En la Fábrica de Gusanos, David se sentó ante una gran pantalla flexible que estaba montada en la pared.
La cara de Hiram lo miraba con fijeza: un Hiram más joven, una cara más suave… pero Hiram sin la menor duda. La cara estaba enmarcada por un paisaje urbano iluminado con luz mortecina: bloques habitacionales deteriorados e inmensos sistemas de caminos, un sitio al que parecía que se lo había diseñado para excluir a los seres humanos. Esto era en las afueras de Birmingham, una gran ciudad en el corazón de Inglaterra, justo antes del final del siglo XX… algunos años antes de que Hiram hubiera abandonado ese viejo y decadente país con la esperanza de tener una oportunidad mejor en Norteamérica.
David había logrado suceso en la combinación del dispositivo para seguimiento de ADN de Mavens, con un sistema de guía por cámara Gusano, y lo había extendido para que cruzara las generaciones. Por eso, así como se las había ingeniado para explorar de manera retrospectiva a lo largo de la línea de la vida de Bobby, de manera análoga ahora había hecho el seguimiento hasta el padre de Bobby, el creador del ADN de Bobby.
Y ahora, impulsado por la curiosidad, pretendía ir aún más lejos, buscando sus propias raíces… lo que, al fin y al cabo, era la única historia que importaba.
En la oscuridad del cavernoso laboratorio, una sombra pasó de un extremo a otro de la pared, sin tener una fuente que la hubiera generado. La percibió con la visión periférica; no le dio importancia.
Sabía que se trataba de Bobby, su hermano. David no sabía por qué estaba aquí. Se acercaría a David cuando estuviera listo.
David cerró los dedos en torno a un pequeño control por palanca de mando, y lo apretó hacia adelante.
La cara de Hiram se alisó, volviéndose más joven. El fondo se convirtió en un borrón alrededor de él. Una nevisca de días y noches, de edificios apenas visibles… a la que reemplazaron llanuras gris verdoso: la campiña de Fens en la que había crecido Hiram. Pronto, la cara de Hiram se contrajo sobre sí misma y se volvió inocente, aniñada, y en un instante se marchitó hasta transformarse en la de un bebé.
Y la reemplazó de pronto la cara de una mujer.
La mujer le estaba sonriendo a David o, mejor dicho, a alguien que estaba detrás del invisible punto de vista de la cámara gusano que revoloteaba ante los ojos de ella. David había elegido este punto de referencia para seguir la línea de ADN de mitocondria, que se transmitía sin cambios de madre a hija… y por eso ésta era, claro, su abuela. Era joven, estaba en mitad de la veintena… por supuesto que era joven: el seguimiento del ADN habría hecho la conmutación de ella a Hiram en el instante de la concepción de éste. Piadosamente, David no iba a ver a estas abuelas envejecer. Era hermosa, con una belleza serena y un aspecto que David pensó que era clásicamente inglés: pómulos altos, ojos azules, cabello rubio rojizo atado atrás de la cabeza formando un rodete alto.
El linaje asiático de Hiram había venido por línea paterna. David se preguntaba qué dificultad le habría ocasionado a esta bonita joven ese amorío en aquel tiempo y lugar.
Y detrás de él, en la Fábrica de Gusanos, sintió que esa sombra se deslizaba cada vez más cerca de donde estaba él.
Apretó el bastón de mando y se reanudó el matraqueo de días y noches. La cara se volvió como de niñita, su cambiante estilo de peinado titilando en el borde de la visibilidad. En ese momento, la cara pareció perder su forma volviéndose borrosa, ¿irrupciones súbitas de gordura infantil?, antes de contraerse y adoptar la falta de forma de la infancia.
