28
LAS EDADES DE SÍSIFO

Como dos stapledons, puntos de vista incorpóreos de cámara Gusano, Bobby y David se remontaron sobre el sur de África.

Era el año 2082. Cuatro décadas habían transcurrido desde la muerte de Hiram Patterson. Y Kate, la esposa de Bobby durante treinta y cinco años, estaba muerta.

A un año de convivir con esa brutal verdad, la idea de su ausencia nunca se apartaba de sus pensamientos, sin importar siquiera cuan magnífico fuese el panorama que la cámara Gusano le trajera. Pero él aún estaba vivo y tenía que seguir viviendo; se forzó a mirar hacia afuera, para estudiar África.

En el presente las llanuras del más antiguo de los continentes estaban cubiertas con una cuadrícula rectangular de campos de labranza. En todas direcciones se estrechaban edificios con pulcras chozas de plástico, las máquinas trabajaban esforzadamente; las cultivadoras autónomas se parecían a escarabajos crecidos en exceso con caparazones de células solares centelleando a la luz del día. La gente se movía despacio a través de los campos; toda ella usaba ropa blanca suelta, sombreros de ala ancha y capas recargadas de filtro solar.

En el corral de una de las granjas, que estaba cuidadosamente barrido, jugaba un grupo de niños. Se los veía limpios, bien vestidos y bien alimentados; corrían a los gritos y se asemejaban a blancos porotos sobre la mesa, en ese paisaje. Bobby había visto pocos niños hoy, y este excepcional puñado le parecía de un preciosismo único.

Al observarlos más de cerca, vio cómo los desplazamientos de esos niños eran complejos y rígidamente coordinados, como si pudieran saber sin demora ni ambigüedad qué pensaban los otros. Tal vez, sí lo sabían. Así se le había dicho a Bobby: había niños que nacían con agujeros de gusano en la cabeza, enlazados dentro de las mentes del grupo de los Unificados, que cada vez se expandía más, aún antes de salir del útero.

Eso hizo que Bobby se estremeciese. Sabía que su cuerpo estaba respondiendo al fantasmagórico pensamiento, abandonado en la instalación a la que todavía se llamaba Fábrica de Gusanos, aunque a cuarenta años después de la muerte de Hiram, el actual propietario de la instalación fuese un fideicomiso que representaba a un consorcio de museos y universidades.

Mucho tiempo había transcurrido desde aquel día decisivo, el día de la muerte de Hiram en la Fábrica de Gusanos y, sin embargo, el recuerdo se conservaba intenso en la mente de Bobby, como si su propia memoria hubiese sido una cámara Gusano, como si su mente hubiera estado fijada en lo pasado. Y ahora, éste era un pasado que contenía todo lo que quedaba de Kate, muerta un año atrás de cáncer, todos y cada uno de sus actos engarzados en la historia inalterable, como todos los miles de millones de almas sin nombre que la habían precedido en la tumba.

Pobre Hiram, pensó. Todo lo que quiso siempre fue ganar mucho dinero. Ahora, con Hiram muerto hacía mucho tiempo, la compañía había desaparecido y la fortuna estaba embargada. Y, sin embargo, por accidente, ese hombre había modificado el mundo…

David, una presencia invisible aquí con él, había permanecido en silencio durante largo rato. Bobby introdujo subrutinas de empatía para atisbar el punto de vista de David.

Los campos refulgentes se evaporaron, y fueron reemplazados por un paisaje desolado, árido, en el que unos pocos árboles achaparrados pugnaban por sobrevivir.

Bajo la intensa luz del Sol, que caía a plomo, una fila de mujeres avanzaba lentamente a través de esa tierra. Cada una de ellas portaba un inmenso recipiente de plástico sobre la cabeza, repleto de agua salobre. Se veían mustias, vestidas con harapos y con la espalda rígida.

Una de las mujeres llevaba a un niño tomado de la mano. Parecía evidente que el desdichado niño, desnudo, delgado como un saco de huesitos y con la piel transparente como papel, se hallaba en un avanzado estado de desnutrición y, quizás, enfermo de sida, o como solían denominarla, recordó Bobby con lúgubre humor, la enfermedad de los flacos.

—¿Por qué mirar el pasado, David? Las cosas son mejores ahora —reflexionó Bobby— Pero éste fue el mundo que nosotros hicimos —respondió su compañero con amargura. Su voz sonaba como si estuviera junto a Bobby, en una habitación cálida y confortable; y no flotando en ese vacío indiferente—. Con razón los niños piensan que nosotros, los viejos, somos un montón de salvajes. Fue un África de sida y desnutrición, sequías y malaria, infecciones con estafilococos y fiebre del dengue, y de interminables guerras inútiles; un África bañada en el salvajismo. Pero —dijo— era un África con elefantes.

—Todavía hay elefantes —dijo Bobby. Y era cierto: un puñado de animales en los zoológicos, sus simientes y óvulos llevados y traídos por avión en un intento por conservar poblaciones viables. Hasta había cigotas de elefantes y de muchas especies en peligro e incluso desaparecidas, congeladas en sus tanques de nitrógeno líquido en las sombras petrificadas de un cráter del polo sur lunar, quizás el último refugio de vida en la Tierra, si es que se comprobaba que, después de todo, era imposible desviar el Ajenjo.

Y seguía habiendo elefantes… pero ninguno en África, no quedaba rastro de ellos, con excepción de los huesos desenterrados ocasionalmente por los granjeros robot; huesos a veces, con las marcas de mordeduras dejadas por seres humanos desesperados. A lo largo de toda su vida, Bobby había presenciado la extinción del elefante, del león, del oso; e incluso de los parientes más cercanos del hombre, chimpancés, gorilas y el resto de los primates superiores. Ahora, fuera de los hogares, de los zoológicos, de las colecciones y de los laboratorios, en el planeta ya no había mamíferos grandes, a excepción del ser humano.

Pero estos sucesos no tenían retorno.

Con gran esfuerzo de voluntad, Bobby adoptó el punto de vista de su hermano y ascendió en forma vertical.

Mientras subían por el espacio y el tiempo, los campos refulgentes habían cobrado existencia de nuevo. Los niños menguaron de tamaño hasta llegar a la invisibilidad y la tierra cultivada se minimizó en una cuadrícula de colores oscurecida lentamente por la niebla y las nubes.

Y entonces, cuando la Tierra retrocedió, el conocido contorno de África, tan familiar por los libros de texto, surgió ante los ojos de Bobby.

Hacia el oeste, sobre el Atlántico, una sólida masa de nubes se extendía sobre la piel curva del océano, acanalado por ordenadas hileras de espuma blanco grisáceo. Cuando la rotación del planeta transportó a África hacia las sombras de la noche, Bobby pudo ver cerradas nubes ecuatoriales que se extendían durante centenares de kilómetros en dirección a tierra firme, como dedos púrpura que sondearan la oscuridad.

Desde esta posición privilegiada Bobby pudo comprender el resultado del trabajo humano.

Bien adentro del océano había una depresión, un gran remolino humeante de nubes blancas sobre el océano azul. Pero éste no era un sistema natural: tenía una regularidad y una estabilidad que desconocía la escala. Las nuevas funciones de manejo de las condiciones meteorológicas lentamente iban reduciendo la intensidad de los sistemas de tormenta que todavía rugían por el planeta, en especial alrededor de la castigada Dorsal del Pacífico.

