Nunca ha habido tanto talento junto en la Casa Blanca desde que Thomas Jefferson cenó aquí a solas.
JOHN KENNEDY a una delegación de
científicos estadounidenses.
Prefiero pensar que dos profesores yanquis han mentido, antes que aceptar que puedan llover piedras del cielo.
THOMAS JEFFERSON, tras escuchar
un informe sobre la caída de
un meteorito en Nueva Inglaterra.
Los meteoritos no caen en la Tierra. Caen en el Sol… y la Tierra se pone en su camino.
JOHN W. CAMPBELL
Que del cielo podían llover piedras era un hecho bien conocido en el mundo antiguo, aunque hubiera desacuerdo respecto a qué dios en concreto las arrojaba. Y no sólo piedras, sino aquel metal precioso, el hierro. Antes de que se inventara la fundición, una de las fuentes principales de este valioso elemento fueron los meteoritos. No es de extrañar que se convirtieran en objetos sagrados y que con frecuencia se les rindiera veneración.
Sin embargo, los ilustrados pensadores del Racionalismo, en el siglo XVIII, no eran tan ingenuos como para caer en tan absurdas supersticiones. De hecho, la Academia Francesa de las Ciencias aprobó una resolución según la cual los meteoritos tenían un origen completamente terrestre. Si parecía que procedían del cielo era porque se formaban como resultado de la caída de rayos; el error era, por tanto, perfectamente comprensible. Así pues, los conservadores de los museos europeos se desprendieron de aquellas rocas sin valor que sus ignorantes predecesores habían coleccionado con toda paciencia.
Por una de las más deliciosas ironías del destino en la historia de la ciencia, apenas unos años después de la declaración de la Academia Francesa, una monumental lluvia de meteoritos cayó a escasos kilómetros de la ciudad de París en presencia de testigos intachables. La Academia tuvo que efectuar una apresurada rectificación.
No obstante, hasta el inicio de la era espacial no se reconoció la magnitud y la posible importancia de los meteoritos. Durante décadas, los científicos dudaron de que fueran responsables de alguna formación geológica. Incluso rechazaron tal posibilidad. Aunque parezca increíble, hasta bien entrado el siglo XX algunos geólogos consideraban que el famoso Meteor Cráter de Arizona estaba mal bautizado, pues creían que su origen era volcánico. El debate no quedó definitivamente resuelto hasta que las sondas espaciales mostraron que la Luna y la mayoría de los cuerpos menores del sistema solar habían estado sometidos a un bombardeo cósmico durante eras.
Tan pronto como empezaron a buscarlos —sobre todo con la nueva visión que proporcionaban las cámaras en órbita—, los geólogos encontraron cráteres de impacto por todas partes. Además, ahora se sabía la razón de que no fueran mucho más comunes: los antiguos habían sido destruidos por la erosión, y algunos eran tan enormes que no podían reconocerse ni desde el suelo ni desde el aire; su escala sólo podía apreciarse desde el espacio.
Todo esto era muy interesante para los geólogos, pero demasiado ajeno a los asuntos cotidianos como para despertar la atención de la gente común. Entonces, gracias al premio Nobel Luis Álvarez y a su hijo Walter, la ciencia menor del estudio de los meteoritos se convirtió de pronto en noticia de primera página.
La brusca desaparición (al menos a escala cósmica) de los grandes dinosaurios, después de haber dominado la tierra durante más de cien millones de años, había sido siempre un gran misterio. Se habían propuesto muchas explicaciones, algunas de ellas razonables y otras francamente ridículas. La respuesta más sencilla y evidente era un cambio climático, que había inspirado una obra de arte clásica: la brillante secuencia del Rito de Primavera en Fantasía, la obra maestra de Walt Disney.
Pero en realidad tal explicación no era satisfactoria, pues planteaba más dudas de las que despejaba. Si el clima había cambiado, ¿qué había producido tal cambio? Había tantas teorías —ninguna de ellas demasiado convincente— que los científicos empezaron a buscar en otra parte.
En 1980, Luis y Walter Álvarez, que investigaban el registro geológico, anunciaron que habían resuelto el misterio. En un fino estrato de roca que marcaba el límite entre el periodo Cretácico y la era Terciana, encontraron la prueba de una catástrofe global.
Los dinosaurios habían muerto asesinados, y los Álvarez sabían qué arma se había empleado.