Mi relación con el tema de los impactos de asteroides empieza a parecerse a una molécula de ADN: las cadenas de los hechos y de la ficción se entremezclan ya de modo inextricable. Intentaré desenmarañarlas siguiendo una pauta cronológica.
En 1973, Cita con Rama arrancaba con estas palabras:
Tarde o temprano tenía que suceder. El 30 de junio de 1908, Moscú escapó de la destrucción por tres horas y cuatro mil kilómetros, un margen infinitamente pequeño para las normas del Universo. El 12 de febrero de 1947, otra ciudad rusa se salvó por un margen aún más estrecho cuando el segundo gran meteorito del siglo XX detonó a menos de cuatrocientos kilómetros de Vladivostok, produciendo una explosión que rivalizaba con la bomba de uranio recién inventada.
En aquellos días no había nada que los hombres pudieran hacer para protegerse de las últimas andanadas al azar del bombardeo cósmico que alguna vez marcó la cara de la Luna.
Los meteoritos de 1908 y 1947 se abatieron sobre regiones desiertas; sin embargo, hacia fines del siglo XXI no quedaba región alguna en la Tierra que pudiera ser utilizada sin peligro para la práctica celeste del tiro al blanco. La raza humana se había extendido de polo a polo. Y así, inevitablemente…
A las 9.46 G. M. T. del 11 de septiembre, en el verano excepcionalmente hermoso del año 2077, la mayor parte de los habitantes de Europa vieron aparecer en el cielo oriental una deslumbrante bola de fuego. En cuestión de segundos su brillo superó el del Sol y, al desplazarse en el cielo —al principio en completo silencio—, fue dejando a su paso una ondulante columna de polvo y humo.
En algún punto sobre Austria comenzó a desintegrarse produciendo una serie de explosiones, tan violentas que más de un millón de personas quedaron con los oídos dañados para siempre. Estas fueron las afortunadas.
Un millón de toneladas de roca y metal, desplazándose a cincuenta kilómetros por segundo, cayeron sobre las llanuras del norte de Italia y destruyeron en unos instantes de fuego el trabajo de siglos. Las ciudades de Padua y Verona fueron barridas de la faz de la Tierra, y las últimas glorias de Venecia se hundieron para siempre en el mar cuando las aguas del Adriático avanzaron atronadoras hacia tierra tras el golpe fulminante venido del espacio.
Seiscientas mil personas murieron, y los daños materiales se calcularon en más de un billón de dólares. Pero la pérdida que significó para el arte, la historia y la ciencia —para el género humano en general, por el resto de los tiempos— estaba más allá de cualquier cálculo. Era como si hubiese estallado una gran guerra y se hubiese perdido en una sola mañana. Pocos pudieron sentir algún placer ante el hecho de que, mientras se depositaba el polvo de la destrucción, el mundo entero presenciara durante meses los amaneceres y ocasos más espléndidos que se recordaban desde el Krakatoa.
Tras la conmoción inicial, la humanidad reaccionó con una determinación y una unidad que no había podido demostrar en ninguna época anterior. Semejante desastre —de ello se tuvo plena conciencia— podía no volver a ocurrir en mil años o repetirse al día siguiente. Y la próxima vez las consecuencias serían peores.
Pues bien, no habría una próxima vez.
Cien años antes, un mundo mucho más pobre, con recursos muchísimo más escasos, había dilapidado sus bienes en un intento de destruir unas armas lanzadas con espíritu suicida por la humanidad contra sí misma. El esfuerzo no tuvo éxito, pero los conocimientos adquiridos no se habían olvidado. Ahora podrían ser puestos al servicio de un objetivo más noble y utilizados en una escala infinitamente más vasta. Nunca más se permitiría que un meteorito tan grande como para provocar una catástrofe penetrara las defensas de la Tierra.
Así comenzó el proyecto Vigilancia Espacial.
Contrariamente a la creencia general, cuando terminé dicha novela con la frase: «Los ramanes lo hacen todo por triplicado», no tenía la menor intención de escribir una continuación, y mucho menos una trilogía. Parecía un buen final, y de hecho fue una idea de último momento. Pero la intervención de Peter Guber y de Gentry Lee me hizo cambiar de idea (véase la introducción a Rama II) y yo fui el más sorprendido cuando, en 1986, me encontré revisitando Rama.