Hacia el sur del antiguo continente, Bobby podía ver con claridad los grandes barcos cortina abriéndose paso en la atmósfera. Las láminas conductoras que transportaban brillaban tenuemente como alas de libélula, mientras purificaban la atmósfera y le devolvían su ozono agotado en tiempos remotos. Y frente a la costa occidental, masas pálidas seguían el contorno del litoral durante centenares de kilómetros, arrecifes que eran generados con rapidez en una nueva formación de corales modificados por ingeniería genética. Se trabajaba arduamente para fijar el exceso de carbono y brindar un nuevo santuario para las comunidades de plantas y animales en peligro de extinción que otrora habitaron los arrecifes naturales del mundo y fueron destruidos luego por la contaminación, la depredación pesquera y las tormentas.

Por todas partes la gente estaba trabajando, reparando, edificando.

El suelo también había cambiado. El continente estaba casi libre de nubes, su suelo era marrón grisáceo y el verdor vegetal estaba escondido tras la neblina. La gran masa boreal que había sido el Sahara se hallaba dividida por un fino trazado en azul y blanco. A lo largo de las riberas de los nuevos canales, el verdor brillante comenzaba a expandirse. En todas direcciones podía distinguirse la estructura de tuberías, fulgurante como una joya, de la planta de Energía, la realización del último sueño de Hiram. Su proyecto, la extracción del calor del centro mismo de la Tierra, cuyo resultado era un producto energético gratuito y limpio, que había permitido en gran medida que el planeta se estabilizara y transformara. Era notable ser espectador de tan asombrosa escala y regularidad. David decía que le hacía recordar nada menos que a los antiguos sueños sobre Marte, el moribundo mundo desértico restaurado por la inteligencia.

Según parecía, la especie humana había madurado justo a tiempo para salvarse a sí misma. Pero había sido una adolescencia muy difícil.

Aun cuando la población humana había seguido aumentando en cantidad, los cambios climáticos habían devastado la mayoría de los recursos de agua y alimentos del mundo, esto es, la desertificación de las grandes regiones productoras de granos de Estados Unidos y Asia; la inundación de muchas zonas de producción agrícola de las tierras, debida al ascenso del nivel de los mares; la contaminación de napas acuíferas y la acidificación o el secado de lagos de agua dulce. El problema del exceso de población dejó de ser tal con las sequías, las enfermedades y la hambruna, que provocó la desaparición de comunidades enteras alrededor de todo el mundo. Puede decirse que ésta fue una debacle sólo en términos relativos: la mayor parte de la población de la Tierra había sobrevivido. Pero, como siempre, el precio fue pagado por los más vulnerables, siendo los más afectados, niños y ancianos.

De la noche a la mañana, el mundo había quedado poblado por gente de mediana edad.

Nuevas generaciones surgieron en un mundo que, todavía se hallaba recuperándose, gracias a sobrevivientes de distintas edades. Los jóvenes —dispersos, apreciados, enlazados por cámaras Gusano— miraban a sus mayores cada vez con más intolerancia, indiferencia y desconfianza.

En las escuelas, los niños de la cámara Gusano hacían estudios académicos de la era en que sus padres y abuelos habían crecido: una época incomprensible, llena de tabúes, previa al advenimiento de la cámara Gusano, sólo unas décadas atrás en el pasado, en las que prosperaban mentirosos y estafadores y el delito estaba fuera de control, se mataban unos a otros a causa de engaños e ignorancia; al mundo se lo había convertido en una montaña de basura, debido al descuido sistemático, la codicia, el olvido del otro y la falta de previsión por el futuro. Por ello es que para los jóvenes, los viejos eran un montón de salvajes imcomprensibles con un lenguaje propio y casi el mismo recato que una tribu de chimpancés…

Pero el conflicto generacional no era toda la cuestión. A Bobby le parecía que se estaba abriendo una fisura más importante.

Las mentes en masa todavía estaban, según él suponía, en su infancia, y eran superados en número por las generaciones más antiguas de los No-Unificados. Pero ya sus percepciones habían llegado al mundo humano y estaban teniendo un efecto espectacular.

Las nuevas supermentes comenzaban a encontrarse ante el más grande de los desafíos, desafíos que exigían, al mismo tiempo, lo mejor del intelecto y la supresión de los peores sentimientos de disensión y egoísmo humanos. La modificación y el control del clima, por ejemplo, se produjeron como consecuencia de la naturaleza intrínsecamente caótica de los sistemas meteorológicos globales, problema que otrora había parecido ser inmanejable. Pero era un problema que ahora comenzaba a resolverse.

La nueva generación de Unificados adultos ya estaba gestando el futuro. En él, seguramente, la democracia, según temían muchos, no sería relevante; e incluso el consuelo de la religión perdería importancia ante el convencimiento de los Unificados, y no sin cierta justificación, de poder desterrar la muerte.

Quizá no habría futuro para los seres humanos siquiera.

Era maravilloso, inspiraba miedo, daba terror. Bobby sabía que era un privilegio estar vivo en un momento así, pues no tenía duda alguna de que semejante explosión de la mente no se repetiría.

Lo cierto es que tanto él como David y el resto de su generación —los últimos de los No Unificados— se sentían cada vez más aislados en el planeta que los había visto nacer.

Sabía que ese brillante futuro no era para él, y a un año después de la muerte de Kate, del golpe asestado por esa enfermedad que súbitamente la arrebató de su lado, ya el presente no tenía el menor interés. Lo que quedaba para él, así como para David, era lo pasado.

Y lo pasado era aquello que ambos habían decidido explorar, tan lejos y tan rápido como pudieran; dos viejos tontos que, de todos modos, no tenían la menor importancia para nadie.

Sintió una presión —difusa, casi intangible y, sin embargo, demandante—. Era como si le hubieran estado apretando la mano.

—¿David?

—¿Estás listo?

Bobby dejó que un rincón de su mente se demorara por segundos en su distante cuerpo, miembros fantasma se formaron en torno a él, hizo una profunda inspiración, apretó las manos hasta volverlas puño, se volvió a relajar.

—Hagámoslo.

En ese momento, la visión de Bobby empezó a caer del cielo africano directamente hacia la costa austral. Y mientras él mismo caía, el día y la noche empezaron a aletear de un extremo al otro de la enferma faz del continente, los siglos cayendo como las hojas de un árbol en otoño.

Cuando hubieron llegado cien mil años atrás, se detuvieron. Como dos libélulas, Bobby y David revolotearon ante una cara de poderosos arcos superciliares, nariz aplanada, ojos de mirada nítida, sexo femenino.

No era del todo humana.

Detrás de ella, un pequeño grupo de familia, adultos de poderosa contextura y niños como crías de gorilas, estaban trabajando ante una fogata que habían logrado encender en esta antigua playa. Más allá de ellos se veía un risco bajo y el cielo que en lo alto era de un azul intenso, brillante; quizás éste era un día de invierno.

Los hermanos se sumergieron aún más en el tiempo.

