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UNA MÁQUINA EN LA QUE VIVIR

Una vez graduado en el AriTec con notas sospechosamente altas, el especialista astronáutico Robert Singh no tuvo ninguna dificultad en encontrar trabajo como maquinista ayudante (propulsión) en una de las lanzaderas que cubrían el trayecto regular entre la Tierra y la Luna (conocidas popularmente, por alguna razón que ya había caído en el olvido, como «las lecheras»). El trabajo le vino como anillo al dedo, pues Freyda —para su propia sorpresa— había descubierto finalmente que después de todo la Luna era un lugar interesante y había decidido pasar unos años allí, especializándose en el equivalente lunar a la fiebre del oro que en otro tiempo se había producido en la Tierra. Pero lo que los prospectores buscaban en la Luna desde hacía muchos años era algo infinitamente más valioso que aquel metal, tan abundante en los últimos tiempos.

Lo que buscaban era agua; más exactamente, agua en forma de hielo. Aunque los miles de millones de años de bombardeo cósmico y de esporádica actividad volcánica que habían machacado los centenares de metros más externos de la corteza de la Luna habían eliminado todo rastro de agua —en estado líquido, sólido o gaseoso—, aún existía la esperanza de que en las zonas polares, donde la temperatura siempre estaba muy por debajo del punto de congelación, pudiera haber —a considerable profundidad— capas de hielo fósil conservadas desde los tiempos en que la Luna se condensó a partir de la escoria primordial del sistema solar.

La mayoría de los selenólogos consideraba que tal esperanza era una mera fantasía, pero se habían hallado halagüeños indicios que mantenían vivo el sueño. Freyda tuvo la suerte de formar parte del equipo que descubrió la primera de las minas de hielo en el Polo Sur. El hallazgo no sólo transformaría a largo plazo la economía de la Luna, sino que tuvo una repercusión inmediata y muy beneficiosa en la economía de la pareja Singh-Carroll. Entre ambos tenían por fin el crédito necesario para alquilar una casa Fuller y vivir en el lugar de la Tierra que más les apeteciera.

De la Tierra. Tanto Robert como Freyda proyectaban pasar la mayor parte de sus vidas fuera del planeta, pero también estaban impacientes por tener un hijo y sabían que, si nacía en la Luna, nunca llegaría a tener la fuerza necesaria para visitar el mundo de sus padres. En cambio, un embarazo en gravedad uno le ofrecería la posibilidad de recorrer libremente el sistema solar.

La pareja también estuvo de acuerdo en que el primer emplazamiento de la casa fuera el desierto de Arizona. Aunque el lugar empezaba a estar bastante poblado, Freyda todavía dispondría allí de abundantes parajes geológicos vírgenes para investigar. Además, aquel desierto era el lugar terrestre más parecido a Marte, planeta que los dos estaban decididos a visitar algún día… «antes de que lo estropeen del todo», solía apostillar Freyda medio en broma.

El problema más arduo fue decidir qué modelo de casa Fuller, de la amplia gama disponible, se ajustaba más a sus necesidades. Las casas, bautizadas en honor del gran ingeniero y arquitecto del siglo XX, Buckminster Fuller, y dotadas de tecnologías con las que éste había soñado pero que no había llegado a ver, eran prácticamente autosuficientes y podían mantener a sus ocupantes casi indefinidamente.

Utilizaban una energía que les proporcionaba una unidad de fusión sellada de cien kilovatios, la cual precisaba ser rellenada de agua enriquecida cada pocos años. Un nivel de consumo de energía tan modesto resultaba muy adecuado para cualquier casa bien diseñada, y con la corriente continua de 96 voltios sólo se podía electrocutar el suicida más resuelto.

A los clientes interesados en los aspectos técnicos que querían saber por qué 96 voltios precisamente, el Consorcio Fuller les explicaba que los ingenieros eran animales de costumbres: hacía un par de siglos, los sistemas más extendidos utilizaban 12 y 24 voltios, y la aritmética habría sido mucho más sencilla si los humanos hubiesen tenido doce dedos en lugar de diez.

Había costado casi un siglo conseguir la aceptación general de uno de los aspectos más controvertidos de las casas Fuller: el sistema de reciclado de alimentos. Sin duda aún debió de llevar más tiempo, al principio de la era de la agricultura, que los cazadores-recolectores vencieran su aversión a extender excrementos de animales sobre lo que había de ser su futura comida. Durante miles de años, los pragmáticos chinos habían ido incluso más allá al utilizar sus propias defecaciones como fertilizante en los arrozales.

Sin embargo, los prejuicios y tabúes respecto a la comida figuran entre los impulsos más fuertes que rigen el comportamiento humano, y a menudo no basta con la lógica para vencerlos. Una cosa era reciclar excrementos en los campos, con la ayuda de un sol intenso y nítido, y otra muy distinta hacerlo en la propia casa mediante misteriosos aparatos eléctricos. Durante mucho tiempo, el Consorcio Fuller había argumentado en vano: «Ni siquiera Dios puede advertir la diferencia entre un átomo de carbono y otro». La mayoría de las personas estaba convencida de que sí podía.

En último término, como suele suceder, se impuso la economía. No tener que preocuparse de la cesta de la compra, ahorrarse el dinero dedicado a ésta y disponer de una carta de platos prácticamente ilimitada en la memoria del ordenador doméstico —el Cerebro— eran tentaciones que muy pocos podían resistir. Los reparos que quedaban fueron superados mediante un ardid sumamente simple, pero de gran efectividad: el cliente podía adquirir, como extra opcional, un pequeño jardín. Aunque el sistema de reciclado funcionaba exactamente igual sin él, la visión de unas bellas flores expuestas al sol contribuía a calmar muchos estómagos remilgados.

La casa Fuller que Freyda y Robert alquilaron finalmente (el Consorcio no las vendía nunca) sólo había tenido dos propietarios con anterioridad, y la garantía de funcionamiento de sus piezas principales abarcaba un periodo de quince años. Para entonces necesitarían otro modelo más espacioso que permitiera acomodar a un adolescente lleno de vitalidad.

Por alguna razón nunca se les pasó por la cabeza pedirle al Cerebro que transmitiera los mensajes de salutación que hubieran dejado, como era costumbre, los anteriores inquilinos. Tanto Robert como Freyda tenían sus pensamientos y sus sueños demasiado concentrados en un futuro que, como a todas las parejas jóvenes, les resultaba inconcebible que pudiera terminar algún día.