25
REFUGIADOS

Bobby y Kate, buscando a Mary, avanzaron con cautela por la calle Oxford.

Tres años atrás, inmediatamente después de enviar a la pareja a una célula de los Refugiados, Mary había desaparecido de la vida de ellos dos. Eso no era algo tan fuera de lo común. La indefinida red de Refugiados, que se extendía por todo el mundo, trabajaba sobre la base de la organización en células de los antiguos grupos terroristas.

Pero recientemente, preocupado porque no había tenido noticias de su media hermana desde hacía muchos meses, Bobby le había seguido el rastro hasta Londres y hoy, según se le había asegurado, se iba a encontrar con ella.

El cielo de Londres era una cubierta gris y llena de smog que desde lo alto, amenazaba con descargar la lluvia. Era un día de verano, pero ni cálido ni frío: una irritante definición urbana de la nada. Bobby sentía molesto calor dentro de su recubrimiento inteligente que, claro está, se tenía que conservar herméticamente cerrado en todo momento.

Bobby y Kate se deslizaban con pasos suaves, inconspicuos, de un grupo a otro. Con habilidad que era producto de la práctica se unían a una multitud transitoria, se escurrían hacia el centro de ella y después, cuando el gentío se separaba, volvían a partir, siempre en una dirección diferente de aquélla en la que habían venido. Si no había más alternativa, iban caminando para atrás inclusive, volviendo sobre sus pasos. Su avance era lento. Pero a cualquier observador con cámara Gusano le resultaba del todo imposible seguirles el rastro durante más que algunos pasos: una estrategia tan efectiva en verdad, que Bobby se preguntaba cuántos Refugiados más habría aquí hoy, desplazándose a través de las multitudes como fantasmas.

Resultaba evidente que, a pesar del colapso climático y de la pobreza general, Londres seguía atrayendo turistas. La gente todavía venía aquí, supuestamente para visitar las galerías de arte y ver los antiguos edificios y palacios que había dejado desocupados la familia real de Inglaterra, luego de trasladarse a un trono más soleado en la monárquica Australia.

Pero también era tristemente claro que esta ciudad había visto mejores días. La mayoría de las tiendas eran ferias de regateo ubicadas en locales sin fachada, y había muchos lotes vacíos, como dientes que faltaran de la sonrisa de un viejo. Así y todo, las aceras de esta ancha calle, una arteria que corría de este a oeste, y que fuera hace mucho una de las principales zonas de compras de la ciudad, estaban pobladas por ríos de gente que se desplazaban con tremenda lentitud… y eso la convertía en un buen lugar para ocultarse.

Pero Bobby no disfrutaba de la presión de la carne circundante. Cuatro años después de que Kate le hubiera apagado el implante, sabía que todavía se sobresaltaba con demasiada facilidad, y sentía repulsión al primer contacto no deseado con las personas.

Le disgustaban de especial manera los vientres y las fofas nalgas de los muchos japoneses de edad madura que pululaban por aquí: Japón parecía ser una nación que había reaccionado a la cámara Gusano con una conversión masiva al nudismo.

En ese momento, por encima del bullicio de las conversaciones que se producían en derredor, Bobby pudo discernir un grito:

—¡Ea! ¡Abran paso!

Delante de ellos, la gente se separó, dispersándose como si algún animal salvaje los hubiera estado obligando a dejarle lugar. Bobby tiró de Kate y se metieron en el portal de una tienda.

A través del molesto río de gente venía un rickshaw tirado por un londinense gordo con el torso desnudo hasta la cintura, con grandes manchones de sudor debajo de sus carnosas tetillas. La mujer que iba arriba del vehículo, y que estaba hablándole a su implante de muñeca, podría haber sido estadounidense.

Cuando el carro pasó, Bobby y Kate se unieron a la corriente de peatones que se estaba formando de nuevo. Bobby deslizó la mano, de modo que los dedos rozaran la palma de Kate, y empezó a decir, usando el alfabeto de señales táctiles:

Un tipo encantador.

No es su culpa —respondió Kate del mismo modo—. Mira a tu alrededor. Probablemente un tipo de rickshaw otrora ministro de Hacienda

Se apresuraron aún más, abriéndose camino hacia la intersección de la calle Oxford con Tottenham Court Road. Las multitudes se hicieron un poco menos espesas cuando dejaron atrás Oxford Circus, y Kate y Bobby se desplazaron con mayor cautela y velocidad, conscientes de que estaban expuestos. Bobby se aseguró de estar al tanto de las rutas de escape, definida por varias avenidas disponibles en cualquier momento.