Los detalles, el grupo de familia, el cielo verdeazulado, dejaron de existir en un abrir y cerrar de ojos. La abuela Neanderthal misma se hizo borrosa, perdiendo la expresión de la cara, cuando una generación se depositó sobre la anterior en forma demasiado rápida como para que el ojo pudiera seguirla. El paisaje se convirtió en un contorno grisáceo, siglos de clima y desarrollo estacional pasando en cada segundo.

La cara de muchos antepasados fluía y cambiaba. Medio millón de años más atrás, la frente se volvió más baja, las órbitas oculares se hicieron más sobresalientes, retrocedió la barbilla y se volvieron más pronunciados los dientes y las mandíbulas. Quizás esta cara se parecía más a la de un simio actual, pensó Bobby, pero sus ojos seguían teniendo una mirada curiosa, inteligente.

El tono de la piel cambiaba su pigmentación alternando de oscura a clara, y otra vez a oscura.

Homo erectus —dijo David—, fabricantes de herramientas. Migraron por todo el planeta. Todavía estamos cayendo. ¡Cien mil años en pocos segundos, Dios! ¡Pero tan pocos cambios!

La siguiente transición vino de repente: los arcos superciliares se hundieron más, la cara se volvió más larga aunque el cerebro de esta distante abuela, mucho más pequeño que el de un ser humano moderno, era, de todos modos, mucho más grande que el de un chimpancé.

Homo Habilis —dijo David—. O, quizás, éste es Australopithecus. Las líneas evolutivas están enredadas. Ya estamos dos millones de años atrás en el tiempo.

Los rótulos antropológicos importaban muy poco. Resultaba profundamente perturbador contemplar, según encontraba Bobby, esta cara multigeneracional que pasaba frente a su vista como un parpadeo, la cara de un ser parecido a un chimpancé a la que podría no haber mirado ni siquiera en el zoológico… y saber que éste era su antepasado, la madre de sus abuelas en una línea ininterrumpida de descendencia. A lo mejor era así cómo se sentían los Victorianos cuando Darwin regresó de las Galápagos, pensó Bobby.

Ahora se estaban perdiendo los últimos vestigios de humanidad; la caja craneana se contraía aún más; esos ojos adquirían una mirada nebulosa, de perplejidad.

El fondo, borroso por el pasaje de los años, se volvió más verde. Quizás, en tal profundidad en el tiempo, había bosques cubriendo África. Y la antepasada seguía reduciéndose: su cara, fija en el resplandor del punto de vista de la cámara Gusano, se estaba volviendo más elemental; esos ojos, más grandes, más tímidos. Ahora a Bobby le hacía recordar más a un társido, o a un lémur.

Pero, aun así, esos ojos que miraban hacia adelante, dispuestos sobre una cara chata, todavía contenían una mirada vivaz, o una promesa de ella.

En forma impulsiva, David disminuyó la velocidad de descenso que llevaban y hizo que se detuvieran fugazmente en unos cuarenta millones de años en lo pasado.

La cara como de musaraña de la antepasada escudriñaba a Bobby con ojos muy abiertos y nerviosos. Detrás de ella había un fondo de hojas, ramas. En una llanura que había más allá, a la que se vislumbraba indistinta a través de luz verde, había una manada de lo que parecían ser rinocerontes, pero con enormes cabezas que parecían haber sufrido un terrible accidente, cada una de las cuales venía equipada con seis cuernos. La manada se movía con lentitud, pesadez, latigueando suavemente con la cola, ramoneando arbustos bajos y extendiéndose para alcanzar las ramas que colgaban de los árboles. Herbívoros, pues. A un joven ejemplar rezagado lo acechaba un grupo de lo que parecían ser caballos… pero estos caballos, con dientes sobresalientes y movimientos tensos y vigilantes, parecían ser depredadores.

David dijo:

—El primer gran apogeo de los mamíferos. Bosques por todo el planeta, las tierras de pastoreo habían desaparecido por completo. Y también lo ha hecho la fauna moderna: no hay caballos, ni rinocerontes, ni cerdos, ni ganado vacuno, ni gatos, ni perros, que se encuentren completamente evolucionados…

Cada pocos segundos, la cabeza de la abuela se movía hacia un lado y hacia otro con nerviosidad, incluso mientras masticaba frutos y hojas. Bobby se preguntaba qué depredadores podrían descolgarse amenazadores desde este extraño cielo, para tomar como blanco a un primate desprevenido.

Con el consentimiento sin palabras de Bobby, David soltó el instante y cayeron una vez más por el tiempo. El fondo se borroneó para convertirse en una acuarela azul verde, y la cara de la antepasada se deslizó, haciéndose más pequeña, con los ojos más abiertos y habitualmente negros: quizá se había vuelto nocturna.

Bobby vio de modo fugaz la vegetación, espesa y verde, en gran parte, para nada familiar. Y, no obstante, la tierra tenía apariencia de estar extrañamente vacía: no había herbívoros gigantes, ni carnívoros que los persiguieran cruzando el vacío escenario que estaba más allá de la cara de mejillas estrechas, ensombrecida, con ojos enormes, de la antepasada. El mundo era como una ciudad abandonada por los seres humanos, pensó Bobby, con los seres diminutos, las ratas y los ratones y los ratones de campo, excavando sus madrigueras entre las enormes ruinas.

Pero ahora los bosques empezaban a retroceder otra vez, disolviéndose como bruma de verano. Pronto la tierra se volvió esquelética: una planicie señalada por tocones rotos de árboles que alguna vez debieron de haber sido muy altos.

De repente se acumuló hielo, que se extendió por el suelo en forma de gruesas lenguas. Bobby podía sentir la vida que se iba estirando fuera de este mundo como una marea lenta.

Y entonces vinieron nubes, que sumergieron el mundo en la oscuridad. La lluvia, entrevista, empezó a saltar del terreno oscurecido. Grandes pilas de huesos se rearmaban desde el barro y la carne se acumulaba sobre ellos formando protuberancias grises.

—Lluvia ácida —murmuró David.

Destelló luz, encandilante, abrumadora.

No era la luz del día, sino un incendio que parecía abarcar todo el paisaje. La violencia del fuego era enorme, alarmante, aterrorizante.

Pero retrocedió.

Bajo un cielo plomizo, los incendios empezaron a aplastarse formando llamaradas aisladas que iban menguando más, cada llama derrotada devolviéndole el verdor a otra rama con hojas. Por fin, el fuego se redujo a bodoques candentes y compactos que saltaban hacia el cielo y las chispas que huían se fusionaban dando una nube de estrellas fugaces bajo un cielo negro.

Ahora, las nubes negras espesas se retiraban como una cortina. Sopló un poderoso viento que devolvió las ramas arruinadas a los árboles, llevando con suavidad a bandadas de seres voladores a las ramas. En el horizonte se estaba acumulando un abanico de luz, que se volvía rosado y blanco, para al final convertirse en una línea de energía cuya irradiación apuntaba directamente hacia el cielo.

Era una columna de roca fundida.

La columna se derramó dando un fulgor anaranjado y, como si fuera un segundo amanecer, una masa incandescente, difusa, se alzó por sobre el horizonte. Una cola larga, también incandescente, se extendió por medio cielo describiendo una gran curva flamígera. Enmascarado por la luz del día, brillante en la noche, el cometa retrocedía día tras día, llevando su carga de destrucción de vuelta a las profundidades del Sistema Solar.

Los dos hermanos se detuvieron en un mundo súbitamente renovado, un mundo de riqueza y de paz.

