18
EXCALIBUR

Era el mayor experimento científico realizado jamás, pues abarcaba todo el sistema solar.

Los orígenes de Excalibur se remontaban a los tiempos extraños —casi increíbles hoy día, realmente— de la poco menos que olvidada Guerra Fría, cuando dos superpotencias habían permanecido frente a frente con unos arsenales de armas nucleares capaces de destruir el tejido mismo de la civilización y que tal vez amenazaban incluso la supervivencia del ser humano como especie biológica.

En un bando se encontraba la entidad autodenominada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que como se complacían en señalar los historiadores posteriores quizá fuera soviética (nadie estaba seguro de lo que significaba el término), pero con certeza no era ni unión, ni socialista, ni republicana. En el bando contrario estaba Estados Unidos de Norteamérica, una entidad que se ajustaba mucho más a su nombre.

Hacia el último cuarto del siglo XX, los dos oponentes poseían miles de cohetes de largo alcance, cada uno de ellos capaz de transportar una cabeza nuclear que podía destruir una ciudad. Como es de suponer, se realizaron intentos de encontrar contraarmas destinadas a impedir que tales misiles alcanzaran sus blancos. Hasta el descubrimiento de los campos de fuerza, más de un siglo después, era imposible cualquier plan de defensa completa, ni siquiera en teoría. A pesar de ello se llevaron a cabo intentos frenéticos de diseñar misiles antimisiles y fortalezas orbitales dotadas de láseres, que al menos proporcionaran una cobertura parcial.

Al evocar esos tiempos, resulta difícil determinar si los científicos concibieron algunos de tales planes sólo para explotar con cinismo el miedo de unos políticos crédulos e inexpertos, o si creían sinceramente que sus ideas podían llevarse a la práctica. Quienes no vivieron en el «Siglo Deplorable», como ha sido llamado acertadamente, no deberían juzgarlos con demasiada severidad.

La más desquiciada de todas las contraarmas propuestas fue sin duda el láser de rayos X. En teoría, la enorme energía producida por la explosión de una bomba nuclear podía transformarse en haces de rayos X perfectamente dirigibles y tan poderosos que tendrían capacidad para destruir misiles enemigos a miles de kilómetros de distancia. El ingenio Excalibur (comprensiblemente, los detalles completos no se hicieron públicos jamás) habría tenido el aspecto de un erizo de mar con púas apuntando en todas direcciones, cuyo centro albergaría la bomba nuclear. En los microsegundos previos a evaporarse, cada púa generaría un rayo láser dirigido a un misil distinto.

No se precisa mucha imaginación para comprender las limitaciones de un arma de «disparo único» de estas características, sobre todo frente a un enemigo que se negara a colaborar lanzando sus misiles oportunamente agrupados. No obstante, la base teórica para el láser generado por una bomba nuclear era firme y coherente, aunque las dificultades prácticas para su realización se habían subestimado demasiado. De hecho, el proyecto fue abandonado cuando ya se habían invertido enormes sumas en él.

Pero el esfuerzo no resultó del todo baldío. Casi un siglo más tarde se retomó la idea, de nuevo como defensa contra misiles, aunque esta vez de los creados por la naturaleza, no por el hombre.

El Excalibur del siglo XXI fue diseñado para producir ondas de radio, no rayos X, y estas ondas no se dirigirían a ningún objetivo concreto sino a toda la esfera celeste. La bomba, de una gigatonelada, era la más potente que se había fabricado nunca —y que se fabricaría jamás, era la esperanza general— y fue explosionada en la órbita terrestre, pero al otro lado del Sol, que proporcionaría la máxima protección posible frente al tremendo pulso electromagnético que, de lo contrario, hubiera interrumpido las comunicaciones y quemado los aparatos electrónicos de todo el planeta.

Cuando estalló, una fina capa de microondas —de unos pocos metros de grosor— se expandió por el sistema solar a la velocidad de la luz. Al cabo de unos minutos, los detectores instalados a lo largo de la órbita terrestre empezaron a recibir ecos del Sol, de Mercurio, de Venus, de la Luna. Pero éstos no interesaban a nadie.

Durante las dos horas siguientes, antes de que la explosión de radiación barriera Saturno, cientos de miles de ecos cada vez más débiles fluyeron a los bancos de datos de Excalibur. Todos los satélites, asteroides y cometas conocidos fueron detectados con facilidad y, cuando se completó el análisis, quedaron localizados todos los objetos de más de un metro de diámetro existentes hasta la órbita de Júpiter. Catalogarlos y calcular sus movimientos futuros tendría ocupados los ordenadores de Vigilancia Espacial.

Sin embargo, los primeros estudios superficiales resultaron tranquilizadores. Hasta donde alcanzaba el pulso de Excalibur, no había nada que amenazara la Tierra, y la humanidad se relajó. Incluso hubo voces que pidieron la cancelación del programa Vigilancia Espacial.

Muchos años después, cuando el doctor Angus Millar descubrió Kali con su telescopio casero, hubo un clamor general pidiendo explicaciones acerca de cómo había podido pasar inadvertido el asteroide. La cosa era muy simple: Kali estaba en aquel momento en el extremo más alejado de su órbita, fuera del alcance de los radares de energía nuclear. De haber estado lo bastante cerca como para representar un peligro inmediato, Excalibur lo habría detectado.

Pero mucho antes de que tal cosa sucediera, Excalibur había producido otro resultado asombroso y completamente inesperado. No sólo había detectado un peligro; muchos creían que había creado uno y resucitado un miedo ancestral.