Kate llevaba la capucha de su recubrimiento un poco abierta pero, debajo de eso, su máscara térmica era suave y anónima. Cuando se quedaba quieta, los proyectores de hologramas del recubrimiento, al lanzar imágenes del fondo que tenía en derredor, se estabilizaban y la volvían razonablemente invisible desde cualquier ángulo alrededor de ella… una buena ilusión, al menos, hasta que se iniciaba el desplazamiento otra vez y el retardo en el procesamiento hacía que la imagen falsa de Kate se deshiciera en fragmentos y se volviera borrosa. Pero, a pesar de las limitaciones, un recubrimiento inteligente podría descolocar a un operador descuidado o distraído de cámara Gusano, y por eso valía la pena usarlo.

Con esa misma intención, tanto Bobby como Kate hoy estaban usando sus máscaras térmicas, moldeadas de manera de brindar un anonimato sin fisuras. Las máscaras emitían diagramas térmicos infrarrojos y eran tremendamente incómodas, pues sus elementos incorporados de emisión de calor estaban directamente apoyados sobre la piel de quien las usaba. Era posible llevar máscaras corporales que cubrieran todo el cuerpo, las que funcionaban según el mismo principio; algunas tenían la capacidad, inclusive, de enmascarar el diagrama térmico infrarrojo característico de un hombre y hacerlo aparecer como de mujer, y viceversa. Pero Bobby, después de haberse probado el suspensorio masculino obligatorio que se sujetaba con alambres generadores de calor, se había echado atrás antes de llegar a esa situación particular de incomodidad.

Pasaron una casa residencial de la ciudad que, posiblemente, había sido una tienda transformada, cuyas paredes habían sido reemplazadas por hojas de vidrio transparente. Al mirar en las habitaciones brillantemente iluminadas, Bobby pudo ver que hasta los pisos y cielo rasos eran transparentes, lo mismo que muchos de los muebles… y hasta el baño. La gente se desplazaba desnuda por las habitaciones, aparentemente sin prestar la más mínima atención a las miradas de la gente en la calle. Este hogar era otra reacción más al efecto de observación de la cámara Gusano, una declaración en-la-propia-cara-de-los-fisgones, así como un recordatorio constante para los ocupantes en sí de que cualquier forma manifiesta de vida privada era ahora, y para siempre, ilusoria.

En la intersección con Tottenham Court Road se acercaron a las ruinas de Center Point: un bloque de torres, nunca ocupadas del todo y después destrozadas durante el peor momento del problema generado por el terrorismo de los separatistas escoceses.

Y fue aquí que Bobby y Kate se encontraron, tal como se lo habían prometido.

Un contorno que brillaba con luz trémula bloqueó la trayectoria de Bobby. Logró percibir una máscara térmica dentro de una capucha de recubrimiento inteligente y una mano se extendió hacia la de él. Le tomó unos segundos sintonizarse con la forma rápida y confiada de comunicación táctil en las manos.

—… 25. 4712425. Soy 4712425. Soy

Bobby dio un golpecito rápido con su propia mano y contestó:

Te tengo. 4712425. 5650982 yo 8736540 otro.

Bien fiuu bien por fin —llegó la respuesta, firme y segura—. Vamos ahora.

El extraño los condujo fuera de la calle principal y hacia un laberinto de callejones. Bobby y Kate, todavía tomados de la mano, se mantuvieron en los costados de la calle, ocultos en las sombras toda vez que les era posible. Pero evitaban los quicios, la mayoría de los cuales estaban ocupadas por pordioseros.

Bobby deslizó la mano dentro de la del extraño.

Creo conocerte.

La otra mano, con una forma icónica, registró alarma.

Y con eso se acaban los recubrimientos y los malditamente inútiles números. —El extraño se refería al número anónimo de identificación que a cada miembro de la red mundial informal de tribus de Refugiados se instaba a usar. Los números se proporcionaban a pedido desde una fuente central, accesible por cámara Gusano, de la que se rumoreaba que era un generador aleatorio de números que se hallaba sepultado en una mina fuera de uso de Montana y que trabajaba sobre la base de principios de mecánica cuántica, imposibles de descifrar.

No eso —contestó él.

Qué, pues. Forma de culo grande y gordo no poder ocultar ni con recubrimiento.

Bobby suprimió una carcajada. Ésa era confirmación más que suficiente de que «4712425» era quien él pensaba: una mujer, acento del sur de Inglaterra, edad que rondaba la sesentena, forma de barril, buen humor, segura de sí misma.