La antecesora, con sus ojos muy abiertos, caminaba por esa tierra como una criatura asustada o quizás incautamente atrapada allí.

A unos pasos de ella, Bobby vislumbró lo que parecía ser la costa de un mar interior. Selvas lujuriantes llegaban hasta las pantanosas tierras bajas que bordeaban la costa y un río ancho descendía desde lejanas montañas azules. Cocodrilos de anchos lomos con crestas cortaron las aguas barrosas y lentas del río. En esta tierra abundaba la vida, y sin ser demasiado familiar en los detalles no difería mucho de aquella tierra propia de la juventud de Bobby.

Pero el cielo no era de un verdadero azul, más bien era de un sutil violeta, pensó; hasta las formas de las nubes que se diseminaban en lo alto, parecían extrañas. Quizás el aire mismo era diferente aquí, tan en lo profundo del tiempo.

Una manada de criaturas cornadas se desplazaba a lo largo de la pantanosa costa. Tenían aspecto parecido al de los rinocerontes, pero sus desplazamientos eran extraños, casi parecidos a los de un pájaro, caminaban con lentitud, mascaban las ramas del follaje, hacían sus nidos, luchaban, se limpiaban. Se veía también una manada de lo que, a primera vista, parecían ser avestruces, que caminaban erguidos, subiendo y bajando la cabeza al compás del desplazamiento, con movimientos nerviosos y mirando suspicaces.

En los árboles, Bobby entrevió una sombra enorme que se desplazaba con lentitud, como si hubiera estado siguiendo el rastro de los gigantescos comedores de plantas. Quizá se trataba de un carnívoro… incluso, pensó con un estremecimiento de emoción, un raptor.

Alrededor de las manadas de dinosaurios revoloteaban nubes de insectos.

—Somos privilegiados —comentó David—, tenemos una visión relativamente buena de la vida silvestre. La era de los dinosaurios resultó ser inmensa, desconcertante, carente de vitalidad y, en su mayor parte, vacía. Se extiende, después de todo, más de centenares de millones de años.

—Pero —repuso Bobby secamente— fue algo así como desconcertante descubrir que el Tiranosaurio Rex era, después de todo, un animal que se alimentaba de carroña. Toda esta belleza, David, y ninguna mente para apreciarla. ¿Estuvo esperando todo el tiempo por nosotros?

—Sí, claro, la belleza que no se ve: «¿Es que a las hermosas conchas espiraladas y en forma de cono de la época del eoceno y a los amonitas esculpidos y llenos de gracia del período secundario se los creó para que, millones de años después, el hombre pudiera admirarlos en su gabinete de investigación?». Darwin, El origen de las especies.

—Supongo que no. Éste es un lugar antiguo, Bobby. Lo puedes ver, una comunidad remota que evolucionó unida en el transcurso de millones de años. Y, sin embargo,…

—Y, sin embargo, todo eso iba a desaparecer cuando el Ajenjo del cretácico produjo su daño.

—La Tierra no es más que un inmenso cementerio, Bobby y, a medida que nos sumergimos cada vez más en el pasado, todos esos huesos se alzan otra vez para confrontarnos…

—No del todo, tenemos los pájaros.

—Los pájaros, sí. Un final bastante hermoso para este argumento secundario en particular de la evolución, ¿no crees? Esperemos que nosotros tengamos tan buen final. Prosigamos.

—Sí.

Así que se zambulleron una vez más, cayendo con seguridad a través del verano mesozoico de los dinosaurios, doscientos millones de años hacia atrás en el tiempo.

Antiguas selvas pasaron velozmente como una acuarela verde sin significado ante la mirada de Bobby, sirviendo de marco a los ojos tímidos y sin inteligencia de millones de generaciones de ancestros que se reproducían, se esperanzaban, morían.

El verdor se convirtió bruscamente en un claro, revelando una llanura plana polvorienta y un cielo vacío.

La tierra despojada era un desierto, endurecido y chato por el calor abrasador de un sol alto y feroz; las arenas tenían color uniformemente rojizo. Hasta las colinas se habían desplazado y fluido, tan profundo era el tiempo al que habían llegado.

La antepasada que se hallaba aquí era un pequeño ser, parecido a un reptil, que mordisqueaba concienzudamente lo que parecía ser los restos de una cría de rata. Estaba en el borde de un bosque de baja altura formado por helechos y coníferas achaparrados, que lindaba con un río que formaba meandros.

Algo así como una iguana correteaba por las cercanías, en cuya boca centelleaban filas de dientes agudos. Quizás era la madre de todos los dinosaurios, reflexionó Bobby. Y más allá de los árboles, Bobby divisó lo que parecían ser jabalíes de verruga, que gozaban en el barro próximo al agua de moroso desplazamiento.

David gruñó:

Lycosaurus —dijo—, las criaturas más afortunadas que hayan vivido jamás. El único animal grande que sobrevivió al evento de la extinción…

Bobby estaba confundido.

—¿Te refieres al cometa que aniquiló los dinosaurios?

—No —dijo David con tono lúgubre—. Me refiero a otro, por el que pronto tendremos que pasar, doscientos cincuenta millones de años en el pasado. El peor de todos…

Así que fue por eso que el grandioso panorama de la jungla lujuriante de los dinosaurios había desaparecido. Una vez más, la Tierra se estaba vaciando de vida. Bobby experimentó una profunda sensación de pavor.

Descendieron una vez más.

Por fin, los últimos árboles achaparrados se redujeron hasta convertirse en sus semillas enterradas y lo último de verdor —malezas y arbustos que luchaban por sobrevivir— se marchitó y murió. Una tierra calcinada empezaba a reconstituirse a sí misma: un lugar de tocones quemados y ramas caídas y, por aquí y por allá, huesos amontonados. Las rocas, cada vez más expuestas a la marea en retroceso de la vida, se habían vuelto poderosamente rojas.

—Es como Marte.

—Y por el mismo motivo —dijo David con tono lúgubre—. Marte no tiene vida, sus sedimentos se herrumbraron, se quemaron lentamente, sometidos a la erosión y al viento, a un calor y frío devastadores. Y así en la Tierra, donde nos acercamos a ésta, la más grande de las muertes, ocurrió lo mismo: las rocas se fueron erosionando.

»Y a través de todo esto, una cadena de antepasados se aferró a la vida, subsistiendo en hondonadas poco profundas situadas en el borde de mares interiores que casi, pero no del todo, se habían secado hasta convertirse en cuencas de letal polvo marciano.

»La Tierra de estos períodos era muy diferente, —dijo David—. La tendencia tectónica había hecho que todos los continentes se reunieran formando un solo conjunto gigantesco, la masa terrestre más grande de la historia del planeta. A las zonas tropicales las dominaban desiertos inmensos, en tanto que a las latitudes altas las flagelaba la glaciación. En el interior del continente, el clima oscilaba de manera violenta entre el calor brutal y el congelamiento absoluto.

Este mundo ya frágil debió sufrir un nuevo desastre causado por el excesivo dióxido de carbono, que ahogaba a los animales: el efecto calentamiento de invernadero agravando el clima que era casi letal.

