IV

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VIGILIA

En los astilleros de Deimos se decía que construían las naves por kilómetros y que el cliente sólo tenía que cortarlas a la medida que le conviniera. Ciertamente, la mayoría de sus productos tenía un parecido básico con sus hermanos, y la Goliat no era una excepción.

Su espina dorsal era una única viga triangular de 150 metros de longitud y cinco de anchura en cada lado. A cualquier ingeniero nacido antes del siglo XX le habría parecido increíblemente frágil, pero la nanotecnología con que había sido fabricada, átomo de carbono a átomo de carbono, le proporcionaba una resistencia cincuenta veces superior a la del mejor acero.

A lo largo de esta columna vertebral de diamante sintético estaban acoplados los diferentes Módulos —la mayoría de ellos fácilmente ínter cambiables— que incorporaba la Goliat. Los más grandes eran, con mucho, los tanques esféricos de hidrógeno que se alineaban a lo largo de los tres lados de la viga, como guisantes en el exterior de la vaina. En comparación con ellos, los módulos de mando, de servicio y de residencia, en un extremo, y las unidades de energía y de propulsión, en el otro, parecían meros añadidos de última hora.

Con su nombramiento como comandante de la Goliat, Robert Singh había previsto unos últimos años apacibles —e incluso aburridos— de servicio en el espacio antes de la jubilación en Marte. Aunque sólo tenía setenta años ya había empezado a aflojar decididamente el paso; estar apostado en el punto troyano Ti, sesenta grados por delante de Júpiter, sería una especie de vacaciones. Lo único que tenía que hacer era tener contentos a sus pasajeros —los astrónomos y los físicos— mientras llevaban a cabo sus inacabables experimentos.

En efecto, la Goliat estaba catalogada como nave de investigación y había sido financiada como tal por el Fondo para la Ciencia Planetaria. Lo mismo cabía decir de la Hércules, situada en el punto T2, a 1.250 millones de kilómetros. Junto con el Sol y Júpiter, las dos naves formaban un enorme rombo que no cambiaba nunca de forma pero que giraba en torno al Sol una vez cada año joviano de 4.333 días terrestres.

Como las naves estaban unidas por rayos láser cuya longitud se conocía con un margen de error inferior a un centímetro, proporcionaban una plataforma ideal para trabajos científicos de muy diversa índole. Las ondulaciones en el espacio-tiempo provocadas por la colisión de agujeros negros —hazañas de la ingeniería cósmica realizadas por supercivilizaciones (y quién sabía qué más)— podían ser detectadas por el instrumental instalado a bordo de la Goliat y de la Hércules. Y como los receptores de ambas naves podían conectarse para formar un radiotelescopio efectivo con más de mil millones de kilómetros de separación, ya habían logrado cartografiar regiones remotas del Universo con una precisión sin precedentes.

Los investigadores a bordo de los Gemelos Troyanos tampoco olvidaban el espacio más inmediato, donde las distancias se medían en meros millones de kilómetros. Habían observado centenares de los asteroides atrapados en aquel enorme cepo gravitatorio y habían hecho cortas excursiones para visitar muchos de los más próximos. En unos pocos años se había conocido más sobre la composición de estos cuerpos menores que en los tres siglos transcurridos desde su descubrimiento.

La plácida rutina, interrumpida sólo por los cambios de personal y los regresos regulares a Deimos para las inspecciones y la puesta al día de los equipos, duraba ya más de treinta años y pocos recordaban el propósito original con el que habían sido construidas la Goliat y la Hércules.

Incluso sus tripulaciones rara vez se detenían a pensar que estaban allí en labor de vigilancia, como los centinelas que patrullaban las ventosas murallas de Troya hacía tres mil años. Pero ellos esperaban a un enemigo que Homero no podía haber imaginado.