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BAHÍA DE LOS ARCO IRIS

El esbelto arco de la bahía de los Arco Iris es una de las formaciones lunares más encantadoras. Tiene trescientos kilómetros de longitud y es la mitad superviviente de una típica llanura de cráter, cuyo circo septentrional fue erosionado por una corriente de lava que descendió desde el mar de las Lluvias hace tres mil millones de años. El semicírculo restante, que la lava no pudo llevarse por delante, está rematado en su extremo occidental por el promontorio de Heráclides, un grupo de colinas de un kilómetro de altura que en determinados momentos crea una breve y hermosa ilusión. El décimo día del ciclo lunar, cuando ya falta poco para que haga luna llena, el promontorio de Heráclides saluda el amanecer y durante unas horas, incluso con el más pequeño telescopio instalado en la Tierra, aparece el perfil de una mujer joven con los cabellos ondeando hacia el oeste. Después, cuando el Sol se eleva un poco más, el dibujo que forman las sombras varía y la Doncella de la Luna desaparece.

Pero esta vez, mientras los participantes en la primera maratón lunar se congregaban al pie del promontorio, el sol no lucía. De hecho, era casi medianoche en el lugar. La Tierra llena pendía en el cielo meridional, a media altura, bañando el suelo con un brillo azul eléctrico cincuenta veces más intenso que el que la Luna llena puede producir en el planeta en las mejores condiciones; un brillo que también borraba las estrellas del firmamento. Sólo Júpiter era pálidamente visible en el horizonte oeste, muy bajo, si uno lo buscaba con atención.

Robert Singh no había estado nunca bajo los focos, pero saber que lo estaban contemplando desde tres mundos y una decena de satélites no le hacía sentirse especialmente nervioso. Como le había asegurado a Freyda veinticuatro horas antes, tenía absoluta confianza en su equipo.

—Acabas de demostrarlo, desde luego —había asentido ella con relajada lasitud.

—Gracias. De todos modos, he prometido al decano que es la última vez hasta después de la carrera.

—¡No puedes haber hecho eso!

—Tienes razón. En realidad no lo he hecho. Digamos que ha sido…, en fin, un acuerdo tácito entre caballeros.

Freyda se puso de pronto muy seria.

—Espero que ganes, por supuesto, pero me preocupa más que algo pueda salir mal. Seguro que no has tenido tiempo suficiente para probar el traje como es debido.

Tenía toda la razón, pero Singh no iba a alarmarla reconociéndolo. Además, incluso si había un fallo en los sistemas (algo que siempre podía suceder, por muchas pruebas previas que se realizaran) no correría auténtico peligro. Una flotilla de vehículos lunares acompañaría a los competidores: coches de observación con los equipos de los medios de comunicación, lunajeeps con animadoras y preparadores, y, lo más importante de todo, una unidad médica con cámara de recompresión que no estaría nunca a más de cien metros de distancia de los corredores.

Mientras se dejaba enfundar el traje en el vehículo del AriTec, Singh se preguntó cuál de los competidores sería el primero en tener que ser rescatado. A casi todos los había conocido apenas horas antes y había intercambiado con ellos los habituales e insinceros deseos de buena suerte. En la lista original había once nombres, pero cuatro se habían retirado. Quedaban AriTec, Gagarin, Clavius, Tsiolkovski, Goddard, CalTec y MIT. El corredor de este último, un desconocido llamado Robert Steel, no había llegado todavía y quedaría descalificado si no se presentaba antes de diez minutos. Podía tratarse de una maniobra, destinada a confundir a los participantes o a impedir una inspección demasiado detenida de su traje espacial, aunque de poco podía servir esto último, a tales alturas.

—¿Qué tal la respiración? —preguntó el entrenador a Singh, una vez sellado el casco.

—Completamente normal.

—Bien, en este momento no estás en plena actividad. El regulador puede aumentar el flujo de oxígeno hasta diez veces el actual, si lo necesitas. Ahora vamos a la esclusa de aire para comprobar la movilidad.