—La que sufrió en particular fue la vida animal viendo reducido su hábitat a los charcos. Pero para el hombre está casi acabada, Bobby; el exceso de dióxido de carbono está regresando hacia el lugar de donde provino: profundas trampas marinas y un gran derrame de basaltos de desbordamiento en Siberia, gases que habían surgido desde el interior de la Tierra para envenenarle la superficie. Y pronto ese monstruoso mundo continental se dividirá.

»Tan sólo recuerda esto: la vida sobrevivirá. De hecho, nuestros antepasados lo hicieron. Concéntrate en eso. Si no, no habríamos llegado hasta aquí.

Mientras Bobby estudiaba la vacilante mezcla de rasgos de reptil y de roedor que se centraba en su visión, encontró que esa idea le daba muy poco consuelo.

Se desplazaron más allá del pulso de extinción, hacia el pasado más profundo.

La Tierra que estaba en etapa de recuperación parecía un sitio muy diferente. No había señales de montañas y los antepasados se aferraban a la vida en las márgenes de enormes mares interiores poco profundos, que avanzaban y retrocedían a medida que pasaban los milenios. Y, con lentitud, después de millones de años, cuando los gases asfixiantes retrocedieron al interior del suelo, el verdor volvió al planeta Tierra.

La antepasada se había convertido en una criatura similar a un palmípedo y muy inclinada sobre el suelo, cubierta por una corta pelambre pardo grisácea. A medida que las generaciones se sucedían con celeridad, la mandíbula se alargaba; el cráneo cambiaba de morfología, estirándose hacia atrás y, al final, pareció haber perdido los dientes, para terminar con una boca parecida a un pico. Ahora la pelambre se había reducido por completo y el hocico se había alargado más, y la antepasada se transformó en un ser que, para el ojo sin experiencia de Bobby, resultaba indiferenciable de una lagartija.

Advirtió que se estaban acercando a una profundidad tan grande en el tiempo que las grandes familias de animales terrícolas —las tortugas, los mamíferos y lagartijas, cocodrilos y pájaros— estaban volviendo a fusionarse formando el grupo madre, los reptiles.

Entonces, después de más de trescientos cincuenta millones de años más atrás, la antepasada volvió a cambiar su morfología: la cabeza se redujo, sus miembros fueron más cortos y gruesos; el cuerpo se hizo más estilizado. Quizás ahora era un anfibio. Finalmente, esos miembros rechonchos se convirtieron en simples aletas lobuladas que se fundían en el cuerpo.

—La vida está en regresión sobre la Tierra —explicó David—. El último de los invertebrados, probablemente un escorpión, está arrastrándose de vuelta hacia el mar. En tierra, las plantas pronto perderán las hojas y ya no van a ser erectas. Y después de eso, la única forma de vida que quedará sobre la tierra serán simples formas incrustadas.

De pronto, Bobby estuvo sumergido y su abuela en regresión lo llevó al interior de aguas poco profundas.

El agua estaba poblada de vida, abajo había un arrecife de coral que se extendía en el azul lechoso. A lo largo del banco de piedras había esparcidas lo que parecían ser flores de pecíolo largo, a través de las cuales nadaba una impresionante variedad de seres encerrados en conchas, moviéndose en busca de comida. Bobby reconoció los nautiloides, que se parecían a una amonita gigante.

La antepasada era un pez pequeño, parecido a una hoja de cuchillo y carente de rasgos notables, una más de un cardumen que salía disparado de un lado para otro, con desplazamientos tan complejos y nerviosos como los de cualquier especie moderna.

A lo lejos, un tiburón nadaba sin prisa, su silueta inconfundible aun con todo el tiempo que había transcurrido. El cardumen, asustado por el depredador, huyó a toda velocidad y Bobby sintió un impulso de empatía por sus ancestros.

Los dos hermanos aceleraron una vez más, cuatrocientos millones de años para atrás, cuatrocientos cincuenta.

Hubo una gran actividad de experimentación evolutiva, cuando variedades de armadura ósea pasaron como parpadeo sobre los cuerpos blandos de los ancestros, algunos de los cuales parecieron durar poco más que unas pocas generaciones, como si aquellos peces primitivos hubieran perdido las mañas para desarrollar el plan de un cuerpo adaptativo. Para Bobby resultaba claro que la vida era una acumulación de información y de complejidad, datos almacenados en las estructuras mismas de los seres vivos, que se habían obtenido con gran esfuerzo en el transcurso de millones de generaciones, a costa de dolor y muerte y que, ahora, se estaban esparciendo en forma casi descuidada.

En ese momento, el feo pez primigenio desapareció. David volvió a retrasar el retroceso cronológico.

No había peces en este antiguo mar. La antepasada ya era un animal pálido parecido a un gusano, que se agazapaba en un lecho marino de arena ondulada.

David comentó:

—A partir de ahora, las cosas se vuelven más simples: solamente hay pocas algas y por fin, mil millones de años en el pasado, nada más que vida unicelular, que se mantiene así hasta el principio.

—¿Cuánto más atrás?

David le contestó con tranquilidad:

—Bobby, apenas hemos comenzado. Tenemos que viajar el triple de profundidad temporal que la que tenemos en este instante.

Se reanudó el descenso.

La antepasada era un gusano burdo cuya forma mutaba y pasaba titilando ante la vista… y ahora, de repente, se marchitaba hasta convertirse en una mera mancha de protoplasma engastada en una maraña de algas.

Y cuando cayeron un poco más, únicamente quedaban las algas. Bruscamente se vieron lanzados hacia la oscuridad.

—Mierda —dijo Bobby—. ¿Qué pasó?

—No lo sé.

David dejó que cayeran aún más profundamente, un millón de años, dos. Sin embargo, la oscuridad universal continuaba.

Por fin, David rompió el vínculo con la antepasada de este período, un microbio o un alga primitiva y llevó el punto de vista fuera del océano, para que flotara mil kilómetros por encima del centro de la Tierra.

El océano era blanco, cubierto por hielo desde los polos hasta el ecuador, con grandes mantos surcados por las cicatrices de pliegues y arrugas de centenares de kilómetros de largo. Más allá del limbo de hielo del planeta, una Luna en cuarto creciente ascendía con su faz de cráteres inmutables como en los tiempos de Bobby, sus rasgos ya inimaginablemente antiguos. Pero la nueva Luna brillaba, bajo la luz reflejada por la Tierra, casi con la misma intensidad que la Luna creciente bajo la luz directa del Sol.

La Tierra había adquirido un brillo que encandilaba, quizá más intenso que el de Venus si pudiese apreciarse igualmente.

—Mira eso —susurró David. En alguna parte próxima al ecuador de la Tierra había una estructura circular de hielo, cuyas paredes se hallaban muy ablandadas y, en su centro, un montículo bajo erosionado.

—Ése es un cráter cuyo impacto es de tiempo remoto. Esa cobertura ha estado ahí desde hace mucho.

Reanudaron su descenso. Los detalles del desplazamiento de los mantos de hielo, las grietas, las crestas arrugadas y las líneas de montículos de nieve parecidos a dunas, se volvieron borrosos, hasta convertirse en una suavidad perlada. Pero aún persistía la congelación de todo el globo.

De repente, luego de una caída de otros cincuenta millones de años más, el hielo se despejó, como escarcha que se evapora de encima de una ventana calentada. Pero, justamente cuando Bobby sentía una oleada de alivio, el hielo volvió a cerrarse otra vez, cubriendo el planeta de polo a polo.

