Cada época tiene su lenguaje característico, lleno de palabras que habrían carecido de significado cien años antes y que en muchos casos quedan olvidadas un siglo después. Algunos de estos términos proceden de las artes, del deporte, de la moda o de la política, pero la mayoría son producto de la ciencia y de la tecnología…, incluida, desde luego, la guerra.
Los marineros que han surcado los mares del mundo durante milenios poseían un léxico complejo —incomprensible para los hombres de tierra firme— formado por nombres y órdenes que les permitía controlar la nave de la que dependían sus vidas. Cuando el uso del automóvil empezó a extenderse por los continentes a principios del siglo XX, se incorporaron decenas de vocablos nuevos y extraños, mientras que otros antiguos adquirieron un significado distinto. Un cochero de cabriolé Victoriano se habría quedado completamente anonadado al oír hablar de cambio de marchas, embrague, llave de contacto, parabrisas, diferencial, bujía o carburador, unas palabras que su nieto utilizaba sin el menor esfuerzo en la vida cotidiana. Y el nieto, a su vez, se sentiría igual de perplejo con los términos válvula de radio, antena, banda de ondas, sintonizador, frecuencia…
La era de la electrónica, y especialmente la aparición de los ordenadores, había difundido neologismos a un ritmo vertiginoso. Microchip, disco duro, láser, CD Rom, vídeo, megabyte o utilidades eran palabras que habrían resultado completamente incomprensibles hasta la segunda mitad del siglo XX. Y ya en las cercanías del milenio, algo todavía más extraño —paradójico, de hecho— empezó a aparecer en el vocabulario del procesamiento de información: la realidad virtual.
Los resultados de los primeros sistemas de RV eran casi tan toscos como las primeras demostraciones de televisión, pero produjeron el efecto suficiente como para crear hábito, casi adicción. Las imágenes en formato amplio y tres dimensiones conseguían atrapar la atención del sujeto hasta tal punto que su calidad, deficiente y parecida a una película de dibujos animados, se pasaba por alto. Conforme los programas fueron mejorando en definición y animación, el mundo virtual se acercó más al real, aunque seguía diferenciándose de éste ya que se ofrecía a través de artilugios incómodos, como pantallas de presentación incorporadas a cascos y guantes movidos por servomecanismos. Para hacer perfecta la ilusión, para engañar por completo al cerebro, sería necesario saltarse los órganos sensoriales externos —ojos, oídos y músculos— y conducir la información directamente a los circuitos neurales.
El concepto de «máquina de los sueños» tenía al menos cien años cuando los progresos en exploración cerebral y en nanocirugía lo hicieron posible por fin. Las primeras unidades, como los primeros ordenadores, eran cachivaches enormes que ocupaban habitaciones enteras, pero al igual que aquellos fueron miniaturizados con asombrosa rapidez. De todos modos, su aplicación era limitada, puesto que debían funcionar a través de electrodos implantados en el córtex cerebral.
El auténtico progreso radical llegó —después de que toda una generación de especialistas médicos lo hubieran declarado imposible— con el perfeccionamiento del cerebrain. Una unidad de memoria que almacenaba terabytes de información estaba conectada mediante cable de fibra óptica a un casquete ajustado a la cabeza, el cual llevaba miles de millones de terminales de tamaño atómico en contacto indoloro con la piel del cráneo. El cerebrain era tan inestimable —no sólo como entretenimiento, sino también como instrumento educativo— que en una sola generación todo el que podía permitírselo había adquirido uno y aceptado la calvicie como un precio obligado.
Aunque era posible, nunca llegó a fabricarse un cerebrain completamente portátil, y ello por una excelente razón: nadie que anduviese por ahí totalmente inmerso en un mundo virtual —incluso en lugares conocidos— sobreviviría mucho tiempo.
