A finales del siglo XXI quedaban muy pocas ciencias en las que un aficionado pudiera llevar a cabo descubrimientos importantes. Pero, como siempre había sucedido, la astronomía seguía siendo una de ellas.
Por rico que fuese, ningún aficionado podía aspirar a tener un equipo como el que utilizaban los grandes observatorios instalados en la Tierra, en la Luna y en órbita. Pero los profesionales se especializaban en ámbitos de estudio muy concretos, y el Universo es tan enorme que nunca podían observar más que una fracción mínima del mismo en un momento dado, lo cual dejaba mucho campo a la exploración por parte de observadores entusiastas y experimentados. No era preciso que uno tuviera un telescopio muy grande para descubrir algo que nadie más había visto antes, si sabía cómo buscarlo.
Las obligaciones del doctor Angus Millar como facultativo del Centro Médico de Port Lowell no eran precisamente agotadoras. A diferencia de los colonos terrestres, los pioneros de Marte no tenían que habérselas con enfermedades nuevas y exóticas, y la mayor parte del trabajo de los médicos tema que ver con accidentes. Era cierto que en la segunda y la tercera generaciones habían aparecido algunos casos de extraños defectos óseos, a causa sin duda de la baja gravedad, pero el estamento médico confiaba en poder tratarlos antes de que se hicieran graves.
Gracias al mucho tiempo libre de que disponía, el doctor Millar era uno de los pocos astrónomos aficionados de Marte. A lo largo de los años había construido una serie de reflectores, puliendo y azogando los espejos mediante técnicas que miles de dedicados constructores de telescopios habían perfeccionado a lo largo de los siglos.
Al principio había pasado mucho tiempo observando el planeta Tierra, a pesar de los comentarios burlones de sus amigos. «¿Para qué molestarse? —decían—. En realidad ya está muy explorado. Incluso se sospecha que alberga formas de vida inteligentes».
Pero los amigos enmudecían cuando Millar les mostraba el hermoso creciente azul que colgaba en el espacio, con la Luna —más pequeña pero en idéntica fase— flotando a su lado. Toda la historia, salvo los últimos momentos, quedaba expuesta en el campo de visión del telescopio. Por muy lejos que se adentrara en el Universo, la especie humana nunca podría romper del todo los lazos con el planeta del que había surgido.
Con todo, las críticas no iban descaminadas del todo. La Tierra no era un objeto muy gratificante de observar. Normalmente las nubes la cubrían en gran parte y, cuando la distancia entre los dos planetas era menor, la Tierra sólo presentaba a Marte su lado nocturno, de modo que todos sus accidentes naturales resultaban invisibles. Un siglo antes, la «cara oscura» de la Tierra había sido cualquier cosa menos eso, pues entonces se derrochaban megavatios de electricidad en luz que se perdía en el cielo. Aunque una sociedad más cuidadosa de la energía había puesto fin a los peores abusos, la mayoría de las ciudades de cierta entidad aún podían detectarse fácilmente como brillantes islas de luz.
Al doctor Millar le hubiera gustado estar presente en la fecha terrestre del 10 de noviembre de 2084 para observar el raro y hermoso espectáculo del tránsito de la Tierra por delante del Sol. Mientras se desplazaba lentamente a través del disco solar, su aspecto había sido el de una pequeña mancha solar, perfectamente circular; pero a mitad del tránsito, una estrella brillante había refulgido en su centro. Desde el lado en sombras de la Tierra, baterías de láseres saludaban al Planeta Rojo en el cielo de medianoche que era ahora el segundo hogar del hombre. Todo Marte había presenciado el acontecimiento, que todavía se recordaba con reverente admiración.
Sin embargo, había otra fecha del pasado por la que el doctor Millar sentía una especial afinidad, debido a una coincidencia absolutamente trivial que no interesaba a nadie más que a él. Uno de los mayores cráteres de Marte llevaba el nombre de otro astrónomo aficionado, que había nacido en la misma fecha que él, aunque dos siglos antes.
Tan pronto como empezaron a llegar fotografías detalladas del planeta realizadas por las primeras sondas espaciales, encontrar nombres para los miles de nuevas formaciones se convirtió en un problema de envergadura. Algunas opciones eran obvias: astrónomos, científicos y exploradores de renombre, como Copérnico, Kepler, Colón, Newton, Darwin o Einstein. Después venían escritores que habían tenido relación con el planeta: Wells, Burroughs, Heinlein, Bradbury. Y por último una lista variada de remotos lugares e individuos de la Tierra, algunos de los cuales tenían una relación casi nula con Marte.
Los nuevos habitantes del planeta no siempre aceptaban con agrado los nombres establecidos, que debían utilizar en su vida cotidiana. ¿Quién o qué eran en la Tierra, por no hablar de Marte, nombres como Dank, Dia-Cau, Eil, Gagra, Kagul, Surt, Tiwi, Waspam o Yat?
