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EL SENADOR

El senador George Ledstone (independiente por América Occidental) tenía una excentricidad pública y, como él mismo reconocía alegremente, un vicio secreto. Siempre llevaba unas inmensas gafas con montura de cuerno (no funcionales, por supuesto) porque producían un efecto intimidador en los testigos reacios a colaborar, pocos de los cuales habían visto alguna vez tan original objeto en estos tiempos de cirugía ocular instantánea mediante láser.

Su «vicio secreto» —perfectamente conocido por todos— era disparar con rifle en un foso olímpico reglamentario instalado en los pasadizos de un silo de misiles cerca de Mount Cheyenne, abandonado hacía mucho tiempo. Desde que se había declarado la desmilitarización del planeta Tierra, las actividades de este tipo estaban mal vistas, cuando no eran desaprobadas abiertamente.

El senador también estaba a favor de la resolución de la ONU, promovida a raíz de las grandes matanzas del siglo XX, que prohibía a los estados y a los individuos la posesión de cualquier tipo de arma capaz de causar daños a más de una persona a la vez. A pesar de ello, solía expresar su desdén hacia el famoso lema de los Salvadores del Mundo: «Los fusiles son las muletas del impotente».

—No es mi caso —replicó el senador en una de sus incontables entrevistas (los medios de comunicación lo adoraban)—. Tengo dos hijos y tendría una docena si la ley lo permitiera. No me avergüenza reconocer que me encanta un buen rifle. Es una obra de arte. Cuando uno aprieta el gatillo y ve que ha acertado en la diana… ¡Ah!, no hay sensación que se le pueda comparar. Y si la puntería es un sustitutivo del sexo, me conformaré.

Sin embargo, donde el senador establecía la distinción, la línea infranqueable, era en la caza.

—Desde luego era una actividad aceptable cuando no había otro modo de conseguir carne, pero disparar a animales indefensos por deporte…, eso es verdaderamente repugnante. Yo lo hice una vez, cuando era un crío. Una ardilla (por suerte de una especie no protegida) se coló en nuestro jardín y no pude resistir la tentación… Mi padre me dio una buena azotaina, pero no era necesario. Nunca olvidaré el desastre que causó mi bala.

No había duda de que el senador Ledstone era un tipo original. Parecía venirle de familia: su abuela había sido coronel de la temida Milicia de Beverly Hills, cuyas escaramuzas con los Guerrilleros de Los Angeles habían inspirado interminables psicodramas en todos los medios, desde el anticuado ballet hasta el memochip. Y su abuelo había sido uno de los peores contrabandistas del siglo XXL Cuando murió, abatido en una refriega con la Medipolicía canadiense durante un ingenioso intento de colar un cargamento de mil toneladas de tabaco «remontando» las cataratas del Niágara, se calculó que Nicotina Ledstone había sido responsable de veinte millones de muertes como mínimo.

Ledstone no sentía la menor vergüenza de semejante abuelo, cuya espectacular muerte había provocado la retirada del tercer y más desastroso intento de Prohibición. El senador argumentaba que a los adultos responsables debería permitírseles suicidarse como más les gustara —con alcohol, cocaína o incluso tabaco—, con tal de que al hacerlo no causaran daño a los espectadores inocentes. Y desde luego su abuelo era un santo en comparación con los magnates de la publicidad, quienes, hasta que sus carísimos abogados agotaron los recursos para librarlos de la cárcel, habían conseguido fomentar la adicción letal de una parte sustancial de la especie humana.

La Comunidad de Estados Americanos aún celebraba su Asamblea General en Washington, en un escenario que habría resultado perfectamente familiar a generaciones de espectadores, aunque cualquiera que hubiese nacido en el siglo XX se habría sentido sumamente perplejo ante los procedimientos y las formas de alocución que se empleaban.

Con todo, muchos comités y subcomités conservaban todavía su nombre original, pues la mayoría de los problemas de la administración son eternos.

Y fue siendo presidente del Comité de Asignaciones de la CEA cuando el senador Ledstone tuvo su primer contacto con el programa Vigilancia Espacial, Fase 2. Su reacción fue de indignación.

La economía global gozaba de buena salud, eso había que admitirlo; desde el hundimiento del comunismo y del capitalismo —ya tan lejano en el tiempo que ambos sucesos parecían simultáneos—, la acertada aplicación de la teoría del caos por parte de los matemáticos del Banco Mundial había roto el viejo círculo de expansión y recesión y evitado, hasta el momento, la Depresión Final que pronosticaban tantos pesimistas. Sin embargo, el senador argumentaba que el dinero destinado al programa podía ser invertido mucho mejor en tierra firme, sobre todo en su proyecto favorito: la reconstrucción de lo que había quedado de California tras el Gran Terremoto.

Después de que Ledstone vetara dos veces la propuesta de adjudicación de fondos para Vigilancia Espacial, Fase 2, todo el mundo estuvo de acuerdo en que nadie en toda la Tierra sería capaz de hacerle cambiar de opinión. Pero no habían pensado en alguien de Marte.