Otra transición brusca. Su bisabuela, entonces. Esta mujer joven estaba en una oficina, el ceño fruncido, con gesto de concentración; el cabello, una ridículamente complicada escultura de pliegues dispuestos formando un ovillo apretado. En el fondo, David alcanzó a ver más mujeres, la mayoría jóvenes, que, dispuestas en filas, trabajaban con intensidad ante toscas calculadoras mecánicas que eran verdaderos armatostes, en las que laboriosamente hacían girar teclas, palancas y manijas. Ésta debía de ser la década de 1930, muchísimos años antes del nacimiento de la computadora con silicio. Quizás éste era un centro tan complejo de información como cualquier otro del planeta. Inclusive esta época pasada, a pesar de lo próxima que estaba de la suya propia, era un país diferente, reflexionó Bobby.
Liberó a la muchacha de su trampa en el tiempo, y ella decreció bruscamente hacia la infancia.
Pronto otra mujer lo estaba contemplando. Iba vestida con falda larga y una blusa mal confeccionada que le quedaba mal. Estaba agitando la bandera inglesa y la estaba abrazando un soldado que llevaba un casco plano de lata. La calle que estaba detrás de la mujer se hallaba llena de gente, hombres de traje y otros de gorra y mono de mecánico; las mujeres, con abrigos largos. Estaba lloviendo, un día desolador de otoño, pero a nadie parecía importarle.
—Noviembre de 1918 —dijo David en voz alta—, el Armisticio. El final de cuatro años de sangrienta matanza en Europa. Por cierto que no habría sido una mala noche para concebir un hijo. —Se dio vuelta.
—¿No lo crees así, Bobby?
La sombra, inmóvil contra la pared, pareció vacilar. Después se separó, desplazó con libertad y adoptó el contorno de una forma humana. Manos y cara aparecieron, flotando incorpóreas.
—Hola, David —Siéntate conmigo— invitó David.
Su hermano se sentó y crujió la tela del traje de recubrimiento inteligente. Parecía desmañado, como si no hubiera estado acostumbrado a estar tan cerca de alguien sin ocultarse. No importaba: David nada exigía de él.
La cara de la muchacha del Día del Armisticio se suavizó, disminuyó, se contrajo hasta convertirse en la de un bebé y se produjo otra transición: una muchacha con algunos de los rasgos de sus descendientes: los ojos azules y el cabello rubio rojizo, pero más delgada, más pálida y con las mejillas hundidas. Al tiempo que se iba despojando de años, la joven se desplazaba a través de un borrón de escenas urbanas oscuras —fábricas y casas con azotea— y, en ese momento, un relámpago de niñez, otra generación, otra muchacha, el mismo paisaje deprimente.
—Parecen tan jóvenes —murmuró Bobby, su voz se oía ronca, como si no se la hubiera usado desde hacía mucho.
—Creo que vamos a tener que habituarnos a eso —dijo David con tono lúgubre—. Ya estamos bien avanzados dentro del siglo XIX. Los grandes progresos en medicina se están perdiendo y la conciencia de la importancia de la higiene es rudimentaria. La gente está muriendo de enfermedades simples, curables. Y, claro está, estamos siguiendo una línea de mujeres que, como mínimo, vivieron lo suficiente como para llegar hasta la edad en que podían tener hijos. No estamos viendo a las hermanas, que murieron en la infancia sin dejar descendencia.
Las generaciones iban cayendo, las caras desinflándose como globos, una después de la otra, cambiando sutilmente de una generación a otra por efecto de la lenta deriva genética que estaba en acción.
Ahí apareció una muchacha cuya cara con cicatrices estaba surcada por lágrimas en el momento de dar a luz. A su bebé se lo habían sacado, David vio —o, mejor dicho, en esta visión con inversión del tiempo, se lo habían dado— instantes después del nacimiento. El embarazo se fue devanando en escenas de padecimiento y vergüenza, hasta que llegaron al momento que definió la vida de esa mujer: una brutal violación cometida, según parecía, por un miembro de la familia, un hermano o un tío. Purificada de esa oscuridad, la muchacha se volvía más joven, bonita, sonriente, su cara llenándose con esperanzas a pesar de la escualidez de su vida, pues hallaba belleza en lo simple: la breve apertura de una flor, la forma de una nube.