Para entonces, sin embargo, había sucedido otra cosa que había convertido los impactos de asteroides en noticia de primera página. En un famoso documento («Origen extraterrestre de la extinción cretácico/terciaria», Science, 1980), el premio Nobel Luis Álvarez y su hijo, el geólogo Walter Alvarez, habían propuesto una sorprendente teoría para explicar la misteriosa desaparición repentina de los dinosaurios, tal vez las formas de vida con más éxito que han apareado en la Tierra, junto con los tiburones y las cucarachas. Como todo el mundo sabe hoy, los Alvarez plantearon que hace unos sesenta y cinco millones de años se produjo un suceso catastrófico de consecuencias planetarias, y aportaron pruebas que apuntaban claramente a que había sido causado por un meteorito. Según ellos, el impacto directo y la alteración ambiental que éste produjo habrían tenido un efecto devastador en toda la vida en el globo, en especial entre los animales terrestres de gran tamaño.
Por una curiosa coincidencia, Luis Alvarez también tuvo un importante impacto en mi vida, afortunadamente beneficioso. En 1941, al frente de un equipo de investigación del Laboratorio de Radiaciones del MIT, inventó y desarrolló un sistema de aterrizaje a ciegas por radar que más adelante sería conocido como GCA (Aproximación Controlada a Tierra). La RAF —que en aquella época perdía más aviones a causa del clima británico que por acciones de la Luftwaffe— quedó sumamente impresionada con las demostraciones, y la primera unidad experimental fue enviada a Inglaterra en 1943. Como oficial de radar de la Royal Air Forcé, tuve la misión fascinante —y a menudo frustrante— de mantener operativo el Mark 1 hasta que salieron de la cadena de producción los primeros modelos fabricados en serie. Mi única novela fuera del género de la ciencia ficción, Glide Path (1963), se basa en esa experiencia y está dedicada a «Luie» y sus colegas.
Luie abandonó la GCA poco después de mi Segada y sobrevoló Hiroshima ese fatídico día de agosto de 1945 para observar el comportamiento de la bomba, en cuyo diseño había participado. No volví a encontrarme con él hasta varios años después, en el campus de la Universidad de California, en Berkeley. La última vez que nos vimos fue en la vigésimo quinta reunión de la GCA, en Boston, en 1971. Lamento no haber tenido nunca ocasión de hablar con él sobre su teoría de la extinción de los dinosaurios. En una de las últimas cartas que recibí de él, afirmaba que ya no era una teoría, sino un hecho contrastado.
Aproximadamente un año antes de su muerte, el 1 de septiembre de 1988, Luie me pidió que redactara La solapa de la autobiografía Alvarez: Adventures of a Physicist (1987), que se disponía a publicar. Con sumo gusto accedí a su petición, y quisiera repetir aquí lo que hoy, desdichadamente, es un tributo póstumo:
Luis ha estado presente en casi todos los puntos culminantes de la física moderna y ha sido responsable de muchos de ellos. Su ameno libro toca tantos temas que incluso los no científicos pueden disfrutarlo: ¿quién más ha inventado sistemas de radar vitales, ha buscado monopolos magnéticos en el Polo Sur, ha echado por tierra teorías estrafalarias sobre ovnis o sobre d asesinato de Kennedy, ha contemplado las dos primeras explosiones atómicas desde el aire y ha demostrado que, sorprendentemente, no existen cámaras ni pasadizos ocultos en el interior de la pirámide de Kefrén?
Y en la actualidad está dedicado a su aventura de detección científica más espectacular, en la que indaga sobre la mayor incógnita de todos los tiempos: la causa de la extinción de los dinosaurios. Luis y su hijo Walter están seguros de haber encontrado el arma utilizada en el «Crimen de los eones».
Desde la muerte de Luie se han acumulado pruebas del impacto de al menos un meteorito de gran tamaño y se han identificado posibles emplazamientos del choque. En la actualidad el candidato favorito es un cráter enterrado, de unos 180 kilómetros de diámetro, situado en Chixulub, en La península de Yucatán, en México.
