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LAS ARENAS DE MARTE

Aunque siempre había tenido intención de visitar Marte algún día, Robert Singh lo había anotado en una de las últimas páginas de la agenda de su vida. Ya había cumplido los cincuenta y cinco cuando, una vez más, el azar decidió cuándo y cómo lo haría.

Los turistas de Marte eran escasos en la Luna y, debido a la eficacísima cuarentena que establecía la gravedad, prácticamente desconocidos en el planeta madre. Muchos fingían que no les importaba. Todo el mundo sabía que la Tierra era un planeta ruidoso, maloliente, contaminado y terriblemente superpoblado: ¡casi tres mil millones de personas! Por no hablar de sus peligros: huracanes, terremotos, volcanes…

A pesar de ello, cuando Robert Singh la había visto por primera vez en la sala de observación del AriTec, Charmayne Jorgen contemplaba la lejana Tierra con expresión nostálgica. La cúpula, una obra maestra de ingeniería con sus veinte metros de diámetro, era tan transparente que daba la impresión de no haber nada entre uno y el vacío espacial. Algunos visitantes nerviosos eran incapaces de soportar la experiencia más de unos minutos.

Durante sus activos tiempos de estudiante, Robert Singh apenas había pisado el recinto, pero ahora le estaba enseñando la escuela donde se había graduado a un compañero de nave y aquélla era una parada obligada. Mientras cruzaban el triple juego de puertas automáticas, comentó:

—Si la cúpula estalla, las puertas exteriores se cierran en un segundo. Después actúa el tercer juego tras una pausa de quince segundos para que todo el mundo tenga tiempo de ponerse a salvo.

—A menos que sean aspirados hacia el espacio. ¿Cuándo se ha probado el sistema por última vez?

—Veamos… Aquí está el certificado. Lleva fecha de…, ¡ajá!, de hace dos meses.

—No me refiero a eso. Cualquier circuito defectuoso puede inutilizar las puertas. ¿Se ha hecho alguna prueba real?

—¿Quieres decir si se ha intentado reventar la cúpula? ¡Qué tontería! ¿Sabes cuánto costaría eso?

El amistoso diálogo se interrumpió bruscamente cuando los visitantes se dieron cuenta de que no estaban solos.

El silencio se prolongó hasta que el acompañante de Robert Singh sugirió por fin:

—Bien, Bob, si no te has comido la lengua, podrías presentarnos por lo menos…

Aún mantenía excelentes relaciones con Freyda, pero cada vez se veían con menos frecuencia. Ella había vuelto a instalarse en Arizona y Toby había conseguido una beca para el Conservatorio de Moscú, cosa que sorprendió gratamente a sus padres, pues ninguno de ellos había tenido jamás el menor talento musical. Por consiguiente, a nadie le extrañó que, cuando Charmayne Jorgen regresó a Marte, Robert Singh siguiera sus pasos. Lo hizo en cuanto hubo ultimado los trámites, lo cual no le resultó difícil con su historial… y con los ecos que aún quedaban de su modesta fama, que no tenía escrúpulos en explotar cuando era necesario. Poco después de su cincuenta y seis aniversario, Singh pisaba tierra en Port Lowell. Ahora era un «marciano nuevo» y seguiría siéndolo siempre, pues había nacido fuera de aquel mundo.

—No me importa que me llamen así —le aseguró a Charmayne—, mientras sonrían cuando lo dicen.

—Sonreirán, querido —fue la respuesta—. Con tu musculatura terrestre, eres mucho más fuerte que la mayoría de los nacidos aquí.

Charmayne tenía razón, pero Singh no sabía durante cuánto tiempo. A menos que se tomara el ejercicio físico con más rigor (y sospechaba que no iba a ser así), no tardaría en adaptarse a las condiciones de Marte.

El hecho no carecía de ventajas. Los marcianos afirmaban que era su mundo, y no Venus, el que debería denominarse «el planeta del amor». La gravedad uno de la Tierra era ridícula, incluso peligrosa. Costillas rotas bajo un peso excesivo, calambres e interrupciones de la circulación sanguínea, eran sólo algunos de los riesgos que debían afrontar los amantes terrestres. El sexto de gravedad de la Luna era mucho mejor, pero los expertos consideraban que resultaba algo escasa para conseguir un buen contacto.

