Cuando finalizó la grabación neural, se esfumaron el sonido, la imagen, el aroma a flores desconocidas y el suave roce, del viento en su rejuvenecida piel, y el capitán Singh se encontró de nuevo en un camarote, a bordo del transporte espacial Goliat, mientras Toby y su madre permanecían en un mundo que él jamás podría volver a visitar. Los años en el espacio —y el abandono de los ejercicios obligatorios en gravedad cero— lo habían debilitado tanto que ya sólo era capaz de caminar por la Luna y por Marte. La gravedad lo había exiliado de su planeta natal.
—Una hora para la cita, capitán —indicó la voz tranquila pero insistente de David (nombre que inevitablemente había recibido el ordenador central del Goliat)—. Modo activo, según órdenes. Es hora de dejar los chips de memoria y volver al mundo real.
Una oleada de tristeza invadió al comandante humano del Goliat, mientras la última imagen de su pasado perdido se difuminaba hasta convertirse en una bruma informe y ondulante de ruido blanco. Una transición demasiado rápida de una realidad a otra era una buena fórmula para caer en la esquizofrenia, y el capitán Singh siempre aliviaba el trance con el sonido más relajante que conocía, el de las olas rompiendo mansamente en una playa con el graznido de las gaviotas a lo lejos. Otro recuerdo más de una vida que había perdido y de un pasado apacible que últimamente había dado paso a un presente aterrador.
El capitán demoró unos instantes más el momento de afrontar de nuevo su extraordinaria responsabilidad. Después, con un suspiro, se quitó el casco de estimulación neural que llevaba ajustado al cráneo. Como todos los espacianos, el capitán Singh pertenecía a la escuela «la calva es bella», aunque sólo fuera porque las pelucas eran una molestia en gravedad cero. Los historiadores sociales aún no salían de su asombro ante el hecho de que aquel invento, el «Cerebro» portátil, hubiera logrado cambiar el aspecto de la raza humana en apenas una década (y recuperar para el antiguo arte de la confección de pelucas la consideración de industria importante).
—Capitán —dijo David—, sé que está ahí. ¿Prefiere que tome yo el mando?
Era un viejo chiste inspirado en los ordenadores locos de las novelas y películas de principios de la era electrónica. David tenía un sentido del humor extraordinariamente desarrollado; al fin y al cabo era una «Persona Legal» (no humana) según la famosa Centésima Enmienda, y compartía —o sobrepasaba— casi todos los atributos de sus creadores. Sin embargo había áreas enteras, sensoriales y emocionales, en las que no podía penetrar. Por ejemplo, se había considerado innecesario dotarlo de los sentidos del olfato y del gusto, aunque habría sido fácil hacerlo. Y todos sus intentos de contar chistes verdes habían resultado tan desastrosos que había decidido abandonar el género.
—Está bien, David —replicó el capitán—. Sigo comandando la nave.
Se quitó la máscara de los ojos, enjugó las lágrimas que se le habían acumulado bajo ella y volvió a regañadientes hacia el puente de mando. En la gran pantalla suspendida en el espacio, delante de la nave, estaba Kali.
Su aspecto era bastante inocente: un pequeño asteroide más, con una forma tan parecida a la de un cacahuete que la semejanza resultaba casi cómica. Esparcidos al azar sobre su superficie, negra como el carbón, se apreciaban algunos cráteres de impacto de gran tamaño y cientos de ellos de menores dimensiones. No había referencias visuales que permitieran calcular sus dimensiones, pero Singh las conocía de memoria: 1.295 metros de longitud máxima y 656 metros de anchura mínima. Kali cabría cómodamente en muchos parques urbanos.
No era de extrañar que la mayor parte de la humanidad aún no aceptase del todo que aquel cuerpo celeste pudiera ser un instrumento de destrucción o, como lo denominaban ya los fundamentalistas del crislamismo, el «Martillo de Dios».
A menudo se había apuntado que el puente del Goliat estaba copiado de la nave estelar Enterprise. Después de un siglo y medio, Star Trek aún era objeto de afectuosas reposiciones. Era una evocación del ingenuo amanecer de la era espacial, cuando el hombre soñaba que sería posible desafiar las leyes de la física y recorrer el Universo más deprisa que la propia luz. Sin embargo, no se había descubierto ningún medio para saltarse la limitación de velocidad establecida por Einstein y, aunque se había demostrado la existencia de «agujeros de gusano en el espacio», no podía pasar por ellos nada que tuviera siquiera la masa de un núcleo atómico.
A pesar de ello, el sueño de conquistar algún día los abismos interestelares aún no había muerto del todo.
Kali llenaba la pantalla de observación principal. No era necesaria ninguna ampliación, pues la Goliat se encontraba a tan sólo unos doscientos metros por encima de su antigua y torturada superficie. Por primera vez en su existencia, la roca celeste tenía visitantes.