—El equipo del MIT acaba de llegar —anunció el juez del CIO por el canal público—. La maratón dará comienzo dentro de quince minutos.

—Por favor, confirmen que todos sus sistemas funcionan —susurró la voz del juez de salida en el oído de Robert Singh—. ¿Número uno?

—Todo en orden.

—¿Número dos?

—Sí.

—¿Número tres?

—Sin problemas.

En cambio, no hubo respuesta por parte del número cuatro. La representante de CalTec se alejaba torpemente de la línea de salida.

Así pues, sólo quedaban seis, pensó Singh; por unos instantes sintió lástima. ¡Qué mala suerte haber llegado hasta allí desde la Tierra, para tener un fallo en el equipo en el último momento! Pero allá abajo habría sido imposible llevar a cabo las pruebas necesarias: ningún simulador era lo bastante grande. En cambio, en el satélite, sólo era preciso cruzar la esclusa de aire para encontrar el vacío adecuado.

—Ahora se inicia la cuenta atrás. Diez, nueve, ocho…

Esta competición no era de las que se ganan o se pierden en la línea de salida. Singh esperó hasta bastante después de oír. «¡Cero!», y calculó minuciosamente su ángulo de lanzamiento antes de despegar.

En aquel asunto habían entrado en juego infinidad de cálculos matemáticos; el ordenador de AriTec había dedicado casi un milisegundo entero al problema. El sexto de gravedad lunar era el factor más importante, pero en absoluto el único. La rigidez del traje, la tasa óptima de flujo de oxígeno, el efecto del calor, la fatiga, todo ello se había tenido en cuenta. Y previamente había sido preciso resolver un debate permanente que se remontaba a los tiempos de los primeros hombres instalados en la Luna: qué era mejor, ¿avanzar dando saltos cortos o largas zancadas?

Las dos técnicas eran muy efectivas, pero no había precedentes para lo que Singh intentaba en esta ocasión. Hasta entonces, todos los trajes espaciales eran unos artilugios voluminosos y difíciles de manejar que limitaban la movilidad y añadían tanta masa al portador que éste necesitaba hacer un esfuerzo para ponerse en movimiento, y en ocasiones otro parecido para detenerse. En cambio, el traje que ahora utilizaba era muy distinto.

Robert Singh había intentado explicar estas diferencias (sin revelar ningún secreto industrial) en alguna de las inevitables ruedas de prensa previas a la competición.

—¿Qué cómo hemos podido hacerlo tan ligero? —fue su respuesta a la primera pregunta—. Bien, les diré que no está confeccionado para ser utilizado en horas diurnas.

—¿Y qué importancia tiene eso?

—Que hace innecesaria la unidad de refrigeración. El sol puede irradiar más de un kilovatio sobre uno. Por eso celebramos la carrera de noche.

—¡Ah! Precisamente me estaba preguntando por qué a estas horas. Pero entonces, ¿no hará demasiado frío? Al fin y al cabo, durante la noche lunar la temperatura desciende a un par de cientos de grados bajo cero, ¿no?

Singh logró reprimir una sonrisa ante una pregunta tan ingenua.

—El cuerpo genera todo el calor que uno necesita, incluso en la Luna. Y en una carrera como esta maratón, genera mucho más del necesario.

—Pero ¿se puede correr de verdad envuelto como una momia?

—¡Esperen y verán!

En la seguridad del estudio, Singh había respondido con bastante confianza. En cambio, en aquellos momentos previos a la salida, allí plantado sobre la desierta planicie lunar, la frase «como una momia» volvió a acosarlo. No era la más optimista de las comparaciones.

Se consoló pensando que en realidad tampoco era muy precisa. No estaba envuelto en vendas, sino enfundado en dos trajes ajustados al cuerpo, uno activo y otro pasivo. El traje interior, confeccionado en algodón, le cubría desde el cuello hasta los tobillos y estaba dotado de una tupida red de conductos estrechos y porosos que eliminaba el sudor y el exceso de calor. Encima de éste, Singh llevaba el traje exterior de protección, resistente pero sumamente flexible, confeccionado con un material parecido al caucho y unido mediante un anillo de bayoneta a un casco que proporcionaba un campo de visión de 180 grados. Cuando Singh había preguntado por qué no proporcionaba un campo de visión completo, sólo había obtenido esta firme respuesta: «Cuando uno corre, nunca mira hacia atrás».