El mundo debía de estar lleno de esas biografías desdichadas, pensó David, avanzando, a medida que se hundían en el pasado, efectos que precedían a la causa, dolor y desesperación se desmoronaban a medida que se acercaban a la tabla rasa de la niñez.
Súbitamente, el fondo volvió a cambiar. Ahora, en torno a la cara de esta nueva abuela distante unas diez generaciones, había una campiña: pequeños terrenos, cerdos y vacas que raspaban el suelo, una multitud de niños mugrientos. La mujer estaba agobiada, le faltaban dientes, la cara, arrugada, le daba apariencia de vieja… pero David sabía que no podía tener más de treinta y cinco o cuarenta años.
—Nuestros ancestros eran granjeros —dijo Bobby.
—La mayoría de los de todos, antes de las grandes emigraciones hacia las ciudades. Pero se está desarrollando la Revolución Industrial. Es probable que ni siquiera puedan fabricar acero.
Las estaciones pasaron latiendo, verano e invierno, luz y oscuridad; y las generaciones de mujeres, hija a madre, seguían su ciclo más lento que iba de madre agobiada a doncella radiante a niña de ojos muy abiertos. Algunas de las mujeres irrumpían en la pantalla con caras contraídas por el dolor: eran aquellas infortunadas, cada vez más frecuentes, que habían muerto cuando estaban dando a luz.
La historia retrocedió. Los siglos desandaban su marcha, el mundo se estaba vaciando de gente. Por todas partes, los europeos se estaban retirando de las Américas, para olvidar pronto que esos grandiosos continentes existían siquiera, y la Horda de Oro, inmensos ejércitos de mongoles y tártaros, sus cadáveres levantándose de la tierra de un salto, se estaba volviendo a formar y a retroceder hacia el Asia central.
Nada de eso tocaba a esos labriegos ingleses que trabajaban denodadamente, sin educación ni libros, en el mismo trozo de suelo de generación en generación. Gente para la que, reflexionaba David, el recolector local del diezmo habría de ser una figura más formidable que la de Tamerlán o Kublai Khan. Si la cámara Gusano no hubiera mostrado otra cosa, pensaba, habría bastado esto: mostrar con impía claridad, que la vida de la mayoría de los seres humanos había sido desdichada y corta, privada de libertad, regocijo y comodidad, y que los breves momentos de luz se reducían a las sentencias que esos seres debían soportar.
Por fin, en torno de la cara enmarcada de una sola muchacha, el cabello pegajoso por la mugre y oscurecido; la piel, cetrina y la expresión ratonil, de cautela, hubo un brusco borrón de ambiente. Los dos hermanos percibieron fugazmente una campiña deprimente, una familia de refugiados vestidos con harapos y que caminaba sin cesar y, diseminadas por doquier, pilas de cadáveres que se estaban quemando.
—Una peste —dijo Bobby.
—Sí. Se ven forzados a huir. Pero no hay lugar alguno al que ir.
Pronto la imagen se estabilizó en otro jirón anónimo de tierra dispuesta en un paisaje plano, enorme y, una vez más, las generaciones de trabajo afanoso, interrumpidas de manera tan calamitosa, se reanudaron.
En el horizonte había una catedral normanda; una inmensa caja de arenisca que se alzaba con aire amenazador. Si esto era el Fens, la gran llanura situada al este de Inglaterra, entonces eso podía ser Ely. Ya con siglos de antigüedad, la gran construcción parecía una gigantesca nave espacial de arenisca que había descendido de los cielos y debió de haber dominado por completo el paisaje mental de esta gente que trabajaba sin cesar… lo que, claro está, era su propósito.
Pero incluso la gran catedral empezó a contraerse, desplomándose con sobrecogedora rapidez para convertirse en formas más pequeñas, más simples, para desaparecer finalmente por completo de la vista.
