones de dólares en los tiempos anteriores al momento en que el proceso de transmutación se comercializara e hiciera bajar el precio del oro respecto al de metales mucho más útiles, como el cobre o el plomo.
Sin embargo, los más interesantes para la ciencia eran los que contenían cantidades importantes de hielo y de compuestos de carbono. Algunos eran cometas extinguidos o que no habían nacido todavía, a la espera del momento en que las cambiantes mareas gravitatorias los empujaran hacia el horno engendrador del astro rey.
Los asteroides carbonados planteaban todavía muchos misterios. Había signos —aunque aún existía una acalorada controversia al respecto— de que en otro tiempo algunos de ellos habían formado parte de un cuerpo mucho mayor, quizá de un mundo lo bastante grande y cálido como para poseer océanos. Y si así resultaba ser, ¿por qué no incluso vida? Algunos paleontólogos habían dañado su reputación al afirmar que habían descubierto fósiles en asteroides y, aunque la mayoría de sus colegas desdeñaban la idea, la cuestión aún no estaba definitivamente resuelta.
Cada vez que un asteroide interesante se ponía al alcance, los científicos a bordo de la Goliat acostumbraban polarizarse en dos grupos; aunque nunca llegaban a las manos, la colocación en los asientos a la hora de comer solía experimentar cambios sutiles. Los astrogeólogos pretendían desplazar la nave —y todo su instrumental de laboratorio— para efectuar un encuentro con el objetivo y así poder examinarlo a placer. Los cosmólogos se oponían a ello con uñas y dientes, pues tal desplazamiento de la nave alteraba sus líneas de referencia, meticulosamente tomadas, y daba al traste con toda la interferometría. ¡Y todo por unos miserables pedruscos!
Su argumento era muy razonable y los geólogos terminaban por aceptarlo de mejor o peor grado. Los asteroides menores podían ser visitados por sondas robot capaces de recoger muestras y llevar a cabo las operaciones de medición más básicas. Mejor era eso que nada; pero si el asteroide estaba a más de un millón de kilómetros de distancia, el retraso en la transmisión Goliat-sonda-Goliat se hacía insoportable.
—¿Qué le parecería a usted —se había quejado en cierta ocasión un geólogo— si diera un golpe con un martillo y tuviera que esperar un minuto entero para saber que no ha dado en el clavo?
Así pues, cuando se aproximaban cuerpos realmente importantes —alguno de los troyanos mayores, como Patroclo o Aquiles—, se preparaba la lancha de la nave para los ansiosos científicos. Esta lancha, no mucho mayor que un automóvil familiar, proporcionaba el soporte vital básico para el piloto y tres pasajeros durante un máximo de una semana, permitía a sus ocupantes un examen bastante detallado del micromundo virgen y cargaba unos cientos de kilos de muestras bien documentadas.
El capitán Singh tenía que programar una de estas expediciones cada dos o tres meses. Le gustaba prepararlas porque le hacían salir de la rutina de la vida a bordo. Y era curioso que incluso los científicos que expresaban más desdén por aquel afán de cavar rocas contemplaran las imágenes transmitidas desde el asteroide con la misma avidez que los demás. Cada cual tenía una excusa.
—Me ayuda a hacerme una idea de la sensación que debieron de experimentar mis tatarabuelos al contemplar los primeros pasos de Armstrong y Aldrin sobre la Luna.
—Por lo menos así nos libramos de tres sabuesos de las rocas durante una semana. Además, tenemos más espacio a la hora de comer.
—No comente que lo he dicho yo, capitán, pero si alguna vez ha habido visitantes en el sistema solar, éste es el punto donde podrían haber dejado parte de su basura. O incluso un mensaje, para que lo encontremos cuando hayamos progresado lo suficiente como para entenderlo.
En ocasiones, mientras contemplaba a sus colegas flotando sobre extraños parajes en miniatura que nadie había visitado antes —y que probablemente nadie volvería a pisar nunca más—, Singh sentía deseos de dejar la nave y disfrutar de la libertad del espacio. Probablemente no le costaría encontrar una excusa para hacerlo. Y el primer oficial estaría encantado de quedar al mando durante un tiempo. Sin embargo, en el reducido espacio de la lancha no sería más que un lastre, incluso una molestia, y en tales circunstancias no encontraba justificación para darse el capricho.
Pese a ello era una lástima pasar varios años en el centro de aquel auténtico mar de los Sargazos de mundos a la deriva y no poner jamás el pie en uno de ellos.
Algún día tendría que hacer algo al respecto.