Así pues, había llegado el momento de la verdad. Con ambas piernas a la vez, se impulsó hacia arriba en un ángulo poco elevado, efectuando deliberadamente el menor esfuerzo posible. A pesar de ello, en un par de segundos alcanzó el punto culminante de su trayectoria y continuó en paralelo a la superficie lunar, unos cuatro metros por encima de ella. Esto habría significado un nuevo récord en la Tierra, donde la plusmarca de salto de altura llevaba medio siglo atascada en algo menos de tres metros.

Por un instante pareció que el tiempo se ralentizaba, y Singh tomó conciencia de la gran planicie que, iluminada por el reflejo del planeta, se extendía hasta la curva ininterrumpida del horizonte. La luz de la Tierra, que bañaba su hombro derecho e incidía en el terreno en un ángulo muy obtuso, producía un extraordinario efecto visual: parecía que el Sinus Iridum estaba cubierto de nieve. Todos los demás competidores estaban por delante de él, unos alzándose y otros cayendo en sus trayectorias parabólicas a baja altura. Y uno de ellos iba a caer de cabeza. Singh se dijo que al menos él no había cometido un error de cálculo tan vergonzoso.

Tocó el suelo con los pies por delante, levantando una pequeña nube de polvo, dejó que el impulso desplazara su cuerpo hacia adelante y esperó hasta que éste estuvo en el ángulo adecuado antes de impulsarse nuevamente hacia arriba.

No tardó en descubrir que el secreto de correr sobre la Luna consistía en no elevarse demasiado, para evitar caer a demasiada velocidad y perder fuerza de impulso con el impacto. Tras algunos minutos de pruebas descubrió la relación adecuada y avanzó con ritmo sostenido. ¿A qué velocidad lo hacía? En aquel terreno sin rasgos característicos no había modo de calcularlo, pero ya estaba a más de medio camino de la marca del primer kilómetro.

Lo más importante era que había adelantado a todos los demás: no tenía a nadie a menos de cien metros de distancia. Pese al consejo de «no mirar nunca hacia atrás», podía permitirse el lujo de echar un vistazo para observar cómo iba la competición. No le sorprendió en absoluto descubrir que ya sólo quedaban tres rivales en carrera.

—Esto se está quedando muy vacío —comentó—. ¿Qué ha sucedido?

Teóricamente se estaba comunicando por un canal privado, pero Singh dudaba de que fuera así. Probablemente, los demás equipos y los medios de comunicación estarían a la escucha.

—Goddard tenía una ligera pérdida de estanqueidad. ¿Cómo estás tú?

—Situación 7.

Era muy probable que si había alguien a la escucha adivinara qué significaba aquello. No importaba. El siete era considerado el número de la suerte, y Singh esperaba poder seguir utilizándolo hasta el final de la carrera.

—Acabas de cubrir el primer kilómetro —dijo la voz por el auricular—. Tiempo empleado: cuatro minutos y diez segundos. El número dos está cincuenta metros detrás de ti y mantiene la distancia.

Singh pensó que debía mejorar aquel tiempo.

Incluso en la Tierra, cualquiera era capaz de correr un kilómetro en cuatro minutos. De todos modos, apenas había empezado a coger el ritmo de carrera.

Al pasar por el segundo kilómetro ya había establecido una marcha cómoda y sostenida y cubrió la distancia en un poco menos de cuatro minutos. Si conseguía mantener el ritmo (aunque naturalmente tal cosa era imposible) alcanzaría la línea de meta aproximadamente en tres horas. En realidad nadie sabía cuánto se tardaría en correr en la Luna los cuarenta y dos kilómetros de una maratón tradicional. Los cálculos iban desde unas muy optimistas dos horas hasta diez. Singh esperaba poder hacerlo en cinco.