Y la cantidad de almas seguía disminuyendo, la gran marea de humanidades se estaba retirando de todo el planeta. Los invasores normandos ya debían de haber desmantelado sus grandes torres de homenaje y sus castillos, y retirado a Francia. Pronto las oleadas de invasores provenientes de Escandinavia y Europa habrían de regresar a su casa desde Gran Bretaña. Más a la distancia, mientras se aproximaban la muerte y el nacimiento de Mahoma, los musulmanes se estaban retirando del Norte de África. Para el momento en que a Cristo se lo bajó de la Cruz, en todo el mundo sólo iban a quedar alrededor de cien millones de seres humanos: menos de la mitad de la población de Estados Unidos de América hoy.
A medida que las caras de los ancestros pasaban en rapidísima sucesión, se produjo otro cambio de escena; una breve migración. Ahora estas familias distantes rasguñaban en una tierra de ruinas: paredes bajas, sótanos al descubierto, el suelo regado con bloques de mármol y otra piedra de construcción.
Después crecieron edificios como flores fotografiadas en plazos prefijados, las piedras desparramadas se juntaron.
David hizo una pausa. Se fijó en la cara de una mujer, su propio ancestro remoto a unas ocho generaciones de distancia. La mujer tenía cuarenta años quizás; era garbosa, el cabello rubio rojizo matizado con gris; los ojos, azules. La nariz sobresalía con orgullo. Aguileña.
Detrás de la mujer, los campos deprimentes habían desaparecido para ser reemplazados por un paisaje urbano ordenado: una plaza rodeada por columnatas y estatuas y edificios altos; los techos estaban cubiertos por tejas rojas. La plaza estaba repleta de puestos donde se ofrecían objetos para vender, comerciantes congelados en el acto de pregonar sus mercancías. Los comerciantes tenían aire cómico, tan empeñados como lo estaban en conseguir sus migajas de ganancia sin sentido, todos ellos ignorantes de las desoladas épocas que tenían en su propio futuro cercano, su propia muerte inminente.
—Un poblado romano —comentó Bobby.
—Sí. —David señaló la pantalla—; creo que ése es el Foro. Ésa es la basílica, probablemente, el concejo y los tribunales. Esas filas de columnatas conducen a tiendas y oficinas. Y el edificio que está por allá podría ser un templo…
—Todo se ve tan ordenado —musitó Bobby—, hasta moderno. Calles y edificios, oficinas y tiendas. Se puede ver que todo está dispuesto según un patrón de cuadrícula, como Manhattan. Siento como si pudiera entrar en la pantalla y buscar un bar.
El contraste entre esta islita de civilización y el mar de ignorancia, era un trabajo afanoso de siglos de amplitud que la rodeaba de forma impresionante, por lo que David se resistía a irse.
—Estás corriendo peligro al venir aquí —dijo.
La cara de Bobby, flotando sobre el recubrimiento, era como una máscara espectral a la que iluminaba la sonrisa congelada de su lejana bisabuela.
—Ya lo sé. Y también sé que estuviste ayudando al FBI. El seguimiento del ADN…
David suspiró.
—De no haber sido yo, algún otro lo habría desarrollado. Por lo menos, de esta manera sé qué se proponen. —Pulsó su pantalla flexible: un recuadro de imágenes más pequeñas se encendió alrededor de la imagen de la bisabuela—. Aquí. La cámara Gusano ve todos los cuartos y corredores vecinos. Esta vista aérea muestra la playa de estacionamiento. He incorporado una mezcla de reconocimiento infrarrojo. Si alguien se acercara…
—Gracias.
—Ha pasado mucho tiempo, hermano. No olvidé el modo en que me ayudaste a superar mi propia crisis, mi roce con la adicción.
—Todos tenemos crisis. No tienes por qué agradecer.
—Todo lo contrario… No me has dicho para qué viniste acá.
Bobby se encogió de hombros y el movimiento que se efectuó dentro del recubrimiento generó un borrón impreciso.
—Sé que nos has estado buscando, estoy bien y vivo. También lo está Kate.
—¿Y feliz?
Bobby sonrió.
—Si quisiera estar feliz tan sólo tendría que encender el micro-procesador que llevo en la cabeza. En la vida hay otras cosas además de la felicidad, David. Quiero que le lleves un mensaje a Heather.