Aunque era prerrogativa del comandante ser el primero en pisar un mundo virgen, el capitán Singh había delegado en tres miembros de la tripulación, más expertos en actividades extravehiculares, para que efectuaran el aterrizaje. Estaba impaciente y no quería perder un segundo. Casi toda la raza humana estaba observando, pendiente de un veredicto que decidiría el destino de la Tierra.
En los asteroides pequeños es imposible caminar; la gravedad es tan débil que un explorador descuidado puede alcanzar la velocidad de escape sin darse cuenta y terminar alejándose en una órbita independiente. Debido a ello, un miembro del equipo de contacto llevaba un traje duro autopropulsado, con brazos externos articulados. Los otros dos se desplazaban en un pequeño trineo espacial que habría podido confundirse fácilmente con uno de sus análogos árticos.
El capitán Singh y la decena de oficiales que lo rodeaba en el puente del Goliat se abstuvieron de importunar al equipo de actividad extravehicular con preguntas o consejos innecesarios. Sólo intervendrían si surgía alguna emergencia.
El trineo ya había tocado tierra en la cima de un gran peñasco varias veces mayor que el vehículo, levantando una impresionante y sorprendente nube de polvo al posarse.
—¡Contacto, Goliat! Desde aquí vemos la roca desnuda. ¿Echamos el ancla?
—Es un sitio como cualquier otro. Adelante.
—Aplicando el taladro… Parece que penetra sin problemas. ¡Ojalá encontremos petróleo!
Hubo algunos carraspeos en el puente. Bromas tontas como aquélla servían para aliviar la tensión, y Singh las estimulaba. Desde el momento de la cita se había producido un cambio sutil en la moral de la tripulación, que daba bandazos impredecibles entre un humor sombrío y una animación juvenil. En privado, la médica de a bordo había puesto nombre al síndrome: «Silbando al pasar junto a la tapia del cementerio». Ya había recetado tranquilizantes en un caso leve de síntomas maníaco-depresivos, y la situación empeoraría progresivamente en las semanas y meses que se avecinaban.
—Desplegando la antena… Conectando la radiobaliza… ¿Cómo recibís la señal?
—Alto y claro.
—Bien. Ahora Kali ya no se podrá esconder.
Por supuesto, no había el menor peligro de perder de vista a Kali, como había sucedido en numerosas ocasiones, en el pasado, con asteroides poco o mal observados. Jamás se había calculado una órbita con más precisión, pero todavía existía cierto grado de incertidumbre. Había una ligerísima posibilidad de que el Martillo de Dios no acertara en el yunque.
En aquel momento, los radiotelescopios gigantescos de la Tierra y de la cara oculta de la Luna aguardaban la recepción de los impulsos de la radiobaliza, que los emitía con una cadencia de una milésima de millonésima de millonésima de segundo. Pasarían más de veinte minutos hasta que alcanzaran su destino, convirtiéndose así en una cinta métrica invisible que determinaría la órbita de Kali con una precisión de centímetros.
Unos segundos después, los ordenadores de Vigilancia Espacial emitirían su veredicto de vida o muerte. Pero transcurriría casi una hora hasta que la noticia llegara por fin a la Goliat.
Había empezado el primer periodo de espera.
Vigilancia Espacial había sido uno de los últimos proyectos de la legendaria NASA, a finales del siglo XX. Su objetivo inicial había sido bastante modesto: efectuar una búsqueda lo más completa posible de los asteroides y cometas que cruzaban la órbita de la Tierra y determinar si alguno de ellos constituía una amenaza potencial. El nombre del proyecto (sacado de una novelita de ciencia ficción del siglo XX) resultaba algo engañoso; los críticos gustaban de señalar que habría resultado mucho más adecuado «Vigía del espacio» o «Alerta espacial».
Según este proyecto —y ciñéndose a un presupuesto total que rara vez superó los diez millones de dólares anuales—, en el año 2000 quedó establecida una red mundial de telescopios, la mayor parte de ellos accionada por aficionados experimentados. Sesenta y un años más tarde, el espectacular retorno del cometa Halley estimuló un aumento en los fondos destinados a Vigilancia Espacial, y el gran bólido de 2079 —que afortunadamente impactó en mitad del Atlántico— proporcionó un renovado prestigio a la red de observación. Al terminar el siglo había localizado más de un millón de asteroides y se consideraba que la búsqueda se había completado en un 90%. Sin embargo, la vigilancia debería mantenerse indefinidamente, pues siempre cabía la posibilidad de que se presentara algún intruso surgido de los confines inexplorados del sistema solar.
Como Kali, detectado a finales de 2109, cuando cruzó la órbita de Saturno en su caída hacia el Sol.