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ENCÍCLICA

Hace exactamente cuatro siglos, en el año 1632, nuestro predecesor, el papa Urbano VIII, cometió un craso error. Permitió que su amigo Galileo Galilei fuera condenado por enseñar lo que hoy sabemos que es una verdad incontestable: que la Tierra gira alrededor del Sol. Aunque se le pidió perdón a Galileo en 1992, el tremendo error cometido significó para la posición moral de la Iglesia un golpe del que nunca volvió a recuperarse del todo.

Ahora, ¡ay!, ha llegado el momento de que reconozcamos otro error todavía más trágico. Con su terca oposición a la planificación familiar utilizando métodos artificiales, la Iglesia ha provocado la infelicidad en miles de millones de vidas e, irónicamente, siendo en buena medida responsable de la difusión del pecado del aborto entre los que son demasiado pobres como para mantener a los hijos que se ven obligados a traer al mundo.

Esta política ha llevado a nuestra especie al borde de la catástrofe. La tremenda superpoblación ha privado de sus recursos al planeta Tierra y ha contaminado el medio ambiente de todo el globo. A finales del siglo XX, todo el mundo era ya consciente de ello, pero se emprendieron muy pocas acciones efectivas pese a las innumerables conferencias y resoluciones.

En el momento actual, un descubrimiento científico largo tiempo esperado —¡y largo tiempo temido!— amenaza con convertir una crisis en una catástrofe. Aunque el mundo entero aplaudió a los profesores Salman y Bernstein cuando recibieron el premio Nobel de Medicina el pasado diciembre, ¿cuántos se han detenido a pensar en la repercusión social de su trabajo? A petición nuestra, la Academia Pontificia de Ciencias se ha encargado de estudiarla. Sus conclusiones son unánimes e ineludibles.

El descubrimiento de las enzimas superóxidas, que pueden retrasar el proceso de envejecimiento al proteger el ADN del organismo, ha sido considerado un triunfo comparable al que significó descifrar el código genético. Según parece, el periodo de vida sana y activa del ser humano puede prolongarse ahora unos cincuenta años o incluso más. También se nos anuncia que el tratamiento será relativamente barato. Por lo tanto, nos guste o no, el mundo futuro estará lleno de vigorosos centenarios.

La Academia Pontificia nos informa que el tratamiento mediante enzimas superóxidas alargará también el periodo de fertilidad humano en unos treinta años. Las consecuencias son terribles si tenemos en cuenta los decepcionantes fracasos del pasado en la limitación de la natalidad mediante llamamientos a la abstinencia y al uso de los métodos llamados «naturales».

Durante las últimas semanas, los expertos de la Organización Mundial de la Salud han estado coordinando la acción de todos sus miembros con el objetivo de establecer el crecimiento demográfico cero, tantas veces discutido pero nunca logrado, salvo en tiempos de hambre y de peste. El propósito es alcanzarlo tan rápida y humanamente como sea posible. Aun así, puede que ni siquiera eso sea suficiente; quizá necesitemos un crecimiento de población negativo. Durante las próximas generaciones, tal vez deba imponerse la familia con un solo hijo.

Esta vez la Iglesia, en su prudencia, no opondrá resistencia a lo inevitable, sobre todo ante un cambio tan radical en la situación. Nos proponemos publicar en breve una encíclica que sirva de guía en estos temas. Dicha encíclica ha sido redactada tras intensas consultas con nuestros colegas, el Dalai Lama, el rabino de Jerusalén, el imán Mohamed, el arzobispo de Canterbury y la profetisa Fátima Magdalena. Todos se han mostrado de acuerdo.

Sé que a muchos les resultará difícil, e incluso doloroso, aceptar que ciertas prácticas que la Iglesia estigmatizó en otro tiempo como graves pecados se hayan convertido hoy en auténticos deberes. Con todo, queda un punto fundamental de la doctrina en el que no se ha producido el menor cambio: una vez el feto es viable, su vida es sagrada.

El aborto es un crimen y siempre lo será. Pero ahora ya no hay excusas para que siga existiendo. Ni necesidad.

Nuestra bendición a todos los que escucháis desde cualquiera de los mundos.

JUAN PABLO IV,

Pascua de 2032,

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