David frunció el entrecejo.
—¿Es sobre Mary? ¿Está herida?
—No… no exactamente —Bobby se enjugó la cara, que estaba acalorada debido al recubrimiento inteligente—: se convirtió en uno de los Unificados. Vamos a tratar de encontrarla para volver a casa. Quiero que me ayudes a organizar eso.
Eran noticias perturbadoras.
—Por supuesto. Puedes confiar en mí.
Bobby sonrió de oreja a oreja.
—Lo sé. De otro modo no habría venido.
Y yo, pensó David con inquietud, desde la última vez que nos vimos he descubierto algo trascendental sobre ti.
Contempló la cara sincera, curiosa, de Bobby, iluminada por un día que había desaparecido hacía dos milenios: ¿era éste el momento de golpear a Bobby con otra revelación más sobre el increíble desastre que con su vida había hecho Hiram… quizás, en verdad el crimen mayor que Hiram hubiera cometido contra su hijo?
Más tarde, pensó. Más tarde. Ya llegará la ocasión.
Además, la imagen de la cámara Gusano seguía refulgiendo en la pantalla, tentadora, ajena, completamente irresistible. La cámara Gusano en todas sus manifestaciones había cambiado el mundo. Pero nada de eso importaba, pensó David, en comparación con esto: el poder de la tecnología para revelar lo que se había considerado perdido para siempre.
Habría tiempo suficiente para la vida, para sus complejas cuestiones, para lidiar con lo futuro carente de forma. Por ahora, la historia llamaba. David tomó la palanca de mando, la empujó hacia adelante y los edificios romanos se evaporaron como copos de nieve bajo el Sol.
Otro breve borrón de migraciones, y ahora había una nueva raza de ancestros: todavía con el característico cabello rubio rojizo y los ojos azules, pero sin vestigios de la nariz aguileña. En torno de las caras titilantes, David pudo ver fugazmente campos, pequeños y rectangulares, trabajados con arados de los que tiraban bueyes o, en épocas de mayor pobreza, por seres humanos inclusive. Había graneros de madera, ovejas y cerdos, ganado vacuno y cabras. Más allá de los campos agrupados vio terraplenes hechos en obra de tierra, lo que convertía la zona en un fuerte… pero bruscamente, cuando se hundieron con mayor profundidad en el pasado, a las obras de tierra las reemplazó una empalizada más tosca de madera.
Bobby dijo:
—El mundo se está volviendo más simple.
—Sí. ¿Cómo fue que lo expresó Francis Bacon?… «Los buenos efectos forjados por los fundadores de ciudades, los legisladores, los padres del pueblo, los extirpadores de tiranos y los héroes de esa clase, no se extienden más que por lapsos breves; en tanto que la obra del Inventor, si bien es algo de menos pompa y apariencia, se siente por doquier y dura para siempre». En este preciso momento se está librando la guerra de Troya con armas de bronce. Pero el bronce se rompe con facilidad, lo que explica por qué la guerra duró veinte años, relativamente con pocas bajas. Nos hemos olvidado de cómo fabricar hierro, así que no nos podemos matar los unos a los otros con tanta eficiencia como solíamos tener…
Continuaba el trabajo afanoso y con ahínco en los campos, prácticamente sin cambios de una generación a otra. Las ovejas y el ganado, si bien domesticados, se parecían mucho a las razas más silvestres.
Ciento cincuenta generaciones de profundidad, y las herramientas de bronce habían cedido el paso, por fin, a la piedra. Pero los campos que se trabajaban con piedra habían cambiado poco. Como el ritmo de cambios históricos había disminuido, David dejó pasar las imágenes con más rapidez. Transcurrieron doscientas, trescientas generaciones, las caras apenas vislumbradas convirtiéndose en forma borrosa en otras, lentamente moldeadas por el tiempo, el trabajo esforzado y la mezcla de genes.