Hubo tres interrupciones más en la glaciación, antes de que por fin se despejara por completo.

El hielo reveló un mundo que era casi parecido al planeta Tierra, tenía océanos azules y continentes, pero los continentes eran absolutamente desérticos, dominados por ásperas montañas con cumbres cubiertas de hielo o por desiertos rojo herrumbre, continentes cuya forma era por completo desconocida para Bobby.

Pudo contemplar los lentos movimientos de los continentes al reunirse, ante la impronta tectónica, originando una sola masa continental gigantesca.

—Ésta es la respuesta —dijo David con tono severo—. El supercontinente, el aglutinarse y separarse alternativamente, es la causa de la glaciación. Esa enorme madre al separarse origina una mayor área litoral, lo que estimula la producción de mucha más vida, vida en este preciso momento restringida a microbios y algas que viven en mares interiores y aguas costeras poco profundas; además esa vida capta el exceso de dióxido de carbono que hay en la atmósfera. El efecto invernadero se desploma y el Sol es un poco más mortecino que en nuestra época…

—Y entonces, la glaciación.

—Sí. Encendido y apagado, durante doscientos millones de años; en donde no puede haber fotosíntesis ahí durante millones de años. Es asombroso que la vida lisa y llanamente se hubiera podido mantener.

Los dos descendieron una vez más hacia el interior del vientre del océano, y pusieron su atención en el seguimiento del ADN sobre una maraña indiferenciada de algas verdes: ahí, en alguna parte, estaba engarzada la extraordinaria célula, antecesora de todo ser humano que hubiera vivido jamás.

En la superficie, un pequeño cardumen de seres parecidos a medusas se desplazaba por las frías aguas azules. Más lejos, Bobby pudo detectar seres más complejos: frondas, bulbos, marañas en forma de colchón adheridas al fondo del mar o con flotación libre.

Bobby dijo:

—No me da la impresión de que ésas sean algas.

—¡Dios mío! —exclamó David—. Parecen ediacaranos: formas de vida multicelulares. Pero no está previsto que los ediacaranos evolucionen hasta dentro de un par de centenares de millones de años. Algo no está bien.

Retomaron su descenso. Los indicios de vida multicelular pronto se perdieron, a medida que la vida abandonaba lo que había aprendido dolorosamente.

Mil millones de años más atrás y otra vez cayó la oscuridad como un martillazo.

—¿Más hielo? —preguntó Bobby.

—Creo que entiendo —dijo David con voz grave—, fue un impulso de evolución, un suceso temprano, algo que no reconocimos a partir del examen de los fósiles, un intento de la vida por desarrollarse más allá de la etapa unicelular. Pero está condenado a que lo borre del mapa la glaciación que avanzó de manera vertiginosa, y se perderá doscientos millones de años de progreso. ¡Maldición, maldición!

Cuando el hielo se despejó, otros cien millones de años más atrás, otra vez hubo indicios de formas más complejas, multicelulares, de vida hurgueteando en los colchones de algas. Otro falso comienzo, al que iba a eliminar la salvaje glaciación, y otra vez los hermanos se vieron forzados a observar cómo la vida desaparecía hasta llegar a sus formas más primitivas.

Mientras caían a través de los largos eones desprovistos de características, presenciaron por cinco veces más la glaciación global sobre el planeta, matando los océanos, arrebatando la existencia de todas las formas de vida, con excepción de las más primitivas que hubiera en los hábitat más marginales. Era un salvaje ciclo de retroalimentación que se iniciaba con cada intento de los organismos vivientes de emerger en las playas de aguas poco profundas en los litorales continentales.

David dijo:

—Es la tragedia de Sísifo. Según el mito, Sísifo estaba condenado por los dioses a llevar una roca hasta la cumbre de una montaña subiéndola por la ladera, nada más que para verla rodar hacia atrás una y otra vez. Del mismo modo, la vida lucha por lograr complejidad e importancia, y una y otra vez se la vuelve a aplastar hasta dejarla reducida a su nivel más primitivo. Es una serie de Ajenjos de hielo que se repite sin cesar. Quizás esos filósofos nihilistas tenían razón: quizás esto es todo lo que podemos esperar del universo, un implacable aplastamiento de la vida y del espíritu, porque el estado de equilibrio del cosmos es la muerte…

Bobby dijo con tono lúgubre:

—Tsiolkovski una vez llamó a la Tierra la cuna de la especie humana. Y eso es, de hecho es la cuna de la vida. Pero…

—Pero —dijo David— es una maldita cuna que aplasta a sus ocupantes. Por lo menos, esto no podría ocurrir ahora. No totalmente de esta manera, de todos modos. La vida desarrolló ciclos complejos de realimentación, que controlan el flujo de masa y energía a través de los sistemas de la Tierra. Siempre hemos creído que la Tierra viviente era una totalidad de belleza. No lo es. La vida tuvo que aprender a defenderse del salvajismo geológico aleatorio del planeta.

Finalmente llegaron a un tiempo que estaba más profundo que cualquiera de las glaciaciones.

Esta joven Tierra tenía poco en común con el mundo en que se iba a convertir. El aire era visiblemente espeso, irrespirable, aplastante. No había colinas ni orillas, precipicios ni bosques. Una gran extensión del planeta parecía estar cubierta por un océano poco profundo sin continentes que lo dividan. El lecho marino era una corteza fina, resquebrajada y rota por ríos de lava que escaldaban los mares. Con frecuencia, gases espesos nublaban el planeta durante años. El proceso lo interrumpían los volcanes que se erguían por encima de la superficie y absorbían los gases llevándolos de vuelta hacia el interior.

Visto a través del espeso smog que se desplazaba, el Sol era una esfera fulgurante y feroz. La Luna era un enorme plato playo, y ya se podían reconocer sus rasgos actuales hoy conocidos.

Tanto la Luna como el Sol parecían correr por el cielo. Esta joven Tierra giraba con rapidez sobre su eje, frecuentemente hundiendo su superficie y su frágil cargamento de vida en la noche, mientras altísimas mareas barrían el castigado planeta.

Los antepasados que había en este sitio hostil no eran ambiciosos; generación tras generación de células sin características singulares vivían en enormes comunidades próximas a la superficie de aguas poco profundas. Cada comunidad empezaba como una masa de materia parecida a una esponja, que se habría de marchitar otra vez, estrato sobre estrato, hasta quedar una mancha única de verdor flotando en la superficie y deslizándose por el océano para fusionarse con alguna comunidad más antigua.

El cielo estaba muy ocupado, lleno de vida con el resplandor de meteoros gigantes que volvían al espacio profundo. Con frecuencia —con terrible frecuencia—, murallas de agua de varios kilómetros de altura corrían por todo el globo y convergían sobre una herida ardiente producida por el impacto desde el cual un asteroide o un cometa salían disparados hacia el espacio, iluminando brevemente el cielo lastimado antes de ir disminuyendo de tamaño en la oscuridad.

La violencia y lo frecuente de esos impactos parecía ir en aumento.