El traje funcionaba como estaba previsto, pues apenas limitaba sus movimientos, y el regulador de oxígeno se adecuaba a la demanda de sus pulmones. Empezaba a sentirse a gusto. Aquello no era una simple carrera; era una novedad en la experiencia humana, un acontecimiento que abría horizontes completamente nuevos en el campo deportivo y quizás en muchos otros.

Cincuenta minutos después, al paso por el kilómetro diez, recibió un mensaje de felicitación.

—Vas muy bien. Y se ha producido otra baja. La representante de Tsiolkovski.

—¿Qué le ha sucedido?

—Nada importante. Te lo contaré más tarde. Pero ella está bien.

Singh aventuró una suposición. Una vez, en sus primeros tiempos de entrenamiento, había estado a punto de vomitar mientras llevaba el traje espacial. No era un asunto baladí, y podía terminar en una muerte muy desagradable. Recordó la horrible sensación de sudor frío que había precedido al ataque y cómo había conseguido rechazarlo con un aumento del flujo de oxígeno y de la temperatura del traje. Nunca había llegado a descubrir la causa de los síntomas: podían haber sido los nervios o algo que había tomado en su última comida, un plato insulso, alto en calorías pero bajo en residuos, ya que pocos trajes espaciales estaban dotados de servicios higiénicos completos.

En un intento deliberado por apartar de su mente aquellas reflexiones inútiles, Singh se puso en contacto con su preparador.

—Si esto sigue así, puede que termine la carrera paseando. Ya hay tres bajas y apenas hemos empezado.

—No te confíes demasiado, Bob. Recuerda lo de la tortuga y la liebre.

—No sé qué les sucedió, pero comprendo a qué te refieres.

Y aún lo comprendió un poco mejor cuando alcanzó la marca de los quince kilómetros. Desde hacía un rato, había notado una creciente rigidez en la pierna izquierda. Cada vez le resultaba más difícil doblarla cuando aterrizaba, y el despegue posterior tendía a desviarse de la trayectoria prevista. También empezaba a sentirse cansado, desde luego, pero la fatiga era algo con lo que ya contaba. Al parecer, el traje seguía funcionando perfectamente, de modo que no había ningún problema grave. Quizá fuera buena idea detenerse a descansar un rato; el reglamento de la competición no decía nada al respecto.

Así pues, hizo un alto y estudió el paisaje, que apenas había cambiado; tan sólo los picos de Heráclides quedaban ligeramente más bajos hacia el este. La comitiva de lunajeeps, vehículos de observación y ambulancias, seguía a prudente distancia a los corredores, que habían quedado reducidos a tres.

A Singh no le sorprendió comprobar que Industrias Clavius, el otro representante lunar superviviente, aún seguía en carrera. Lo que resultaba completamente inesperado era la actuación de la «lombriz» del MIT. Aunque en modo alguno había podido entrenar en condiciones parecidas a las de la carrera, Robert Steel —qué extraña coincidencia que tuvieran las mismas iniciales y hasta el mismo nombre de pila— iba incluso por delante del corredor de Clavius. ¿Acaso los ingenieros del MIT conocían algún secreto que los selenitas ignoraban?

—¿Te encuentras bien, Bob? —preguntó su preparador, inquieto.

—Sigo en 7. Estoy tomando un respiro, simplemente. Pero me sorprende ese del MIT. Viene muy bien.

—Para tratarse de un terrestre, . Pero recuerda lo que te he dicho de no mirar atrás. Nosotros estaremos pendientes de él.

Singh, interesado pero no inquieto, se concentró brevemente en unos ejercicios que le habría resultado completamente imposible realizar con un traje convencional. Incluso se tumbó boca arriba en el suave regolito y movió las piernas en un enérgico pedaleo durante unos minutos, como si montara una bicicleta invisible. También era la primera vez que eso se hacía en la Luna. Singh esperaba que los espectadores supieran valorarlo.