Pero pronto eso significará nada, pensó David lúgubremente… nada, después del Día del Ajenjo. En esa oscura mañana, toda esta paciente lucha, el trabajo hasta deslomarse de miles de millones de vidas pequeñas, quedará arrasado. Todo lo que habremos aprendido y construido se perderá y hasta puede ser que ni siquiera queden mentes para recordar, para lamentar. Y la pared del tiempo estaba cercana, mucho más cercana que la primavera romana que habían llegado a ver. Podría quedar tan poco de la historia como para ponerse punto final a sí misma.
De pronto, ése fue un pensamiento insoportable, como si con la imaginación David hubiera absorbido la realidad del Ajenjo por primera vez. Tenemos que hallar una manera de empujarlo a un costado, pensó, por el bien de estos otros, de los antiguos que nos contemplan a través de la cámara Gusano. No debemos perder el significado de sus vidas ya desaparecidas.
Y entonces, de modo súbito, el fondo fue una mancha borrosa otra vez.
Bobby dijo:
—Nos volvimos nómadas. ¿Dónde estamos?
David pulsó un panel de referencia.
—Europa boreal. Nos hemos olvidado de cómo hacer agricultura. Las ciudades y los poblados se dispersaron. No más imperios, no más ciudades. Los seres humanos somos bestias bastante raras de hallar y vivimos en grupos y clanes nómadas, poblados que pueden durar una estación, o dos en el mejor de los casos.
Doce mil años más atrás detuvo la exploración.
Ella pudo haber tenido quince años de edad y sobre la mejilla izquierda llevaba, toscamente tatuado, un sello redondo de alguna clase. Parecía estar con una salud vigorosa. Llevaba un bebé envuelto en cuero de animal —mi lejano bistío, pensó David distraídamente— y ella le estaba acariciando la redonda mejilla. La mujer llevaba calzado, calzas y una capa pesada de hojas entretejidas. A sus otras prendas parecía que se las había unido con costuras formadas a partir de tiras de piel. Tenía hierbas metidas dentro del calzado y debajo de su tocado, probablemente para obtener aislación contra el frío.
Mientras acunaba a su bebé caminaba detrás de un grupo de otros seres humanos: hombres, mujeres con bebés, niños. Se estaban abriendo camino hacia arriba en una lomada baja e inclinada. Caminaban con aire indiferente, a un ritmo que parecía destinado a llevarlos muchos kilómetros. Pero algunos de los adultos tenían lanzas con punta de pedernal prontas a entrar en acción, posiblemente para estar en guardia contra el ataque de animales, más que para enfrentar alguna amenaza de otros seres humanos.
La mujer alcanzó la parte superior de la lomada. David y Bobby, que se desplazaban sobre el hombro de su abuela, miraron con ella la tierra que estaba más allá.
—¡Oh, Dios! —exclamó David— ¡Oh, Dios!
Estaban mirando una planicie amplia y extensa. Muy a lo lejos, quizás al norte, había montañas, oscuras y que se cernían amenazadoras, veteadas con el brillo enceguecedor de los glaciares. El cielo era azul y límpido como un cristal; el Sol estaba alto.
No había humo ni división de campos ni vallados. A todas las marcas que habían hecho los seres se las había borrado de este mundo gélido.
Pero el valle no estaba vacío.
… Era como una alfombra, pensó David: una alfombra móvil de cuerpos parecidos a grandes bloques de piedra, cada uno recubierto con una pelambre larga color rojo amarronado que colgaba hasta el suelo, como la piel de un buey almizcleño. Se desplazaban con lentitud alimentándose al mismo tiempo; la manada más grande estaba constituida por grupos dispersos. En el borde próximo de la manada, uno de los ejemplares jóvenes escapó del lado de sus padres sin la menor cautela y empezó a tocar el suelo con la pata. Un lobo macilento, de pelambre blanca, avanzó sigilosamente hacia el animalito. La madre de la cría se separó de la manada, y mostró sus curvos colmillos destellantes. El lobo huyó.
—Mamuts —dijo Bobby.
