19
TIEMPO

A medida que la accesibilidad y la potencia de la cámara Gusano se extendía de manera inexorable, así ojos invisibles caían como copos de nieve a través de la historia humana, cada vez más profundamente en el tiempo…

Princeton, Nueva Jersey, Estados Unidos de América, 17 de abril de 1955 de nuestra era:

Su buen humor, en esas últimas horas, impresionaba a sus visitantes. Hablaba con perfecta calma y bromeaba sobre sus médicos y, en general, parecía contemplar el fin que se aproximaba como nada más que un fenómeno natural que se debía esperar.

Y, claro está, aun en el final, dio órdenes con su voz ronca: le preocupaba no convertirse en objeto de peregrinación y a su oficina del Instituto le dio instrucciones para que no se lo conservara tal como él lo había dejado, y que su casa no se convirtiera en un santuario, y otras instrucciones por el estilo.

El doctor Dean lo revisó por última vez a las once de la noche y lo encontró durmiendo pacíficamente.

Pero poco después de medianoche, la enfermera —la señora Alberta Roszel— advirtió un cambio en la respiración. Gritó pidiendo ayuda y, con el auxilio de otra enfermera, levantaron la cabecera de la cama.

Él estaba musitando algo y la señora Roszel se acercó para oír.

Aun cuando la mente más aguda desde la de Newton empezara, por fin, a desenmarañarse, pensamientos finales flotaban hacia la superficie de su conciencia. Quizá lamentaba el gran proyecto de unificación de la física que había dejado sin terminar. Quizá se preguntaba si su pacifismo había seguido el curso correcto después de todo: si había estado en lo correcto al alentarlo a Roosevelt para que se ingresara en la Era Atómica. Quizá, simplemente lamentaba cómo siempre había puesto primero la ciencia, inclusive ante aquéllos que lo amaban.

Pero era demasiado tarde para todo eso. Su vida, tan intensa y compleja en su juventud y en la edad madura, ahora se estaba reduciendo, tal como tienen que hacerlo todas las vidas, a una sola hebra de absoluta simplicidad.

La señora Roszel se inclinó para oír su tenue voz. Pero las palabras eran en alemán, el idioma de su juventud, y no lo entendió.

… Y ella no vio, no podía ver, el enjambre de hendeduras en el espacio-tiempo que, en esos últimos instantes, se apiñaban en torno de los temblorosos labios de Einstein para oír esas palabras finales:

… ¡Lieserl! ¡Oh, Lieserl!

Extraído del testimonio del profesor Maurice Patefield, Instituto Tecnológico de Massachusetts, cátedra del grupo para la campaña «Semilla de Gusano», a la Comisión del Congreso para el Estudio del Electorado Estadounidense, 23 de septiembre de 2037:

No bien resultó evidente que la cámara Gusano puede pasar no sólo a través de las paredes sino hacia el pasado, por todo el globo se inició una obsesión de la especie humana por su propia historia.

Al principio se nos convidó con películas verdaderas de factura profesional tomadas por la cámara Gusano, en las que se mostraban sucesos tan importantes como guerras, asesinatos, escándalos políticos. Imposible de hundir, la reconstrucción con muchos puntos de vista del desastre del Titanic, fue un espectáculo desgarrador, pero que no se podía dejar de ver, aun cuando demoliera muchos de los mitos del mar propagados por narradores carentes de sentido crítico y de que gran parte del suceso hubiese tenido lugar en la oscuridad absoluta del Atlántico Norte. Pero pronto nos pusimos impacientes con la interpolación que hacían los profesionales: queríamos ver por nosotros mismos. La presurosa inspección de muchos momentos desgraciados del pasado reciente reveló trivialidad y sorpresa. La deprimente verdad que rodeaba a Elvis Presley, O. J. Simpson, y hasta la muerte de los Kennedy, con seguridad no resultaron una sorpresa. Por otro lado, las revelaciones sobre el asesinato de tantas mujeres descollantes —desde Marilyn Monroe hasta Diana, princesa de Gales, pasando por la Madre Teresa— causaron una oleada de conmoción, aun en una sociedad que se estaba acostumbrando a recibir semejante cantidad de revelaciones. La existencia de una camarilla tenebrosa e implacable de hombres misóginos cuyas actividades contra las (tal como ellos las veían) demasiado poderosas mujeres, actos que se extendieron durante dos décadas, causaron un profundo examen de conciencia entre ambos sexos. Pero muchas versiones en narración verídica de sucesos históricos, la crisis de los misiles en Cuba, Watergate, la caída del Muro de Berlín, el colapso del euro; si bien de interés para los aficionados, han resultado ser confusas, desconcertantes y complejas. Produce consternación advertir que aun quienes supuestamente ocupan el centro del poder, por lo general saben poco y entienden menos de lo que está sucediendo a su alrededor.