Los revisionistas siempre andaban protestando para exigir otros nombres más adecuados y eufónicos, y la mayoría de los marcianos estaba de acuerdo con ellos. Así pues, se había establecido un comité permanente para afrontar el problema, aunque no era en absoluto el asunto más acuciante que afectaba a la supervivencia humana en Marte. Como todo el mundo sabía que el doctor Millar disponía de mucho tiempo libre y que estaba interesado en la astronomía, su nombramiento para dicho comité resultaba inevitable.
Un día, en una de las sesiones, alguien preguntó: «¿Por qué debe llevar el nombre de Molesworth uno de los mayores cráteres de Marte? ¡Ciento setenta y cinco kilómetros de diámetro! ¿Quién diablos era ese Molesworth?»
Tras ciertas indagaciones y diversos espaciofaxes a la Tierra, carísimos por cierto, Millar pudo responder a la pregunta. Percy B. Molesworth había sido un inglés, ingeniero de ferrocarriles y astrónomo aficionado, que a principios del siglo XX había realizado y publicado numerosos dibujos de Marte. La mayor parte de sus observaciones las llevó a cabo en la isla ecuatorial de Ceilán, donde murió en 1908 a la temprana edad de cuarenta y un años.
El doctor Millar quedó impresionado. Molesworth debía de haber sido un enamorado de Marte y merecía tener su cráter. La coincidencia de que compartieran la misma fecha de nacimiento en el calendario terrestre le producía también una sensación irracional de parentesco, y en ocasiones dirigía su telescopio hacia la Tierra para buscar la isla en la que Molesworth había pasado buena parte de su corta vida. Como el océano Índico normalmente estaba cubierto por las nubes, sólo consiguió localizarla una vez, pero fue una experiencia inolvidable. Millar se preguntaba qué habría pensado el joven inglés de haber sabido que unos ojos humanos contemplarían un día su casa desde la superficie de Marte.
El doctor ganó su batalla para salvar a Molesworth —de hecho, apenas encontró oposición cuando expuso el caso—, pero el episodio provocó un cambio en su actitud hacia lo que hasta entonces sólo había sido un pasatiempo absorbente.
Y pronto iba a conseguir un éxito muy superior a lo que jamás hubiera podido imaginar.
Aunque entonces era un chiquillo, el doctor Millar no había olvidado nunca el espectacular regreso del cometa Halley en 2061. Ese recuerdo tuvo algo que ver sin duda con su paso siguiente. Muchos cometas, entre ellos algunos de los más famosos, habían sido descubiertos por aficionados que, gracias a ello, se habían asegurado la inmortalidad inscribiendo su nombre en los cielos. Siglos atrás, en la Tierra, la fórmula para el éxito había sido muy sencilla: un buen telescopio (no especialmente grande), cielos limpios, un conocimiento profundo del cielo nocturno, paciencia… y una buena dosis de suerte.
El doctor Millar partió con varias ventajas importantes sobre sus precursores terrestres. Él disponía siempre de cielos limpios, y así seguirían estando, pese a todos los esfuerzos de los terraformadores, durante las siguientes generaciones. Debido a su mayor distancia del Sol, Marte constituía también una plataforma de observación ligeramente mejor que la Tierra. Pero lo más importante era que la búsqueda podía efectuarse en gran medida de forma automática. Ya no era necesario memorizar campos de estrellas, como habían hecho algunos de los observadores de antaño, para poder reconocer instantáneamente a un intruso.
La fotografía había dejado obsoleta dicha técnica hacía mucho tiempo. Con las placas fotográficas sólo era necesario tomar dos exposiciones con unas horas de diferencia y compararlas para ver si algo se había movido. Pero aunque este examen podía hacerse cómodamente sentado en el salón de casa en lugar de tiritando al raso, seguía resultando sumamente tedioso. En los años treinta del siglo XX, el joven Clyde Tombaugh había estudiado millones de imágenes hasta descubrir Plutón.
La técnica fotográfica se había mantenido durante más de un siglo hasta ser reemplazada por la electrónica. Una cámara de televisión de alta sensibilidad podía escrutar el cielo, almacenar las imágenes obtenidas y volver más tarde al punto estudiado para echar otro vistazo. En unos segundos, un programa de ordenador podía hacer lo que a Clyde Tombaugh le había llevado meses: eliminar todos los objetos estacionarios y marcar cualquier cosa que se hubiera movido.
En realidad no era tan sencillo. Un programa «crédulo» podía redescubrir cientos de asteroides y de satélites ya conocidos, por no hablar de los miles de fragmentos de basura espacial producida por el hombre. Todos ellos debían ser confrontados con los catálogos, pero también esta tarea podía realizarse automáticamente. Cualquier cosa que superara este proceso de filtrado tema posibilidades de ser interesante.