Y entonces, de manera repentina, la vida verde de los colchones de algas empezaba a emigrar por toda la superficie de los jóvenes y turbulentos océanos, arrastrando con ella a la cadena de antepasados, y también el punto de vista de Bobby. Las colonias de algas se fusionaban, volvían a desaparecer, se fusionaban, como si se hubieran estado consumiendo para regresar hacia un núcleo común.

Por fin se encontraron en un estanque aislado que se había formado en la depresión de un cráter amplio y de un impacto profundo, como si se hubiera tratado de una luna inundada. Bobby vio montañas de bordes puntiagudos, un pico central corto y romo. El estanque era de un verde deslucido, ceniciento y, en alguna parte de su interior, las cadenas de antepasados continuaban su ciego trabajo incesante y esforzado de regreso a la Nada.

De pronto, la tintura verde se marchitó, reduciéndose a pequeñas manchas aisladas y la superficie del lago dentro del cráter quedó cubierta con una nueva clase de espuma flotante, una maraña espesa ligeramente marrón.

—… Oh —susurró David, como si estuviera conmocionado—. Acabamos de perder la clorofila: la capacidad de elaborar energía a partir de la luz solar. ¿Ves lo que sucedió? A esta comunidad de organismos se la aisló del resto mediante algún impacto o accidente geológico, quizás el evento que formó este cráter. Acá se acabaron los nutrientes. A los organismos se los obligó a mutar o morir.

—Y mutar, mutaron —dijo Bobby—. Porque si no…

—Si no, no existiríamos.

Se sucedió una ráfaga de violencia, un borroneo de movimientos, avasallador e irresuelto: quizás éste era el fenómeno violento, aislante, sobre el que David había teorizado.

Cuando hubo terminado, Bobby se encontró debajo del mar una vez más, contemplando una maraña de espesa espuma marrón que se aferraba a una chimenea de humo, difusamente iluminada por el fulgor interno de la Tierra.

—Entonces, se llegó a esto —dijo David como comprendiendo—. Nuestros antepasados en lo más profundo del tiempo eran comedores de rocas, termófilos o, quizás, hipertermófilos, es decir, adaptados a las más elevadas temperaturas. Consumían los minerales que esas chimeneas inyectaban en el agua: hierro, azufre, hidrógeno. Toscos, ineficaces, pero vigorosos. No precisaban luz ni oxígeno; ni siquiera material orgánico.

Ahora Bobby se hundió en la sombra total. Pasó a través de túneles y grietas, reducido, contraído, en la más completa oscuridad sólo quebrada por ocasionales destellos débiles en rojo.

—¿David? ¿Estás ahí todavía?

—Estoy aquí.

—¿Qué nos está pasando?

—Estamos pasando por debajo del lecho marino. Estamos emigrando a través de la roca basáltica porosa que hay allí. Toda la vida que hay en el planeta se está conglutinando, Bobby, volviendo a retraerse a lo largo de las cordilleras oceánicas y los lechos basálticos del fondo del mar, fusionándose hasta un único punto.

—¿Adónde? ¿Adónde estamos emigrando?

—Hacia la roca profunda, Bobby. A un punto que está un kilómetro abajo. Será el último sitio en el que la vida podrá esconderse. Toda la vida que hay sobre la Tierra proviene de este lugar situado en lo más profundo de la roca, un verdadero refugio.

—¿Y de qué —preguntó Bobby, sintiendo un presagio— se tuvo que proteger la vida?

—Temo que estamos próximos a averiguarlo.

David hizo que ambos se elevaran y flotaran en el aire pestilente de esta Tierra carente de vida.

La luz allí era mortecina y anaranjada, como el crepúsculo en una urbe con smog. El Sol debía de estar por encima del horizonte, pero Bobby no lo pudo localizar con precisión, ni a la gigantesca Luna. La atmósfera se podía palpar por lo espesa y aplastante. El océano se revolvía debajo de ella, era negro, en algunos lugares hervía y el fracturado lecho estaba bordado con fuego.

El cementerio está verdaderamente vacío ahora, pensó Bobby. Con la excepción de ese único refugio pequeño y hundido en lo profundo —y que contiene a mis antepasados más lejanos—, estas rocas jóvenes han entregado todos sus muertos encerrados entre los estratos.

Y ahora se estaba acumulando un manto de nubes negras, como si un dios impetuoso lo hubiera extendido por todo el cielo.

Comenzó entonces una lluvia invertida: desde la apretada superficie del océano surgían varillas de agua en dirección a las nubes, las que empezaban a expandirse.

Un siglo transcurrió, y la lluvia todavía rugía hacia lo alto saliendo del océano, sin reducir su ferocidad en lo más mínimo. En verdad, tan voluminosa era la lluvia que pronto los niveles del océano empezaron a descender de manera perceptible. Las nubes se engrosaron aún más y los océanos se achicaron, formando estanques aislados de salmuera en las cavidades más profundas de la superficie agrietada y azotada de la Tierra.

Este proceso llevó dos mil años. La lluvia no se detuvo hasta que los océanos hubieran regresado a las nubes y la tierra quedara seca.

Y la tierra empezó a fragmentarse más.

Pronto, las grietas con brillo incandescente que había en el suelo desnudo se ensancharon, se hicieron más brillantes, y la lava pulsaba y fluía. Finalmente sólo quedaron islas aisladas, astillas de roca que se contraían y fundían, y un nuevo océano cubrió como un manto la Tierra, un océano de roca fundida, de centenares de metros de profundidad.

Se sucedía una nueva lluvia invertida, una horrible tormenta de brillante roca fundida que saltaba hacia lo alto desde el suelo. Los corpúsculos de roca se unieron a las nubes de agua, por lo que la atmósfera se convirtió en un infernal estrato de partículas de roca incandescente y vapor de agua.

—Increíble —gritó David—. La Tierra está reuniendo una atmósfera de vapor de roca de cuarenta o cincuenta kilómetros de espesor, que ejerce una presión superior en cien veces a la de nuestra atmósfera. La energía térmica que contiene es estupenda, la parte superior de las nubes del planeta debe estar refulgiendo. La Tierra está brillando convertida en una estrella de vapor de roca.

Pero la lluvia de roca estaba quitando el calor de la tierra golpeada, y con rapidez, en el lapso de unos meses, el suelo se había enfriado hasta alcanzar la solidificación. Por debajo de un cielo refulgente, se estaba volviendo a formar agua líquida, nuevos océanos conglutinándose a partir de las nubes que se enfriaban. Pero los océanos se formaban hirviendo, al estar la superficie en contacto con vapor de roca. Y entre los océanos, surgían montañas, que no se fundían, a partir de charcos de escoria.

Y ahora una pared de luz pasó velozmente frente a Bobby, arrastrando con ella un frente de nubes hirvientes y vapor, en una ráfaga de inimaginable violencia. Bobby lanzó un grito de terror…

David redujo la velocidad de descenso que llevaban en el tiempo. La Tierra se recuperó una vez más.

Los océanos, de un color negroazulado, estaban en calma. El cielo, vacío de nubes, era una cúpula verdosa. La Luna era perturbadoramente enorme, con su aspecto devastado, y la cara del Viejo que le era familiar a Bobby, aunque le faltaba el ojo derecho. Y había un segundo Sol, una fulgurante bola cuya luminosidad sobrepasaba la de la Luna con una cola que se extendía por el cielo.