Algunos geólogos siguen insistiendo con terquedad en una explicación puramente terrestre para la extinción de los grandes saurios (por ejemplo, la actividad volcánica) y pudiera ser que ambas hipótesis tuvieran razón en parte. Sin embargo, por el momento parece imponerse la opinión de la «mafia del meteorito», aunque sólo sea porque su propuesta resulta mucho más espectacular.
En cualquier caso nadie duda de que en el pasado se hayan producido impactos importantes (al fin y al cabo en este siglo ha habido dos colisiones y un paso muy cercano: Tunguska, 1908; Sikhote-Alin, 1947, y Oregón, 1972). Lo fundamental es determinar la gravedad del riesgo y qué se puede hacer para afrontarlo, si es que se puede hacer algo.
Durante la década de los ochenta los científicos trataron ampliamente el tema, y el paso cercano del asteroide 1989FC (apenas a 650.000 kilómetros de la Tierra) dio un nuevo impulso a la cuestión. Como consecuencia de ello, el comité sobre Ciencia, Espacio y Tecnología de la Cámara de Representantes de Estados Unidos incluyó el siguiente párrafo en el Acta de Autorización de la NASA, en 1990:
Así pues, el Comité ordena que la NASA emprenda dos estudios de proyectos. El primero tendrá por objeto definir un programa que permita incrementar notablemente el índice de detección de asteroides cuya trayectoria cruza la órbita de la Tierra; tal estudio evaluará los costes, los plazos, la tecnología y el equipo necesarios para la definición precisa de la trayectoria de estos cuerpos. El segundo estudio definirá sistemas y tecnologías para alterar las trayectorias de tales asteroides o para destruirlos, en el caso de que representen un peligro para la vida en la Tierra. El comité recomienda la participación internacional en estos estudios y sugiere que sean realizados durante el año siguiente a la aprobación de esta propuesta legislativa.
Este documento puede resultar histórico. ¿Quién habría pensado, hace apenas unos años, que un comité legislativo suscribiría una declaración semejante?
Siguiendo lo estipulado, la NASA elaboró un Proyecto Internacional para la Detección de Objetos Cercanos a la Tierra, con la celebración de varias reuniones en 1991. Los resultados fueron recogidos en un informe preparado por el Jet Propulsion Laboratory de Pasadena, con el título de «Proyecto Vigilancia Espacial» (25 de enero de 1992). En el párrafo inicial del último capítulo se lee:
La preocupación por el riesgo de una colisión cósmica ha movido al Congreso de Estados Unidos a solicitar de la NASA la elaboración de un proyecto para estudiar el modo de conseguir un incremento sustancial en el índice de detección de asteroides próximos a la Tierra. Este informe propone una red internacional de búsqueda mediante telescopios situados en tierra, que podría incrementar el índice mensual de descubrimiento de tales asteroides desde unos pocos hasta casi mil. Tal programa reduciría de varios siglos (al ritmo actual de detección) a unos veinticinco años el plazo necesario para elaborar un censo casi completo de asteroides de gran tamaño que cruzan la órbita de la Tierra. Este programa de búsqueda que proponemos lo hemos denominado Proyecto de Vigilancia Espacial (nombre que hemos tomado del proyecto similar que sugería el escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke hace casi veinte años, en su novela Cita con Rama).
El martillo de Dios no podría haberse escrito sin la gran cantidad de información que contenía este «Proyecto de Vigilancia Espacial», pero la inspiración directa para la novela procede de otra fuente muy distinta… e inesperada.
En mayo de 1992 tuve la satisfacción de recibir una carta de Steve Koepp, director jefe de la revista Time, en la que me pedía que escribiera un relato corto, de cuatro mil palabras, que proporcionase a los lectores una instantánea de la vida en la Tierra el próximo milenio. La propuesta terminaba con un comentario muy tentador: «Creo que sería la primera vez que nuestra revista publicase un relato de ficción (conscientemente, al menos).».
Esta información no era del todo precisa. Los editores de Time me informaron más tarde, excusándose, que el mío no era el primer relato de ficción que aparecería en sus páginas. En 1969, la revista había publicado un relato de Alexander Solzhenitsin. Me sentí muy honrado de seguir pasos tan distinguidos.
