Toby Carroll Singh nació en Arizona, como habían planificado sus padres. Robert continuó trabajando a bordo de la lanzadera Tierra-Luna, ascendió al cargo de mecánico jefe e incluso rechazó una oportunidad de viajar a Marte porque no deseaba estar alejado de su hijo pequeño durante tantos meses.
Freyda permaneció en la Tierra; de hecho, rara vez salió de la Comunidad Americana. Aunque había renunciado a los viajes de campo, pudo continuar sus investigaciones sin problemas y de forma considerablemente más cómoda a través de los bancos de datos y de las comunicaciones por satélite. Para entonces, hacía ya tiempo que se decía que la geología había dejado de ser una profesión para hombres de acción desde que los algoritmos de procesamiento de imágenes habían reemplazado a las piquetas.
Toby tenía tres años cuando sus padres decidieron que no bastaba con los amistosos robots como compañeros de juegos. El complemento obvio era un perro, y casi se habían decidido por un terrier escocés mutado (con un CI canino de 120 garantizado) cuando salió al mercado la primera camada de minitigres.
El tigre de Bengala era el más hermoso de todos los grandes felinos… y quizá de todos los mamíferos. Sin embargo, a principios del siglo XXI se había extinguido en su hábitat natural, poco antes de que el propio hábitat desapareciera también. A pesar de ello, varios cientos de aquellas espléndidas criaturas llevaban todavía una plácida existencia en zoológicos y reservas. Además, se disponía de la secuencia completa del ADN de cada uno de ellos, de modo que, si alguno moría, sería una tarea bastante sencilla recrearlo.
Tigresa era un subproducto de tales manipulaciones genéticas. Era un ejemplo perfecto de su especie hasta en el menor detalle, pero apenas alcanzaría treinta kilos de peso cuando fuera adulta. Su carácter —también sometido a un minucioso proceso de ingeniería genética— era el de un gato afectuoso y juguetón. Singh no se cansaba nunca de observarla cuando acechaba a los pequeños robots de la limpieza, a los que evidentemente consideraba animales que debían ser investigados con mucha cautela, pues su aroma no aparecía en su memoria de especie. Los robots, por su parte, no sabían qué hacer con ella. A veces, cuando Tigresa dormía, la confundían con una alfombra e intentaban pasarle el aspirador, con resultados divertidos.
Tales ocasiones no se presentaban a menudo, pues la minitigresa solía dormir en la cama de Toby. Freyda había puesto reparos a ello por razones higiénicas, hasta que observó que el animal dedicaba mucho más tiempo a acicalarse del que su hijo pasaba en contacto con el agua y el jabón. Si se producía algún contagio, no sería en la dirección que ella temía.
Tigresa era un poco más pequeña que un gato doméstico adulto cuando entró a formar parte de la familia, y rápidamente se hizo dueña de la casa. Robert no tardó en quejarse, medio en serio medio en broma, de que Toby ya no se enteraba de cuándo su padre estaba ausente, viajando por el espacio.
Quizá fue la llegada de Tigresa lo que provocó otro cambio. Freyda siempre había sentido atracción por el continente de sus antepasados y veneraba un viejo ejemplar de Raíces, de Alex Haley, que su familia había conservado de generación en generación. «Además, en África nunca ha habido tigres —comentaba—. Ya va siendo hora de que los haya».
En conjunto se sentían felices en su nuevo emplazamiento, pese a los esporádicos recordatorios del terrible pasado del lugar. En una ocasión Toby había descubierto, mientras escarbaba en la arena, el esqueleto de un niño agarrado todavía a un muñeco. Tras el hallazgo, el chiquillo se despertaba muchas noches chillando y ni siquiera la presencia de Tigresa conseguía tranquilizarlo.
Cuando Toby cumplió diez años —aniversario que festejó con la presencia de varias decenas de tíos y tías, tres de ellos carnales y los demás honorarios—, Robert y Freyda se dieron cuenta de que la primera fase de su relación había terminado. Hacía mucho tiempo que la novedad, por no hablar de la pasión, había desaparecido. Se estaban convirtiendo en simples buenos amigos que se toleraban sin más. Los dos tenían amantes, sin sentir demasiados celos. En varías ocasiones habían experimentado con tríos, y una vez incluso con un cuarteto, pero a pesar de que todas las partes ponían su mejor voluntad, los resultados siempre habían sido más cómicos que eróticos.
La ruptura final no tuvo nada que ver con las relaciones humanas. ¿Por qué entregamos nuestro corazón —se preguntaba a menudo Robert Singh— a unos seres cuyo tiempo de vida es tan breve en comparación con el nuestro?
Hacía ya mucho que la jungla debía de haber engullido la placa de metal con la inscripción:
TIGRESA
AQUÍ YACE PARA SIEMPRE LA BELLEZA,
LA LEALTAD Y LA FUERZA
Aunque en aquellos momentos parecía que la escena se hubiera producido en otra vida, Robert Singh no olvidaría nunca cómo había terminado bruscamente la infancia de Toby mientras el pequeño sostenía en sus brazos a Tigresa y veía apagarse poco a poco la luz de sus deliciosos ojos.
Era hora de marcharse.