Reconozco estilo. Estilo de escritura táctil.

La mujer hizo un signo de reconocimiento.

Sí sí sí. Oí eso antes. Debo cambiar.

No puedes cambiar todo.

No, pero puedo tratar.

A los alfabetos táctiles de manos, en que la yema de los dedos rozaba la palma y los dedos de la mano del receptor, originariamente se los había desarrollado para gente que era, al mismo tiempo, sordomuda y ciega. Los habían adoptado, y adaptado, con avidez los Refugiados de la cámara Gusano: la comunicación alfabética táctil, que tenía lugar dentro de manos ahuecadas, resultaba casi imposible de descifrar por un observador.

… Casi, pero no del todo. Nada era a prueba de fallas. Y Bobby siempre estuvo consciente de que los observadores con cámara Gusano se podían dar el lujo de mirar hacia atrás en el pasado y de volver a repetir la imagen de cualquier cosa que hubieran pasado por alto, y con la frecuencia que desearan, desde el ángulo que quisieran y en un acercamiento tan detallado como se les ocurriera.

Pero no había necesidad de que los Refugiados le hicieran a los fisgones la vida más fácil de lo que debieran.

A partir de versiones varias y por algunos conocidos, Bobby supo que «4712425» era una abuela. Se había jubilado de su profesión unos años atrás y no tenía antecedentes policiales ni experiencia en la actividad entrometida de vigilancia ni alguna otra razón obvia para haber pasado a la clandestinidad, como, de hecho, sí ocurría con muchos de los Refugiados que Bobby había conocido durante sus años en fuga. Lo que pasaba era, simplemente, que esa mujer no quería que la gente la mirara.

Por fin, 4712425 los trajo a una puerta. Con un gesto silencioso, su guía hizo que Bobby y Kate se detuvieran ahí y ajustaran los recubrimientos y las máscaras térmicas, para asegurar que nada de ellos estuviera expuesto.

La puerta se abrió, revelando nada más que oscuridad.

… Y entonces, dando un giro para una pista errónea, 4712425 los tocó a ambos levemente y los condujo más lejos por la calle. Bobby miró hacia atrás y vio que la puerta se cerraba en silencio.

Cien metros más adelante llegaron a una segunda puerta, que se abrió para dar acceso a un pozo de oscuridad.

Despacio. Paso a paso, dos más… —En la más absoluta oscuridad, 4712425 los estaba guiando a Bobby y a Kate en el descenso por una corta escalera dentro de su armazón.

Por los ecos y los olores, Bobby pudo sentir la habitación que tenía delante de sí era grande; las paredes, duras —revoque, pintado encima quizá— y con una alfombra que ahogaba los sonidos sobre el suelo. Había aroma a comida y bebidas calientes. Y había gente aquí, podía oler el aroma mezclado de esas personas, oír el suave crujido de los cuerpos que se desplazaban por el lugar.

Cada vez estoy adquiriendo más pericia en esto, pensó. Unos pocos años más y no necesitaré usar los ojos en absoluto.

Llegaron a la base de la escalera.

Una habitación quizá quince metros cuadrados —había dicho ahora 4712425 en forma táctil—. Dos puertas en parte atrás. Baños. Gente aquí, once doce trece catorce, todos adultos. Ventanas opacables. —Ésa era una artimaña frecuente: las habitaciones a las que se mantenía a oscuras todo el tiempo eran pasibles de adquirir renombre como nidos de Refugiados.

Pienso OK —deletreó Kate ahora—. Comida aquí y camas. Vamos. —Empezó a sacarse tironeando su recubrimiento y, después, el traje que estaba llevando debajo.

Con un suspiro, Bobby empezó a seguirla de inmediato. Entregó sus ropas, una por una, a 4712425, que las añadió a una ménsula que no podían ver. Después, desnudos con excepción de las máscaras térmicas, se tomaron de la mano una vez más e ingresaron en el grupo, cuyos componentes eran todos anónimos en su desnudez. Bobby hasta esperaba poder intercambiar su máscara térmica con alguno antes de que la reunión hubiera terminado, con el objeto de confundir aún más a quienes pudieran decidir observarlos.

Se saludaron. Manos, masculinas y femeninas, perceptiblemente diferentes por la textura; se agitaron ante la cara de Bobby. Finalmente, alguien tomó su mano. Bobby tuvo la impresión holística de que se trataba de una mujer, cincuentona, más baja que él; y las manos de ella, pequeñas y torpes, le palparon la cara, las manos y las muñecas.