Cuando por fin se incorporó, no pudo evitar una breve mirada hacia atrás. El corredor de Clavius estaba todavía a unos trescientos metros y avanzaba tambaleándose con unos movimientos que indicaban, casi con toda seguridad, una acusada fatiga. Los diseñadores de aquel traje no eran tan expertos como los del suyo, se dijo Singh; su rival no tardaría en dejar de acompañarle.

En cambio no cabía decir lo mismo del tal Robert, del MIT, que parecía estar cada vez más cerca.

Singh decidió cambiar la acción locomotora y poner en marcha otra serie de músculos para reducir el riesgo de calambres, otro peligro sobre el que le había prevenido su entrenador. El salto de canguro era eficaz y rápido, pero resultaba más cómodo y menos fatigoso avanzar a grandes zancadas, simplemente porque era un gesto más natural.

De todos modos, al llegar al kilómetro veinte adoptó de nuevo el salto de canguro para repartir el esfuerzo entre todos los músculos. También empezaba a estar sediento y chupó unos centilitros de zumo de frutas del pezón convenientemente colocado en el casco.

Faltaban veintidós kilómetros para la meta y sólo quedaba un competidor, aparte de él. Clavius había acabado por abandonar. En aquella primera maratón lunar no habría bronce. Y era una confrontación directa entre la Luna y la Tierra.

—Felicidades, Bob —dijo risueño el entrenador, unos kilómetros más adelante—. Acabas de completar exactamente dos mil pasos de gigante para la humanidad. Neil Armstrong habría estado orgulloso de ti.

—No me trago que los hayas contado uno a uno, pero me alegra oírlo. Tengo un pequeño problema.

—¿De qué se trata?

—Os lo tomaréis a broma, pero se me están enfriando los pies.

Se produjo un silencio tan largo que Singh repitió el comentario.

—No sucede nada, Bob. Estamos haciendo comprobaciones, pero tengo la seguridad de que no es nada que deba preocuparte.

—Eso espero.

En efecto, parecía una cuestión sin importancia, pero en el espacio no existen problemas triviales. Desde hacía diez o quince minutos notaba una ligera incomodidad: tenía la sensación de que andaba por un terreno nevado, calzado con unas botas que no lo aislaban bien del frío. Y la sensación empeoraba minuto a minuto.

En la bahía de los Arco Iris no había nieve, desde luego, aunque el claro de Tierra produjese a menudo tal impresión. No obstante, cuando era medianoche en aquel punto, el regolito quedaba a una temperatura muy inferior a la de la nieve en el verano antártico; cien grados inferior, por lo menos.

Pero esto no debería haber importado. El regolito era muy mal conductor del calor y el aislamiento de su calzado debería haberle proporcionado una amplia protección. Evidentemente, no lo hacía.

Un carraspeo de disculpa resonó dentro de su casco.

—Lamento lo que sucede, Bob. Supongo que las botas deberían tener una suela más gruesa.

—Y me lo dices ahora… Bueno, no te preocupes, ya me las arreglaré.

Veinte minutos después no estaba tan seguro de ello. La incomodidad estaba pasando a la categoría de dolor. Empezaban a congelársele los pies. Singh no había estado nunca en un ambiente de frío extremo; la experiencia le resultaba completamente nueva y no estaba seguro de cómo debía tomársela o de saber reconocer cuándo los síntomas podían resultar peligrosos. Los antiguos exploradores polares se arriesgaban a perder dedos, incluso extremidades enteras, ¿verdad? Además del dolor que le produciría el congelamiento, Singh no quería perder el tiempo en una sala de regeneración. Recuperar los tejidos de un pie llevaría toda una semana…

—¿Qué sucede? —preguntó la voz inquieta del entrenador—. Parece que tienes problemas.

Tema algo más que problemas. El dolor era atroz. Tema que poner toda su fuerza de voluntad para no lanzar un alarido cada vez que pisaba el suelo y sus botas abrían un surco en aquel polvo letal que le estaba absorbiendo la vida.