Con el mayor de los respetos por las grandes tradiciones de esta Cámara, casi todos los incidentes clave de la historia humana son, según parece, metidas de pata, así como casi todas las grandes pasiones no son más que torpezas burdas y manipuladoras.

Y, peor que eso, la verdad generalmente resulta ser aburrida. La falta de patrón y de lógica en la avasalladora, casi irreconocible, historia verdadera que ahora se está revelando demuestra ser tan difícil y hastiante para todos, menos para el erudito más ardiente, que las narraciones de ficción realmente están haciendo su regreso en historias que brindan una estructura narrativa lo suficientemente simple como para atrapar al observador. Necesitamos narración y significado, no la contundencia de los hechos…

Toulouse, Francia, 14 de enero de 1636 d. C:

En la polvorienta calma de su estudio tomó la amada copia de la Arithmetica de Diofanto. Con gran excitación pasó al Libro II, Problema 8 y buscó con afán una pluma de ave para escribir.

… Por otro lado es imposible que a un cubo se lo escriba como suma de dos cubos o que a una potencia cuarta se la escriba como suma de dos potencias cuarta o que, en general, a cualquier número que fuere una potencia mayor que el cuadrado se la escriba como suma de dos potencias similares. Tengo una verdaderamente maravillosa demostración de esta proposición, que este margen es demasiado estrecho para contener

Bernadette Winstanley, alumna de catorce años de edad proveniente de Harare, Zimbabwe, reservó tiempo en su cámara Gusano de la escuela secundaria y se dedicó a hacer el seguimiento retrospectivo del momento en que Fermat hizo ese breve garabato en el margen de aquella hoja.

… Aquí fue donde todo empezó para él y, por eso, era lo adecuado que fuese aquí donde debía terminar. Después de todo fue el octavo problema de Diofanto lo que había despertado tanto su curiosidad y lo había hecho partir en su viaje de descubrimiento matemático: Dado un número que es cuadrado perfecto, escribirlo como suma de otros dos cuadrados. Ésta era la expresión algebraica del teorema de Pitágoras, claro, y cualquier escolar conocía soluciones: tres al cuadrado más cuatro al cuadrado, por ejemplo, lo que significaba nueve más dieciséis, que daban un total de veinticinco, que es cinco elevado al cuadrado.

Ah, ¿pero qué pasaba con una extensión del concepto más allá de esta trivialidad geométrica? ¿Existían números a los que se podía expresar como sumas de potencias mayores? Tres elevado al cubo más cuatro elevado al cubo constituían veintisiete más sesenta y cuatro, lo que daba el resultado de noventa y uno que, por sí mismo, no es el valor de un número elevado al cubo. Pero ¿existía alguno de esos triplos? ¿Y qué pasaba con las potencias más altas, la cuarta, la quinta, la sexta?

Era evidente que los antiguos no habían conocido casos así, ni habían conocido una prueba de la imposibilidad.

Pero ahora él, abogado y magistrado, ni siquiera matemático profesional, se las había ingeniado para probar que no existía el triple de números para índice alguno mayor que dos.

Bernadette obtuvo la imagen de tres hojas de notas que expresaban la esencia de la prueba que Fermat estaba convencido de haber encontrado y, con algo de ayuda de un profesor, descifró el significado.