En cuanto a la tan mitificada experiencia en la gravedad cero del espacio, una vez pasada la novedad, se convertía en algo bastante aburrido. Había que perder demasiado tiempo calculando trayectorias de encuentro y solucionando problemas de acoplamiento.

La gravedad de Marte, un tercio de la terrestre, era casi ideal.

Como todos los nuevos inmigrantes, Robert Singh dedicó las primeras semanas a realizar la Gran Gira Marciana: Olympus Mons, los cañones de Valles Marineris, los acantilados de hielo del Polo Sur, la llanura de Helias Planitia… Helias era en aquellos momentos un lugar popular entre los jóvenes aventureros, que hacían apuestas para ver quién podía sobrevivir allí más tiempo sin equipo de respiración. La presión atmosférica en el planeta ya empezaba a ser la mínima necesaria para tales exhibiciones, aunque el contenido de oxígeno era aún demasiado bajo para las necesidades vitales. El récord de resistencia «al aire libre», como engañosamente se denominaba, en aquellos momentos estaba en poco más de diez minutos.

La reacción inicial de Singh ante Marte fue de ligera decepción. Había realizado tantos viajes virtuales sobre el paisaje marciano, a menudo a velocidades de vértigo y con imágenes realzadas, que en ocasiones el contacto con la realidad resultó un verdadero anticlímax. El problema de los parajes más famosos de Marte era su enorme tamaño: sólo podían apreciarse desde el espacio y no se percibían cuando uno se hallaba realmente en ellos.

Olympus Mons era el mejor ejemplo. Los marcianos se vanagloriaban de que su altura triplicaba la de la mayor montaña de la Tierra, pero el Himalaya o las Rocosas resultaban mucho más impresionantes porque sus laderas eran mucho más empinadas. Con una base de seiscientos kilómetros de diámetro, Olympus, más que una montaña, era una enorme espinilla en el rostro de Marte. El noventa por ciento de su mole no era más que una planicie ligeramente inclinada.

Y el Valle del Mariner, excepto en sus zonas más angostas, tampoco respondía a las promesas de la propaganda turística. Era tan ancho que, desde su centro, ambas paredes quedaban más allá del horizonte. Singh lo habría comparado desfavorablemente con el Gran Cañón del Colorado, de tamaño mucho menor, de no haber caído en la cuenta de que era esta falta de tacto al realizar comentarios despreciativos lo que ponía en continuas dificultades a los «marcianos nuevos».

No obstante, al cabo de unas pocas semanas empezó a apreciar las sutilezas y maravillas que explicaban la apasionada devoción a su planeta de los colonos (otro término que debía procurar no utilizar nunca). Y aunque sabía perfectamente que la superficie de Marte casi equivalía a la de los continentes emergidos de la Tierra, debido a la ausencia de océanos, Singh, no dejaba de sorprenderse continuamente al apreciar su escala. Si olvidaba el hecho de que el planeta sólo tenía la mitad de diámetro que la Tierra, era un mundo bastante grande…

Y un mundo que estaba cambiando, aunque todavía muy despacio. Líquenes y hongos mutados descomponían las rocas oxidadas e invertían el proceso de muerte por oxidación que se había adueñado del planeta hacía miles de millones de años. Quizás, el invasor de la Tierra que más éxito había tenido era una modificación del «cacto de ventana», una planta de piel dura que producía la impresión de que la naturaleza la había dotado de una escafandra espacial. Los intentos para introducirla en la Luna habían fracasado, pero en las llanuras marcianas empezaba a prosperar.

En Marte todo el mundo tenía que trabajar para ganarse la vida y, pese a haber efectuado una importante transferencia bancaria de su saneada cuenta en la Tierra, Robert Singh no era ninguna excepción. Ni quería serlo. Aún tenía por delante décadas de vida activa y deseaba utilizarlas al máximo, siempre que pudiera pasar todo el tiempo posible con su nueva familia.

