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SENTENCIA DE MUERTE

Imaginemos por un instante una inteligencia que pudiera comprender todas las fuerzas que animan la materia (…) una inteligencia suficientemente vasta como para someter a análisis estos datos (…) englobaría en la misma fórmula los movimientos de los grandes cuerpos del Universo y los del átomo más ligero. Para ellas no habría nada incierto y el futuro, igual que el pasado, se haría presente ante sus ojos.

PIERRE SIMÓN DE LAPLACE, 1814

Robert Singh apenas soportaba las especulaciones filosóficas, pero cuando por primera vez tropezó con las palabras del gran matemático francés en un libro de texto de astronomía, experimentó un sentimiento cercano al horror. Por improbable que fuera la existencia de «una inteligencia suficientemente vasta», la mera idea de su posibilidad resultaba sobrecogedora. ¿Acaso el «libre albedrío» que a Singh le gustaba imaginar que poseía no era más que un espejismo, ya que cada uno de sus actos podía estar predeterminado, al menos en principio?

El capitán había experimentado un gran alivio al comprobar que la pesadilla de Laplace fue exorcizada por el desarrollo de la Teoría del Caos, a finales del siglo XX. Había sido entonces cuando se constató la imposibilidad de predecir con precisión absoluta el futuro de un solo átomo, y mucho menos el del Universo entero. Para hacerlo se precisaría conocer su posición y su velocidad iniciales con una precisión infinita. Cualquier error en los valores —en una millonésima, una billonésima o una centillonésima— se agrandaría progresivamente hasta que la teoría y la realidad no guardaran el menor parecido.

No obstante, algunos sucesos podían predecirse con absoluta confianza, al menos a lo largo de periodos de tiempo que resultaban largos para los criterios humanos. El ejemplo clásico al que Laplace dedicó su talento, cuando no estaba conversando de filosofía con Napoleón, fue el del movimiento de cada planeta bajo los campos gravitatorios del Sol y de los demás planetas. Aunque no podía garantizarse la estabilidad del sistema solar a largo plazo, era posible calcular la posición futura de los planetas durante decenas de miles de años, con un margen de error muy pequeño.

Respecto a Kali, sólo era preciso conocer su futuro en los meses inmediatos, y el margen de error permisible era el diámetro de la Tierra. Y una vez que la radiobaliza instalada en el asteroide había permitido calcular su trayectoria con la necesaria precisión, ya no quedaba lugar para la incertidumbre… ni tampoco para el optimismo.

No es que Robert Singh se hubiera permitido muchas esperanzas. El mensaje que David le transmitió, tan pronto llegó de la estación emisora de la Luna a través del rayo portador en el infrarrojo cercano, decía exactamente lo que había previsto:

—Los ordenadores de Vigilancia Espacial informan que Kali se estrellará contra la Tierra dentro de 241 días, trece horas, cinco minutos y aproximadamente veinte segundos. Aún no está determinado el punto de impacto. Probablemente la zona del Pacífico.

De modo que Kali se zambulliría en el océano. Pero no reduciría en absoluto el alcance de la catástrofe global.

Es posible que incluso la empeorara, cuando una ola de un kilómetro de altura barriera las tierras hasta el pie del Himalaya.

—He confirmado la recepción del mensaje —continuó David—. Y hay otro en camino.

—Ya lo sé.

No debió de transcurrir más de un minuto pero al Capitán se le hizo eterno.

—Control de Vigilancia Espacial a Goliat. Se le autoriza a iniciar la operación Atlas inmediatamente.