—Debe de haber decenas de miles. ¿Y qué son ellos, una especie de venado? ¿Ésos son camellos? Y… ¡oh, Dios mío… creo que es un tigre dientes de sable!
—Leones, tigres y osos —dijo David—. ¿Quieres continuar?
—Sí. Sí, continuemos.
El valle de la Edad del Hielo desapareció, como si lo hubiera hecho dentro de la niebla, y únicamente quedaron las caras humanas, cayendo y desapareciendo como las hojas de un almanaque.
David todavía pensaba que podía reconocer la cara de sus ancestros: redonda, casi siempre devastadoramente jóvenes cuando daban a luz y, aun así, conservando esa configuración de los ojos azules y el cabello rubio rojizo.
Pero el mundo había cambiado en forma espectacular.
Grandes tormentas martillaban en el cielo; algunas duraban años. Los ancestros luchaban para pasar por paisajes de hielo y sequía, incluso por el desierto, hambrientos, sedientos, nunca en buen estado de salud.
—Hemos tenido suerte —dijo David—. Tuvimos milenios de relativa estabilidad climática: tiempo suficiente para descubrir la agricultura, construir nuestras ciudades y conquistar el mundo. Antes de eso, esto.
—Tan tremendamente frágiles —añadió Bobby, maravillado.
Más de mil generaciones más atrás, las caras empezaron a ponerse oscuras.
—Estamos emigrando hacia el sur —señaló David—: estamos perdiendo nuestra adaptación a los climas más fríos. ¿Estamos volviendo a África?
—Sí —sonrió David—. Estamos volviendo a casa.
Y en una docena de generaciones más, cuando esta primera gran migración se deshizo, las imágenes empezaron a estabilizarse.
Ésta era la punta sur de África, al este del cabo de Buena Esperanza. El grupo ancestral había llegado a una cueva próxima a la playa, de la cual sobresalían rocas sedimentarias gruesas y de color tostado.
Parecía ser un lugar generoso. Prado y bosque, dominados por arbustos y árboles que presentaban enormes flores espinosas y coloridas y que se extendían justo hasta llegar al borde del mar. El océano era calmo, y pájaros marinos describían círculos en lo alto. La línea de playa intercostera era rica en algas pardas, medusas y calamares varados.
En el bosque se podía cazar. Al principio divisaron animales con los que estaban familiarizados, tales como el antílope eland, la gacela sudafricana, el elefante y el cerdo salvaje, pero a medida que ahondaban más en el tiempo se veían especies no tan conocidas: el búfalo de cuernos largos, el antílope gigante de Sudáfrica, una clase de caballo gigante que tenía rayas como una cebra.
Y aquí, en estas cuevas que nada tenían de notable, los ancestros permanecieron, generación tras generación.
El ritmo del cambio era ahora terriblemente lento. Al principio, los ancestros llevaban ropa pero, a medida que centenares de generaciones se marchitaban, la ropa era de calidad cada vez peor y, a la larga, ni siquiera eso. Cazaban con lanzas con punta de piedra y hachas de mano, ya no más con flechas. Pero también las herramientas de piedra eran cada vez más toscas; la cacería, menos ambiciosa, a menudo no más que unos intentos irregulares por rematar un eland herido.
En las cuevas, cuyo piso gradualmente se hundía más en el transcurso de los milenios, a medida que estratos sucesivos de detritos humanos se eliminaba, al principio hubo algo así como el nivel más complejo de una sociedad humana. Hasta había arte, imágenes de animales y de seres humanos laboriosamente pintados en las paredes con dedos manchados con tinturas.
Pero al final, más de mil doscientas generaciones atrás, las paredes quedaron en blanco y las últimas imágenes toscas ya se habían erradicado.
David sintió un escalofrío, había llegado a un mundo sin arte: no había pinturas, ni novelas, ni esculturas, quizá ni siquiera cantos o poesía. El mundo se estaba quedando vacío de pensamientos.