No es preciso decir que la sugerencia de Time era una oferta que no podía rechazar. Significaba un reto interesante y recuerdo que no tardé ni cinco milisegundos en darme cuenta de que ya tenía el tema perfecto. Más aún, tenía el deber de mostrar qué se podía hacer respecto a la amenaza de los asteroides. Con la creación de una profecía que lo expusiera, quizás incluso contribuyese a salvar el mundo, aunque no viviera para verlo.
Así pues, escribí El martillo ele Dios y lo envié rápidamente a Time, donde Steve Koepp justificó su cargo aportando sugerencias editoriales muy agudas, el noventa por ciento de las cuales acepté de (bastante) buen grado. El relato apareció en un número especial de la revista, Más allá del año 2000, publicado a finales de septiembre con fecha otoño de 1992 (vol. 140, n.º 27).
Poco antes, sin embargo, había viajado a Inglaterra para asistir a los actos organizados con motivo de mi setenta y cinco aniversario, ligeramente adelantados a la fecha (después de tres décadas viviendo a menos de mil kilómetros del Ecuador, nada me hará visitar el Reino Unido en diciembre). Entre los participantes en el programa de actos que mi hermano Fred había preparado en mi ciudad natal, Minehead, se hallaba uno de los miembros del proyecto Vigilancia Espacial, el doctor Duncan Steel. Había venido desde el otro extremo del globo, desde el observatorio angloaustraliano de Coonabarabran, en Nueva Gales del Sur, para presentar un documento que mostraba, acompañado de unas asombrosas diapositivas en color, qué sucedería en el caso de una colisión importante.
Probablemente fue por entonces cuando me di cuenta de que Martillo era en realidad una novela comprimida, y que no tenía más remedio que descomprimirla. Como en ese momento tenía otros seis libros y varias decenas de programas de televisión en órbita, era reacio a emprender el trabajo, pero finalmente decidí colaborar con lo inevitable.
Tenía el primer borrador casi completo cuando recibí una carta del doctor Steel, quien ya había regresado a Coonabarabran, con una noticia sensacional:
Hasta el jueves pasado, si alguien me hubiera preguntado cuándo iba a colisionar con la Tierra un asteroide o un cometa, me habría llevado la mano al corazón y le habría asegurado que ninguno de los objetos conocidos hoy día va a chocar con nuestro planeta en un futuro previsible (es decir, en un par de siglos). Pero las cosas han cambiado…
El doctor Steel adjuntaba a su carta la circular 5636, de fecha 15 de octubre de 1992, del Gabinete Central de Telegramas Astronómicos, que forma parte del observatorio astrofísico Smithsonian, en Cambridge, Massachusetts. En ella se informaba del redescubrimiento, el 26 de septiembre, del cometa Swift-Tuttle, descubierto originariamente por dos astrónomos norteamericanos en 1862 y perdido más tarde, no por descuido sino por una causa mucho más interesante.
Como tantos cometas al aproximarse al Sol —el Halley entre ellos—, el Swift-Tuttle experimenta una propulsión a chorro, provocada por la energía solar, cuya actividad es completamente impredecible. Aunque el efecto sobre la órbita es muy pequeño, el doctor Steel apunta lo siguiente:
Si los cálculos y representaciones resultan ligeramente erróneos —y no se puede esperar que esta fuerza propulsora actúe de forma regular—, el cometa podría colisionar con la Tierra el 14 de agosto de 2126. No existe duda respecto a la fecha, pues es en ésta cuando la órbita del cometa cruza la de la Tierra ese año; lo que no es seguro, a estas alturas, es si el cometa estará ahí también en ese momento o si afortunadamente estará un poco más adelantado o retrasado en su órbita.
Lógicamente, la circular de la Unión Astronómica apunta: «Parece prudente, por tanto, seguir al Swift-Tuttle el máximo tiempo posible tras su actual paso por el perihelio, con la esperanza de poder efectuar una determinación más precisa de su órbita».