Un cielo verde —murmuró David—. Qué extraño. ¿Metano, quizá? ¿Pero cómo?…

—¿Qué demonios es eso? —dijo Bobby.

—¡Oh! ¿Un cometa? Un verdadero monstruo. Del tamaño de asteroides actuales como Vesta o Palas; de unos quinientos kilómetros de anchura, quizá. Cien mil veces la masa del asesino de dinosaurios.

—El tamaño del Ajenjo.

—Sí. Recuerda que la Tierra en sí se formó por impactos, conglutinándose a partir de una andanada de planetesimales que estaban en órbita alrededor del Sol joven. El impacto más poderoso de todos probablemente fue la colisión con otro mundo joven que casi nos parte en dos.

—El impacto que formó la Luna.

—Después de eso la superficie se volvió relativamente estable; pero aún la Tierra estaba sometida a impactos inmensos, decenas o centenares de ellos en el lapso de unos pocos centenares de millones de años; un bombardeo cuya violencia ni siquiera podemos alcanzar a imaginar. La tasa de impactos fue disminuyendo a medida que a los planetesimales restantes los iban absorbiendo los planetas, y hubo un período de tranquilidad y paz, de relativa inmovilidad, que duró unos centenares de millones de año. Y después esto. La Tierra tuvo la mala suerte de toparse con un gigante así en la etapa más tardía de este período de impactos. Y un impacto como éste era lo suficientemente intenso como para hacer hervir los océanos, hasta fundir las montañas.

—Pero sobrevivimos —señaló Bobby con tono sombrío.

—Sí. En nuestro nicho profundo, caliente.

Cayeron hacia adentro de la Tierra una vez más, y Bobby se encontró sumergido en la roca junto con sus antepasados más lejanos: una raspadura de microbios termófilos.

Esperó en la oscuridad, mientras incontables generaciones se iban soltando sucesivamente hacia atrás en el tiempo.

Entonces, en forma nebulosa, vio luz otra vez.

Estaba ascendiendo por alguna clase de columna hueca, como por un pozo, en dirección a un círculo de luz verde: el cielo de esta Tierra extraña, previa al bombardeo. El círculo se amplió hasta que Bobby se elevó a la luz.

Tuvo un poco de problemas para interpretar lo que vio a continuación.

Le parecía estar dentro de una caja de algún material vítreo. El antepasado tenía que estar aquí junto con él, una sola célula tosca entre millones que subsistían en este recipiente. La caja estaba colocada sobre una especie de pedestal y, desde aquí, Bobby pudo mirar por encima…

—¡Oh, Dios bendito! —exclamó David.

Era una ciudad.

Bobby vislumbró un archipiélago de pequeñas islas volcánicas que se alzaban desde el mar azul. Pero las islas estaban unidas por puentes anchos y planos. Sobre el suelo, paredes bajas señalaban formas geométricas como si fueran campos; pero éste no era un paisaje humano. Los campos parecían tener forma de distintas variaciones de hexágonos. Hasta había edificios, bajos y rectangulares, como hangares de avión. Bobby pudo discernir desplazamientos entre los edificios, una especie de tráfico; pero estaba demasiado lejos como para diferenciarlos.

Y entonces, algo se desplazó hacia él.

Parecía ser un trilobita, quizás. Un cuerpo bajo segmentado había centelleado bajo el cielo verde. Eran conjuntos de patas —¿seis u ocho?— que vibraban por el desplazamiento, con algo que parecía una cabeza en la parte anterior.

Una cabeza que con su boca sostenía una herramienta de metal destellante.

La cabeza se levantó hacia Bobby, que trató de discernir los ojos de este ser imposible. Sentía como si pudiera extender la mano y tocar esa cara de quitina, y…

… y el mundo volvió bruscamente a la oscuridad.

Eran dos ancianos que habían pasado demasiado tiempo en la realidad virtual, y el Motor de Búsqueda los había echado. Bobby, tendido en el suelo y algo atontado, pensó que el haber sido despedidos era probablemente una bendición.

Se puso de pie, se estiró y frotó sus ojos.

Anduvo a los tropezones por la Fábrica de Gusanos, una solidez y una suciedad que parecía irreal después del espectáculo de cuatro mil millones de años que acababa de soportar. Encontró un robot teleguiado que portaba café, ordenó dos tazas y sorbió sin respirar un trago de café caliente. Después, sintiéndose ya casi devuelto a su condición humana, se volvió a su hermano. Sostuvo el café hasta que David, con la boca abierta y los ojos vidriosos, se sentó y tomó la taza.

—Los sísifos —murmuró David con la voz seca.

—¿Qué?

—Así es como debemos llamarlos. Evolucionaron en la Tierra primitiva, en el intervalo de estabilidad que hubo entre los primeros y últimos bombardeos. Eran diferentes de nosotros… El cielo de metano. ¿Qué pudo haber querido decir eso? Quizás hasta su bioquímica era novedosa, basada en compuestos de azufre o con amoníaco como solvente, o… Y claro está —dijo agarrando el brazo de Bobby—, entiendes que debieron de haber tenido muy poco en común con los seres seleccionados para el refugio. El refugio de nuestros antepasados. No más que lo que tenemos con las exóticas flora y fauna que todavía se aferra a las chimeneas de lo profundo del mar. Pero ellos, los termófilos, nuestros antepasados, fueron la mejor esperanza para la supervivencia…

—David, espera un poco. ¿De qué estás hablando?

David lo miró, perplejo.

—¿Aún no entiendes? ¡Eran inteligentes! Los sísifos. Pero estaban condenados. Lo vieron venir, ¿ves?

—El gran cometa.

—Exacto. Del mismo modo que podemos ver nuestro propio Ajenjo. Y sabían qué iba a provocar en su mundo: que los océanos hiervan, incluso que las rocas se fundan centenares de metros hacia abajo. Los viste. Su tecnología era primitiva. Eran una especie joven. No tenían manera de escapar del planeta o sobrevivir ellos mismos al impacto o desviar el objeto que haría impacto. Estaban condenados, no tenían a qué recurrir. Y, aun así, no sucumbieron a la desesperación.

—Enterraron el refugio, y lo hicieron con la profundidad suficiente como para que el pulso de calor no lo pudiera alcanzar.

—Sí. ¿Lo ves? Ellos trabajaron denodadamente para conservar la vida, o sea nosotros, Bobby; aun en medio de la catástrofe más grande que hubiese padecido el planeta.

»Y ése es nuestro destino, Bobby. Así como los sísifos conservaron su puñado de microbios termófilos para que sobrevivieran al impacto, así como esas marañas de algas y plantas marinas lucharon para llegar vivas a los salvajes episodios de glaciación, así como la vida compleja, al evolucionar y adaptarse, sobrevivió a las catástrofes posteriores de vulcanismo, impacto y accidentes geológicos; así tenemos que hacerlo nosotros. Incluso los Unificados, la nueva evolución de la mente, son parte de un solo hilo de unión que se remonta al origen de la vida misma.

Bobby sonrió.

—¿Recuerdas lo que Hiram solía decir? «No hay límites para lo que podemos lograr, si trabajamos juntos».

—Sí. Así es exactamente. Hiram no era tonto en absoluto.

Afectuosamente, Bobby tocó el hombro de su hermano.

—Pienso…

… y una vez más, sin advertencias, el mundo volvió a la oscuridad.