Cada vez más profundamente cayeron, a través de tres, cuatro, mil generaciones: un inmenso desierto de tiempo, cruzado por una cadena de ancestros que se reproducían y tenían trifulcas en esa cueva carente de ornamentación. Esta sucesión de abuelas exhibía muy pocos cambios de importancia… pero David creyó haber descubierto una cada vez mayor vaguedad, una perplejidad, incluso un estado de miedo habitual, producido por la falta de comprensión, en esas caras oscuras.
Por fin se produjo una discontinuidad súbita y discordante. Y esta vez no fue el paisaje el que había cambiado sino la cara de los ancestros en sí.
David frenó la caída y los hermanos miraron a esta sumamente remota abuela, que atisbaba desde la boca de la cueva africana en la que sus descendientes iban a morar durante miles de generaciones.
La cara de esa antecesora tenía un tamaño mayor que lo normal, los ojos estaban muy separados, la nariz era aplanada y los rasgos estaban muy separados entre sí, como si a toda la cara se la hubiera estirado para ensancharla. La mandíbula era gruesa, pero la barbilla era pequeña y huidiza. Y sobresaliendo de la frente había un inmenso arco superciliar, una protuberancia ósea parecida a un tumor, que empujaba hacia abajo la cara y que hacía que los ojos quedaran hundidos en las enormes órbitas oculares formadas por huesos duros. Una protuberancia en la parte de atrás de la cabeza desplazaba el peso de esos inmensos arcos superciliares, pero hacía que la cabeza se ladeara hacia abajo, de modo que la barbilla quedara casi apoyada sobre el pecho, mientras el macizo cuello serpenteaba hacia adelante.
Pero los ojos tenían una mirada clara y de comprensión.
Era más humana que cualquier simio y, sin embargo, no era humana. Y era ese grado de proximidad, y aun así de diferencia, lo que perturbaba a David.
Ella era, sin la menor duda, una Neanderthal.
—Es hermosa —dijo Bobby.
—Sí —susurró David—. Esto va a mandar a los paleontólogos de vuelta al tablero de dibujo. —Sonrió, regodeándose con la idea.
Y, se preguntó súbitamente, ¿cuántos observadores de su propio lejano futuro los iban a estar estudiando a él y a su hermano aun ahora, cuando se convertían en los primeros seres humanos que se enfrentaban con sus propios ancestros provenientes de lo profundo de los tiempos? David suponía que nunca podría empezar a imaginar la forma de aquellos antecesores, las herramientas que usaban, sus pensamientos aun cuando esta abuela Neanderthal seguramente nunca podría haber previsto la existencia de este laboratorio, de este hermano seminvisible, ni de los chiches relucientes que había aquí.
Y más allá de esos observadores, todavía más adentro en el futuro, debía de haber otros que los observaban a ellos a su vez y así todo el tiempo, cada vez más adentro del aún más inimaginable futuro, en tanto la humanidad, o aquéllos que sucedieran a los seres humanos, persistiera. Era un pensamiento escalofriante, aplastante.
Todo eso suponiendo que el Ajenjo perdonara a alguien, en primer lugar.
—… Oh —susurró Bobby. Parecía estar decepcionado.
—¿Qué pasa?
—No es culpa tuya. Yo conocía el riesgo. —Hubo un leve crujido de tela, una sombra borrosa.
David se volvió, Bobby se había ido.
Pero ahí estaba Hiram, irrumpiendo como una tromba en el laboratorio, haciendo tronar puertas y aullando:
—¡Los tengo! ¡Maldición, los tengo! —palmeó a David en la espalda—. Ese seguimiento por el ADN funcionó de maravillas, Manzoni y Mary, las dos juntas. —Levantó la cabeza.
—¿Me oyes, Bobby? Sé que estás acá. Las tengo. Y si quieres volver a ver otra vez a cualquiera de ellas, tienes que venir a mí. ¿Entendiste eso?
David se quedó mirando los profundos ojos de su ancestro perdida, un miembro de una especie diferente, quinientas generaciones alejada de él mismo… y apagó la pantalla flexible.