—Tengo que descansar unos minutos y pensarme bien esto.

Mientras se dejaba caer con cuidado sobre el suelo, que se hundió levemente bajo su peso, Singh se preguntó si aquel frío penetraría de inmediato a través de la mitad superior del traje espacial. Pero no apreció el menor indicio de ello y se tranquilizó. Probablemente estaba a salvo por unos minutos y tendría tiempo más que suficiente de dar la alarma si la Luna intentaba congelarle el torso.

Tumbado de espaldas, levantó ambas piernas y flexionó los dedos de los pies. Por lo menos seguía notándolos, y acababa de comprobar que le obedecían.

Y ahora, ¿qué?, pensó. Los periodistas del vehículo de observación debían de pensar que estaba loco o que llevaba a cabo algún misterioso ritual religioso, presentando las plantas de los pies a las estrellas. Se preguntó qué les estaría contando a sus remotas audiencias.

Empezaba a sentirse un poco mejor. Cuando sus pies dejaron de estar en contacto con el suelo, su circulación sanguínea empezó a ganar la batalla contra la pérdida de calor. No obstante…, ¿eran imaginaciones suyas o empezaba a notar un poco de frío en la rabadilla?

De pronto le asaltó otro pensamiento perturbador. Lo que le calentaba los pies era el cielo nocturno, el propio Universo. Y como sabía cualquier colegial, la temperatura de éste era tres grados superior al cero absoluto. En comparación, el regolito lunar estaba más caliente que el agua hirviendo.

Así pues, ¿estaba haciendo lo más acertado? Desde luego, se dijo, no parecía que sus pies estuvieran perdiendo la batalla contra el sumidero de calor cósmico.

Casi postrado en el suelo en mitad de la bahía de los Arco Iris, con las piernas levantadas en un ángulo ridículo hacia las estrellas apenas visibles y la Tierra brillante, Robert Singh meditó sobre aquel problemilla de física. Quizás había demasiados factores en juego para poder dar una respuesta sencilla, pero, como primera aproximación, serviría ésta:

Era una cuestión de conductividad frente a radiación. El material de sus botas espaciales era mejor en la primera que en la segunda. Cuando estaban en contacto físico con el regolito lunar, dispersaban el calor corporal más deprisa de lo que él lo generaba. En cambio, la situación se invertía cuando irradiaban hacia el espacio vacío. Por fortuna para él.

—Bob, el tipo del MIT te está alcanzando. Será mejor que te pongas en marcha.

Singh no pudo por menos de admirar a su tenaz perseguidor. El tipo se merecía la plata, pero iba listo si creía que le dejaría ganar el oro. Vamos allá, se dijo. Sólo eran diez kilómetros más; un par de miles de saltos, como mucho. Los primeros tres o cuatro no fueron muy malos, pero luego empezó a atenazarle el frío de nuevo. Singh se dio cuenta de que si volvía a detenerse no sería capaz de continuar. La única alternativa que le quedaba era apretar los dientes e imaginar que el dolor era una mera ilusión que podía borrar haciendo un esfuerzo. ¿Dónde había visto un ejemplo perfecto de ello? Cuando consiguió localizarlo en la memoria, ya había cubierto otro agonizante kilómetro.

Años atrás había visto un vídeo de un siglo de antigüedad sobre una ceremonia religiosa en la Tierra, en la que los participantes caminaban sobre fuego. Un hueco largo y de poca profundidad excavado en el suelo había sido rellenado con brasas al rojo y los devotos caminaban sobre ellas de un extremo a otro descalzos, muy despacio y con toda calma, con la misma despreocupación que si estuvieran paseando por la arena. Aunque la exhibición no fuera una prueba objetiva del poder de ninguna deidad, era una demostración asombrosa de valor y de confianza en uno mismo por parte de los fieles. Seguro que él podía hacerlo también; en aquellos momentos le resultaba muy fácil imaginar que caminaba sobre fuego…

¡Caminar sobre fuego en la Luna! No pudo evitar una sonrisa al pensarlo y, por un instante, el dolor casi desapareció. Así pues, se dijo, lo de «la mente sobre la materia» funcionaba; por lo menos durante unos segundos.