El aparato de búsqueda automática y sus programas no eran demasiado caros, pero, al igual que otros muchos productos de alta tecnología no esenciales, no estaban disponibles en Marte. Así pues, el doctor tuvo que esperar varios meses hasta que una de las empresas de suministros científicos de la Tierra pudo enviárselos…, para encontrarse entonces, como tantas veces sucede, con que uno de los componentes esenciales era defectuoso. El problema quedó resuelto tras un agrio intercambio de espaciofaxes. Por suerte, Millar no tuvo que esperar al siguiente correo. Cuando el suministrador le hubo revelado, a regañadientes, detalles de los circuitos, los expertos locales consiguieron hacer operativo el sistema.
El aparato funcionó perfectamente. A la noche siguiente, el doctor Millar quedó encantado de haber descubierto Deimos, quince satélites de comunicaciones, dos transbordadores en tránsito y el vuelo procedente de la Luna que se acercaba. Por supuesto, sólo había escrutado una pequeña porción del cielo (incluso allí, en tomo a Marte, el espacio empezaba a estar muy poblado). No era extraño que le hubieran ofrecido el equipo a bastante buen precio. Bajo las nubes de chatarra espacial que orbitaban la Tierra, debía de resultar prácticamente inútil.
En el transcurso del año siguiente, el doctor descubrió dos nuevos asteroides, de menos de cien metros de longitud máxima cada uno, y trató de ponerles los nombres de Miranda y Loma, como su esposa y su hija. La Unión Astronómica Interplanetaria aceptó el segundo nombre, pero señaló que Miranda era un famoso satélite de Urano. Naturalmente, el doctor Millar conocía el dato tan bien como la UAI, pero pensó que merecía la pena intentarlo en interés de la armonía doméstica. Finalmente la institución aceptó Mira; no era probable que nadie confundiera un asteroide de cien metros con una estrella gigante roja.
Durante un año más, pese a varias falsas alarmas, no encontró nada nuevo. Cuando ya pensaba en abandonar, el programa indicó una anomalía. Había observado un objeto que parecía moverse, aunque tan lentamente que no podía estar seguro; el movimiento se registraba justo en el umbral de fiabilidad del aparato. El programa sugirió efectuar otra observación tras un intervalo de tiempo más prolongado, para llegar a alguna conclusión fiable.
El doctor Millar contempló el pequeño punto de luz. Hubiera podido tratarse de una estrella débil, pero los catálogos no mostraban nada en aquella posición.
Algo decepcionado, comprobó que no había rastro del halo difuso que delataría un cometa. Otro maldito asteroide, pensó. Casi no merecía la pena hacer el seguimiento.
De todos modos, Miranda pronto le daría una nueva hija; sería bonito tener un regalo de cumpleaños para ella…
En efecto, era un asteroide situado algo más allá de la órbita de Júpiter. El doctor Millar puso el ordenador a calcular la órbita aproximada y descubrió con sorpresa que Myrna, como había decidido llamarlo, pasaría muy cerca de la Tierra. Esto hacía que el objeto resultara ligeramente más interesante.
Nunca consiguió que el nombre fuera aceptado. Antes de que la UAI pudiera aprobarlo, nuevas observaciones proporcionaron un cálculo de la órbita mucho más preciso.
Y, tras ellas, el objeto sideral sólo podía recibir un nombre: Kali, la diosa de la Destrucción.
Cuando el doctor Millar lo descubrió, Kali ya se precipitaba hacia el Sol —y hacia la Tierra— a una velocidad sin precedentes. Aunque la cuestión tenía ahora cierta importancia académica, todo el mundo quería saber por qué el programa Vigilancia Espacial, con todos sus recursos, había sido superado por un observador aficionado de Marte que había utilizado un sencillo equipo de fabricación prácticamente casero.
La explicación, como es habitual en casos parecidos, aludía a una combinación de mala suerte y de la conocida terquedad de los objetos inanimados. Kali era uno de los asteroides más oscuros que se habían descubierto nunca y resultaba sumamente tenue para su tamaño; pertenecía sin duda a la clase de los asteroides carbonados, y su superficie era —casi literalmente— una capa de hollín. A esto había que añadir que el fondo de estrellas a través del que se había desplazado durante los últimos años era uno de los sectores más poblados de la Vía Láctea. Desde los observatorios de Vigilancia Espacial, Kali había permanecido oculto entre el brillo deslumbrante de las estrellas.
En cambio, desde su plataforma marciana, el doctor Millar había tenido mucha suerte. Había apuntado deliberadamente el telescopio hacia una de las regiones menos abarrotadas del firmamento y había tropezado casualmente con Kali. Unas semanas antes, o después, no habría dado con él.
No es preciso comentar que, durante la investigación posterior, Vigilancia Espacial hizo un repaso exhaustivo de los terabytes de información recogida en sus observaciones. Cuando uno sabe que en cierto lugar existe algo, resulta mucho más sencillo encontrarlo.
Se comprobó entonces que Kali había sido registrado en tres ocasiones, pero la señal había rozado el umbral del ruido de fondo y, debido a ello, no había activado el programa de búsqueda automática.
Mucha gente prefería que hubiera sucedido así. Era una opinión extendida que el haber detectado a Kali más pronto sólo habría servido para prolongar la agonía.