De ese modo, tocándose en la oscuridad, los Refugiados se exploraban entre sí de manera incierta. El reconocimiento, que se buscaba con dificultad y se confirmaba con precaución, hasta con renuencia, se basaba, no sobre nombres o caras o rótulos visuales o audibles, sino sobre señales más intangibles, más sutiles: la forma que la persona que estaba delante tenía en la oscuridad; su olor, indeleble y característico, a pesar de las capas de suciedad o del lavado más vigoroso; la firmeza o la debilidad en el toque, las modalidades de comunicación, la calidez o la frialdad, el estilo.

En el primero de esos encuentros, Bobby había retrocedido, retrayéndose en la oscuridad ante cada toque. Pero era una forma de saludar gente que distaba mucho de ser desagradable. Supuestamente, eso Kate lo había diagnosticado por él; todo este asunto no verbal, el tocar y el acariciar, rozaba alguna cuerda agradable en un nivel animal profundo de la personalidad humana.

Bobby empezó a relajarse, a sentirse seguro.

Por supuesto, al anonimato de las comunidades de Refugiados lo buscaban los chiflados y los delincuentes… y era relativamente fácil que en las comunidades se infiltraran aquéllos que buscaban a otros que se ocultaban, para bien o para mal. Pero según la experiencia de Bobby, los Refugiados tenían una notable eficacia para ejercer su autovigilancia. Aunque no había una coordinación central, era el interés de todos conservar la integridad del grupo local y del movimiento en su totalidad. Así que a los malos de la película se los identificaba con rapidez y se los expulsaba, así como a los agentes federales y a otros intrusos.

Bobby se preguntaba si éste podría ser el modelo de cómo las comunidades humanas se podrían organizar en el futuro sometido a las cámaras Gusano e interconectado: como redes laxas, autogobernadas, caóticas y hasta ineficaces quizá, pero elásticas y flexibles. Como tales, suponía Bobby, los Refugiados no eran más que una extensión de agrupamientos como las redes de VAS y Vigilancia Antibombas y los escuadrones de la verdad, e inclusive agrupamientos anteriores como los observadores aficionados del cielo que habían descubierto el Ajenjo.

Y al estar siendo despojados de sus tabúes y su vida privada por la cámara Gusano, quizá los seres humanos estaban volviendo a una forma más primitiva de conducta: los Refugiados hablaban a través del acicalamiento, como los chimpancés. Invadidos por la calidez y el olor y el tacto, y el sabor inclusive, de otras personas, estas reuniones eran sensuales en extremo y, en ocasiones, hasta llegaban a ser eróticas. Bobby había sabido que más de uno de esos encuentros se degradaba hasta convertirse en una orgía lisa y llana, aunque él y Kate habían dado sus disculpas (no verbales) antes de verse demasiado envueltos en cosas así.

Ser Refugiado, pues, no era algo tan malo. Y por cierto que era mejor que las alternativas que se le ofrecían a Kate.

Pero era una vida en las sombras.

Resultaba imposible permanecer en un mismo lugar durante mucho tiempo, era imposible tener posesiones de importancia; era imposible, inclusive, desarrollar una amistad muy íntima con algún otro Refugiado por miedo a la traición. Bobby sabía el nombre de sólo un puñado de los que había conocido en sus tres años de vida clandestina. Muchos se habían vuelto camaradas, brindando una ayuda y un asesoramiento invalorables, en especial en el principio, a los dos indefensos neófitos que Mary había rescatado. Camaradas, sí, pero sin un mínimo de contacto humano, parecía que nunca podrían llegar a ser verdaderos amigos.

La cámara Gusano no podía privarlo necesariamente de su libertad o de su vida privada pero, según parecía, sí podía encerrar entre paredes su condición de ser humano.

De pronto, Kate le estuvo tironeando el brazo, golpeteando con sus dedos en la palma de la mano de Bobby.

Encontré ella. Mary. Mary está aquí. Por ahí. Ven ven ven.

Sobresaltado, Bobby se dejó llevar hacia adelante.

Estaba sentada sola en un rincón de la habitación.

Con suavidad, Bobby exploró el porte con los dedos: Mary estaba vestida y llevaba una camisola. Había un plato con comida, enfriándose y sin tocar, al lado de ella. No estaba llevando la máscara térmica.

Tenía los ojos cerrados. No respondió a los toques de la pareja, pero Bobby percibió que no estaba dormida.

Kate hundió los dedos con malhumor en la palma de Bobby:

—… Para eso que lleve cartel neón acá estoy vengan agárrenme

¿Está bien ella?