—Sólo cinco kilómetros. Vas muy bien. Pero el otro sigue acortando la distancia. No te relajes.

¡Relajarse! ¡Cuánto deseaba poder hacerlo! Porque el dolor insufrible de sus pies lo había dominado todo hasta el punto de hacerle olvidar la creciente fatiga que le dificultaba cada vez más el avance. Singh había abandonado los saltos de canguro y se limitaba a moverse a un paso lento y cadencioso que habría resultado bastante impresionante en la Tierra, pero que en la Luna no pasaba de ser lastimoso.

A tres kilómetros de la meta, estaba a punto de abandonar y de pedir la ambulancia; quizá ya era demasiado tarde para salvar los pies. Y entonces, cuando ya creía que había llegado al límite de sus fuerzas, advirtió algo que sin duda habría visto antes de no haber tenido todos sus sentidos tan concentrados en el terreno que se extendía justo delante de él.

El lejano horizonte ya no era una mera línea recta que separaba el terreno, con su brillo mortecino, de la negra noche del espacio. Singh se acercaba al límite occidental de la bahía de los Arco Iris, y los picos suaves y redondeados del promontorio Laplace se alzaban sobre la curvatura lunar. La visión del promontorio y el hecho de pensar que aquellas montañas habían aparecido ante él gracias a su propio esfuerzo le dieron las últimas fuerzas que necesitaba. De pronto sólo existió en todo el Universo la línea de llegada. Estaba apenas a unos metros de ella cuando su tenaz oponente lo adelantó en un último sprint, sin aparente esfuerzo.

Cuando Robert Singh recobró el conocimiento, yacía en la ambulancia con una sensación de magullamiento general, pero sin sentir el menor dolor.

—No podrá caminar mucho durante una temporada —oyó que decía una voz, a años luz de distancia—. Es el peor caso de congelación que he visto en mi vida, pero le he administrado un anestésico local y no tendrá que comprarse un juego de pies nuevo.

Era un pequeño consuelo, pero no compensaba en absoluto la amargura de saber que había fracasado, a pesar de todos sus esfuerzos, cuando la victoria parecía tan al alcance de la mano. ¿Quién era el que había dicho: «Ganar no es lo más importante; es lo único»? Ni siquiera estaba seguro de si se molestaría en recoger su medalla de plata.

—Su pulso vuelve a ser normal. ¿Cómo se encuentra?

—Fatal.

—Entonces esto le alegrará el ánimo. ¿Está preparado para una sorpresa… agradable?

—Inténtelo.

—Usted es el ganador. ¡No, no intente levantarse!

—¿Cómo? ¿Qué?

—El CIO está furioso, pero el MIT se muere de risa. En cuanto ha terminado la carrera, han confesado que su Robert era en realidad Robot. Mark 9, Antropomorfo de Utilidad General. ¡No es de extrañar que llegara primero! Así pues, su hazaña resulta todavía más impresionante, señor Singh. Llueven las felicitaciones. Le guste o no, es famoso.

Aunque la fama no le duró mucho, la medalla de oro fue una de las posesiones más preciadas de Robert Singh durante el resto de su vida. Sin embargo, no tuvo una idea cabal de lo que había provocado hasta la celebración de los Juegos de la Tercera Olimpiada Lunar, ocho años más tarde. Para entonces, la medicina espacial había adaptado la técnica de «respiración líquida» de los buceadores de gran profundidad, que consistía en inundar los pulmones con un fluido saturado de oxígeno.

Así, junto con la mayoría de la dispersa especie humana, el vencedor de la primera maratón en la Luna contempló con admiración y asombro cómo Karl Gregorios, protegido contra los efectos del vacío, efectuaba su carrera récord de un kilómetro en dos minutos a través de la bahía de los Arco Iris, tan desnudo como sus antepasados griegos de los primeros Juegos Olímpicos, hacía tres mil años.