Ésta era otra razón por la que había acudido a Marte, un mundo aún vacío donde se le permitiría tener dos hijos. Mirelle, la primera, nació al año de su llegada al planeta, y Martin vio la luz tres años después. Pasaron cinco más sin que el capitán Robert Singh sintiera el menor deseo de «respirar espacio» o, mejor dicho, espacio profundo. Estaba más que satisfecho con su familia y su trabajo.

Naturalmente, efectuaba frecuentes viajes a Fobos y a Deimos, casi siempre por exigencias de su puesto de alta responsabilidad (y alta remuneración) como inspector de naves para Lloyd’s, de la Tierra. En Fobos, el mayor y más interior de los satélites, no había mucho que hacer salvo inspeccionar la Escuela de Preparación Espacial, donde era muy admirado por los cadetes. A Bob Singh, por su parte, le entusiasmaba reunirse con todos ellos. Le hacía sentirse treinta años más joven —bueno, veinte— y también le permitía estar al corriente de los últimos progresos en tecnología espacial.

En cierto momento, Fobos había sido considerado una fuente valiosísima de materias primas para proyectos de construcción espacial, pero los conservacionistas marcianos —movidos tal vez por un sentimiento de culpabilidad ante la progresiva terraformación de su propio planeta— habían conseguido impedirlo. Aunque el minúsculo satélite, negro como el carbón, era tan imperceptible en el cielo nocturno que poca gente reparaba alguna vez en él, el lema «¡No a la explotación minera de Fobos!» había resultado muy eficaz.

Afortunadamente, el otro satélite natural de Marte, Deimos, de menores dimensiones y más alejado del planeta, resultaba en ciertos aspectos una alternativa todavía mejor. Aunque apenas medía una docena de kilómetros de diámetro máximo, podía suministrar durante siglos a los astilleros locales la mayor parte de los metales necesarios, y a nadie le importaba si aquella minúscula luna desaparecía lentamente a lo largo del siguiente milenio. Además, su campo gravitatorio era tan débil que bastaba un buen empujón para enviar los productos a su lugar de destino.

Como todos los puertos activos desde los tiempos más remotos, Port Deimos era un lugar bullicioso y caótico. La primera vez que sus ojos se posaron en la Goliat, la nave se encontraba en el Dique Tres, donde estaba siendo sometida a la inspección y reparación quinquenal. A primera vista no había nada extraño en ella; no era más fea o desgarbada que la mayoría de los vehículos para el espacio profundo. Con una masa en vacío de diez mil toneladas y una longitud total de ciento cincuenta metros, su tamaño no era excepcional, y su característica más importante no quedaba a la vista. Los motores cohete de fusión caliente de la Goliat, que normalmente utilizaban hidrógeno como fluido operante —aunque también eran capaces de funcionar con agua en caso necesario—, proporcionaban una potencia muy superior a la que precisaba una nave de su tamaño. Salvo en pruebas que sólo duraban unos segundos, aquellos motores nunca habían sido puestos a pleno funcionamiento.

La siguiente vez que Robert Singh vio la nave, ésta se encontraba de nuevo en Deimos tras otros cinco años de servicio sin novedades. Y su capitán estaba próximo al retiro…

—Piensa en ello, Bob —le comentó el hombre—. Es el trabajo más cómodo del sistema solar. Ni siquiera hay que preocuparse de la navegación. Basta con quedarse sentado y admirar el paisaje. El único problema es cuidar y alimentar a una veintena de científicos chiflados.

La propuesta resultaba tentadora. Aunque había desempeñado muchos cargos de responsabilidad, Robert Singh no había estado nunca al mando de una nave y ya era hora de hacerlo, antes de la jubilación. Apenas acababa de cumplir los sesenta, era cierto, pero resultaba asombroso lo rápido que parecían pasar las décadas, según las dejaba atrás.

—Lo hablaré con la familia —respondió—. Siempre que pueda volver a Marte un par de veces al año.

Sí, era una propuesta atractiva. La estudiaría con interés.

Robert Singh no dedicó más que unos instantes a recordar el objetivo original que había impulsado la construcción de la Goliat. A decir verdad, casi había olvidado por qué la nave iba equipada con unos motores tan absurdamente potentes.

Nunca tendría que utilizar más que una pequeñísima parte de tal potencia, por supuesto, pero era una satisfacción saber que contaba con aquella reserva.