No sé no me doy cuenta.

Bobby tomó la laxa mano de su hermana, la masajeó y deletreó de manera táctil el nombre de ella, una vez y otra:

Mary Mary Mary Mary Mays Bobby acá Bobby Patterson Mary Mary

Bruscamente, la muchacha pareció despertar.

—¿Bobby?

Él pudo sentir el silencio aún más profundo, propio de la conmoción, que se hizo en toda la habitación: era la primera palabra que alguien hubiera pronunciado en voz alta desde que la pareja hubo llegado aquí. Kate, al lado de Bobby, extendió el brazo y con la mano como mordaza, tapó la boca de Mary.

Bobby encontró la mano de su media hermana y dejó que ella hablara por tacto con él:

Perdón Perdón. Distraída. —Llevó la mano de él hasta su boca, y Bobby sintió que esos labios se distendían formando una sonrisa. Distraída y feliz. Pero eso no necesariamente era algo bueno: feliz significaba descuidada.

¿Qué ocurrió a ti?

La sonrisa de ella se hizo más amplia.

¿No se supone yo feliz, hermano mayor?

Sabes qué quiero decir.

Implante —se limitó a contestar.

¿Implante qué implante?

Cortical.

¡Oh!, pensó Bobby, consternado. Rápidamente le transmitió la información a Kate.

Mierda mala mierda —fue la respuesta de Kate—. Ilegal.

Sé eso.

… Jamaica —dígito Mary ahora en la mano de Bobby.

¿Qué?

Amigo de célula en Jamaica. Veo por sus ojos, oigo por sus oídos. Mejor que Londres. —El toque de Mary en su mano era delicado: la analogía de un susurro.

Los nuevos implantes corticales, adaptados de los aparatos de RV para implante nervioso, eran la expresión final de la tecnología de las cámaras Gusano: un generador pequeño de agujeros de gusano por vacío comprimido, junto con aparatos sensoriales nerviosos, hundidos en lo profundo de la corteza de la persona que los recibía. El generador estaba rociado con sustancias químicas neurotrópicas, por lo que, en el transcurso de varios meses, las neuronas del recibidor desarrollaban vías de acceso hacia el interior del generador. Y el generador neural era un analizador sumamente sensible del diagrama de actividad neuronal, que tenía la capacidad de localizar con precisión sinapsis neuronales individuales.

Un implante así podía leer para, y grabar en, el cerebro, y enlazar ese cerebro con otros. Por medio de un esfuerzo consciente de la voluntad, el recibidor de un implante podía establecer una conexión de cámara Gusano desde el centro de su propia mente con la de cualquier otro recibidor.

Armada con los implantes, una nueva comunidad interconectada estaba surgiendo de las Palestras y los escuadrones de la verdad, y de otros grupos de pensamiento y discusión que habían llegado a caracterizar la nueva y joven organización política de alcance mundial: cerebros unificados con cerebros. Mentes enlazadas.

Se llamaban a sí mismos los Unificados.

Era, según suponía Bobby, un nuevo y brillante futuro. Lo que importaba aquí y ahora, empero, era que una muchacha de dieciocho años, su hermana, tenía un agujero de gusano en la cabeza.

Estás asustado —dígito Mary ahora—. Cuentos de terror. Mente grupal. Alma perdida. Bla bla.

Demonios, sí.

Miedo a lo desconocido. Quizá

Pero, de pronto, Mary se apartó de él y se puso de pie. Bobby extendió el brazo a ciegas, le encontró la cabeza, pero Mary se separó con brusquedad. Se fue.

Por toda la habitación, exactamente en el mismo instante, otros se habían desplazado. Era como una bandada de pájaros que saliera volando de un árbol como si todos fuesen uno.

Aparecieron hilachas de luz cuando se abrió la puerta de calle.

Vamos —dígito Bobby. Aferró la mano de Kate y se abrieron camino, junto con el resto de los presentes, en dirección a la puerta.

Asustado —dígito Kate mientras caminaban presurosos—. Tú asustado. Palma fría. Pulso. Me doy cuenta.

Bobby estaba asustado, lo reconocía. Pero no de la detección súbita: habían pasado por situaciones así antes y, en un grupo que se hallaba en una casa de seguridad como ésta, siempre existía un sistema complejo de centinelas equipados con cámaras Gusano. No, no era de la detección, ni siquiera de la captura, de lo que estaba asustado.

Era del modo en que Mary y los demás habían actuado como si hubieran sido una sola persona. Un solo organismo. Unificados.

Se metió dentro de su recubrimiento inteligente.