Y Duncan Steel concluye:
¿Y si el cometa, en efecto, cae a la Tierra en 2126? El impacto se produciría a 60 kilómetros por segundo. El núcleo mide unos 5 kilómetros de radio, de modo que la energía liberada equivaldría, según mis cálculos, a 200 millones de megatones o diez mil millones de veces la bomba de Hiroshima. Si en lugar del radio fuera el diámetro el que midiera 5 kilómetros, habría que dividir esas cifras por ocho. Aun así todo un obús, desde luego. Mis mejores deseos, Duncan.
Bien, yo había situado la llegada de mi hipotético Kali hacia 2110, fecha en la que el mundo real podría estar empezando a preocuparse en serio por el Swift-Tuttle, a sólo dieciséis años de distancia. Así pues, estaba muy satisfecho de poder utilizar esa información para «añadir un aire de verosimilitud a una narración por lo demás baldía y poco convincente», según apunta con tanta perspicacia la crítica en The Mikado.
Y ahora viene algo que nadie va a creer… Estaba todavía puliendo este capítulo cuando he sintonizado la CNN (la hora exacta, las 18.30 del 6 de noviembre de 1992, es decir, hace apenas un par de horas). Imaginen mi sorpresa al ver a mi viejo amigo, el astronauta neerlandés-americano Tom Gehrels, experto en asteroides y miembro destacado del equipo de Vigilancia Espacial. Tom ha visitado Sri Lanka en varias ocasiones con la esperanza de establecer un observatorio; su interesante autobiografía, On the Glassy Sea (American Institute of Physics, 1988), tiene un capítulo titulado «El telescopio de Sri Lanka y Arthur C. Clarke».
¿Y qué hace Tom en la CNN? Está dando cuenta de que finalmente se confirma la teoría de Álvarez. Se ha encontrado la pistola humeante y el blanco es, como he mencionado unas páginas antes, la formación de Chixulub, en Yucatán.
Gracias, Tom.
Cuánto me gustaría que Luie estuviera todavía aquí para oírlo.
Otra extraña coincidencia tuvo lugar apenas dos semanas después de la publicación de Martillo. Un pequeño meteorito aterrizó en Nueva York y fue a dar precisamente en un coche aparcado. (¿Dónde, si no, iba a caer?).
Este incidente me recuerda la película Meteor, que me gustó más, creo, que a la mayoría de los críticos. (Tengo un umbral de tolerancia muy alto para las malas películas de ciencia ficción. Después de convencer a Stanley Kubrick para que viera una de las clásicas —Llegaron del espacio, creo— éste se quejó: «¿Qué pretendes? ¡Nunca más volveré a ver una película que me recomiendes!»).
En el momento culminante de Meteor hay una frase memorable. Después del bombardeo desde el espacio, el científico ruso y su colega norteamericano acaban de abrirse paso de nuevo hasta la superficie tras haberse refugiado en el metro de Nueva York. Los dos están cubiertos de barro de pies a cabeza. El ruso se vuelve a su acompañante y comenta: «Algún día tengo que enseñarle el metro de Moscú».
Los usuarios de los vagones repletos de pintadas del suburbano neoyorquino entenderían la ironía.
El suceso de Tunguska de 1908 fue tratado en la serie de televisión El mundo misterioso de Arthur C. Clarke, y puede encontrarse un estudio detallado, con fotografías y mapas, en el capítulo 9 («La gran explosión siberiana») del libro de Simón Welfare y John Fairley.
Gregory Benford, coautor conmigo de Beyond the Fall of Night (1991), acaba de recordarme la novela que él y William Rotsler escribieron sobre el tema del desvío de asteroides, Shiva Descending (1980). Debo confesar que no la he leído nunca, pero sin duda conocía el título y es muy posible que me influyera inconscientemente en la elección de Kali (consorte de Shiva) como nombre de mi asteroide. Se me ocurrió en el mismo instante en que empecé a escribir.
Otra novela que trata el mismo tema es Lucifer’s Hammer, de Larry Niven y Jerry Pournelle (1977), que sí he leído y que me ha evocado un vago recuerdo de las entrañables Astounding Stories. Al recurrir al inestimable Complete Index to Astounding/Analog, de Mike Ashley, he encontrado el motivo: «The Hammer of Thor», un cuento corto de Charles Willard Diffin (marzo de 1932).