Aunque enseguida se reconocieron las posibilidades del cerebrain para experiencias sustitutorias —en especial eróticas, gracias al rápido desarrollo de la tecnología de la hedónica—, no se descuidaron sus aplicaciones más serias. Se hizo accesible el conocimiento y la pericia instantáneos a través de bibliotecas enteras de «módulos de memoria» especializados o memochips. Sin embargo, lo más asombroso fue el «diario total», que permitía almacenar momentos preciados de la propia existencia para revivirlos más tarde…, e incluso rectificarlos para acercarlos más a los deseos del corazón.
Gracias a su formación en electrónica, la profetisa Fátima Magdalena fue la primera en descubrir las posibilidades del cerebrain para la difusión de la doctrina del crislam. Por supuesto, tenía unos precursores en los «telepredicadores» del siglo XX, que habían explotado las ondas hertzianas y los satélites de comunicaciones, pero la tecnología que la profetisa podía desplegar era infinitamente más poderosa. La fe siempre había sido más una cuestión de emoción que de intelecto, y el cerebrain podía apelar directamente a ambos.
En algún momento de la primera década del siglo XXI, Ruby Goldenberg convirtió a su fe a un importante personaje: uno de los pioneros de la revolución del ordenador, extraordinariamente rico aunque ya completamente consumido a sus cincuenta y pocos años. La profetisa le proporcionó una nueva razón para vivir y un desafío que volvió a inspirar su imaginación. Por su parte, el hombre tema los recursos y, algo más importante todavía, los contactos personales para afrontar el reto.
El proyecto de reunir los tres Testamentos del Corán de los Últimos Días utilizando la electrónica era muy directo y franco, pero sólo era el principio. Tras la Versión 1 (Pública), apareció la versión interactiva, destinada tan sólo a quienes habían mostrado un verdadero interés en la fe y deseaban pasar al siguiente estadio. Sin embargo, esta Versión 2 (Restringida) podía copiarse tan fácilmente que pronto circularon millones de módulos pirata, que era exactamente lo que la profetisa quería.
La Versión 3 era otra cosa. Tenía protección contra copias y se autodestruía tras una única utilización. Los infieles se burlaban diciendo que el contenido estaba clasificado de «Santo Secreto» y hacían inacabables especulaciones sobre el mismo. Se sabía que contenía programas de realidad virtual que ofrecían avances del paraíso crislámico, pero sólo desde fuera.
Se rumoreaba —aunque nunca hubo confirmación, a pesar de las inevitables «denuncias» de apóstatas desafectos— que existía una versión «Máxima Santidad», una probable número 4. Se suponía que ésta funcionaba a través de unidades de cerebrain avanzadas y que estaba «codificada neurológicamente», de modo que sólo podía recibirla el individuo para el que había sido diseñada. Su utilización por otra persona no autorizada provocaría un daño mental permanente. Tal vez incluso la locura.
Fueran cuales fuesen los instrumentos tecnológicos que empleaba el crislamismo, el momento era oportuno para el ascenso de una nueva religión que abarcaba los mejores elementos de dos fes antiguas (con bastantes incorporaciones del budismo, que era aún más antigua). Con todo, la profetisa no habría triunfado sin la ayuda de otros dos factores que estaban absolutamente fuera de su control.
El primero fue la llamada «revolución de la fusión fría», que provocó el brusco final de la era del combustible fósil y destruyó la base económica del mundo musulmán durante casi una generación, hasta que los químicos israelíes la reconstruyeron con el lema «Petróleo para comer, no para quemar».
El segundo factor fue el continuo declive del nivel moral e intelectual del cristianismo, que había empezado (aunque pocos se habían dado cuenta de ello durante siglos) el 31 de octubre de 1517, cuando Martín Lutero clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. El proceso había continuado con Copérnico, Galileo, Darwin y Freud hasta culminar en el notorio «escándalo del mar Muerto», cuando la publicación de los rollos durante tanto tiempo escondidos puso de manifiesto que el Jesús de los Evangelios estaba basado en tres (quizá cuatro) individuos distintos.
Pero el golpe de gracia llegó desde el propio Vaticano.