Me asombra haber recordado este remoto relato de invasores del espacio, pero evidentemente ha estado acechando en mi subconsciente durante sesenta años, por lo menos. Y para completar la referencia, admito sin rubor que el título está plagiado de G. K. Chesterton con toda premeditación. Su cura detective, el padre Brown, resolvió un misterioso asesinato que tenía relación con «el martillo de Dios».
También debo mencionar la novela A Torrent of Faces, de James Blish y Norman L. Knight (1967), que trata sobre el impacto de un asteroide contra una Tierra con una población de un billón de habitantes. No puedo evitar pensar que un mundo semejante podría encajar la colisión con un asteroide de vez en cuando.
Todos los toponímicos marcianos mencionados en el capítulo 14, por inverosímiles que puedan resultar, están extraídos del Atlas de Marte de la NASA (1979). Para ahorrar al lector la comezón de la curiosidad insatisfecha, he aquí su procedencia original: Dank: ciudad de Omán; Dia-Cau: ciudad de Vietnam; Eil: ciudad de Somalia; Gagra: ciudad de Georgia (antigua URSS); Kagul: ciudad de Moldavia (antigua URSS); Surt: ciudad de Libia; Tiwi: ciudad de Omán; Waspam: ciudad de Nicaragua; Yat: ciudad de Nigeria.
En la actualidad trato de convencer al comité de nomenclatura de la Unión Astronómica Internacional para que se honre en Marte los nombres de Isaac Asimov, Robert Heinlein y Gene Roddenberry. Por desgracia todas las formaciones importantes han sido bautizadas ya, así que tal vez tengamos que conformarnos con Mercurio (lugar que, como apunta con agudeza mi contacto en la UAI, «probablemente no será colonizado en bastante tiempo»).
La base teórica de la doctrina de los Renacidos (capítulo 20) puede encontrarse en el artículo «Mensajes convenientemente codificados pueden trasmitir el contenido de información de un ser humano a través del espacio interestelar», de William A. Reupke, en Acta Astronáutica, Vol. 26, N.º 3/4, pp. 273-276, marzo/abril de 1992.
El episodio casi increíble de los fallos en los torpedos de la Marina (capítulo 44), que llevó casi dos años rectificar, puede encontrarse en las páginas de diversos libros sobre operaciones de submarinos norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial. En uno de ellos se apunta: «La aguja percutora, que debía actuar bajo el impacto físico, resultaba demasiado frágil cuando el torpedo hacía un blanco directo, perpendicular a su objetivo (…). Así, cuanto más perfecto era el lanzamiento, mayor era el riesgo de fallo».
Pido disculpas a Bob Singh, modelo y ejemplo de vendedores de píldoras, por haber tomado prestado su nombre en un momento de distracción.
Mi agradecimiento a Ray Bradbury por permitirme utilizar la cita de Crónicas Marcianas («Encuentro nocturno») en el capítulo 24.
Mi gratitud, en especial, al príncipe Sultán al-Saud, astronauta de la lanzadera espacial, por su hospitalidad en la reunión de la Asociación de Exploradores del Espacio, celebrada en Riad en noviembre de 1989, que me proporcionó el primer contacto directo con la cultura islámica.
Y a Gentry Lee, por ampliar mis horizontes técnicos y psicológicos.
Un recuerdo especial, también, a Summa Corporation por un nódulo de manganeso dragado en 1972 a una profundidad de cinco mil metros, durante la preparación de la Operación Jennifer de la CIA (véase The Ghost from the Grand Banks [1990]). Se parece tanto a Kali que el mero hecho de sostenerlo en mis manos a menudo me ha proporcionado la inspiración en momentos difíciles.
Algunos programas informáticos que me han resultado de gran valor durante la confección de esta obra han sido Vistapro y Distant Suns (Virtual Reality Laboratory, 2341, Ganador Court, San Luis Obispo, California 93401) para el Amiga, y The Sky (Software Bisque, 912, Twelfth Street, Suite A, Golden, Colorado 80401) y Dance of the Planets (ARC Science Simulations, PO Box 1955-S, Loveland, Colorado 80539) para MS/DOS. También agradezco a Simon Tulloch sus cálculos orbitales, aunque en ocasiones he prescindido de la ley de los cuadrados inversos en pro de un mayor efecto dramático de la narración.