… Pues ahora estaba urgido por sus obligaciones, pero cuando tenía tiempo armaba una expresión formal de esta prueba a partir de las notas garrapateadas y de los bocetos que había acumulado. Entonces se la comunicaba a Desargues, Descartes, Pascal, Bernouilli y los demás… ¡Cómo se maravillaban ante la trascendental elegancia de la demostración!

Y después podía explorar los números yendo más lejos: esas entidades diáfanas y, sin embargo, tozudamente complejas que, en ocasiones, parecían tan extrañas que imaginaba que debían de tener una existencia independiente de la mente humana que las había concebido…

Fierre de Fermat nunca escribió la prueba de lo que se habría de conocer como su Ultimo Teorema. Pero esa breve acotación en el margen, descubierta después de la muerte de Fermat por su hijo, iba a exasperar y a fascinar a generaciones posteriores de matemáticos. Una prueba sí se encontró, pero recién en la década de los noventa y fue de tal complejidad técnica, al entrañar propiedades abstractas de curvas elípticas y otras entidades matemáticas no usuales, que los eruditos se convencieron de que era imposible que Fermat pudiera haber hallado la prueba en sus tiempos. Quizá se había equivocado… o incluso había perpetrado un tremendo engaño para las generaciones posteriores.

Entonces, en el año 2037 y para asombro general, armada con nada más que la matemática de la escuela secundaria, Bernadette Winstanley, de catorce años, logró demostrar que Fermat había tenido razón.

Y cuando la prueba de Fermat finalmente se publicó, comenzó una revolución en la matemática.

Testimonio de Patefield: Naturalmente, el desquiciado grupo extremista de inmediato encontró la manera de ponerse en línea con la historia. En mi carácter de científico y racionalista considero como una gran suerte que la cámara Gusano hubiera demostrado ser la más grande máquina de desenmascaramiento que se hubiera descubierto jamás. Y por eso es que ahora es indiscutible que, por ejemplo, no existió un OVNI estrellado en Roswell, Nuevo México, en 1947. Ni un solo secuestro por extraterrestres inspeccionado hasta la fecha, resultó ser más que una mala interpretación de algún fenómeno inocente… a menudo complicado por estados de perturbación neurológica. De manera análoga, no ha surgido ni una pizca de evidencia de que hubiera existido algún fenómeno paranormal o sobrenatural, no importa cuan público y conocido pudiera haber resultado ser. A industrias enteras de psíquicos, médiums, astrólogos, sanadores por la fe, homeópatas y otros se las está demoliendo de manera sistemática. Debemos aguardar con ansia el día en que los sondeos de la cámara Gusano lleguen tan lejos como la construcción de las pirámides, Stonehenge, los geoglifos de Nazca y otras fuentes de sabiduría o misterio. Y después vendrá la Atlántida…

Puede ser que esté llegando un nuevo día. Puede ser que en un futuro no muy lejano la mayoría de la humanidad por fin llegue a la conclusión de que la verdad es más interesante que las falsas ilusiones.

Florencia, Italia, 12 de abril de 1506 d. C.:

Bernice admitiría sin el menor problema que no era más que una investigadora de nivel inferior en la oficina de conservación del Louvre. Y por eso fue una sorpresa (¡y muy agradable por cierto!) cuando se le pidió que le practicara la primera verificación de procedencia a una de las pinturas más famosas del museo.

Aun si el resultado era menos que agradable.

Al principio, la investigación había sido sencilla: de hecho, se limitaba a las paredes del Louvre en sí. Ante una nube de visitantes, asistida por generaciones de conservadores, la fina y anciana dama se sentó en la semioscuridad detrás de sus láminas de vidrio protector, observando en silencio cómo el tiempo se iba devanando.

Los años anteriores a la transferencia al Louvre eran más complejos.

Bernice tuvo la fugaz visión de una serie de bellas casas, de generaciones de elegancia y poder interrumpidas por intervalos de guerra, agitación social y pobreza. Mucho de esto, hasta tan atrás como el siglo XVII, confirmaban el registro documentado de la pintura.

Pero entonces, en los primeros años de ese siglo, lo que significaba más de cien años después de la supuesta composición de la pintura, llegó la primera sorpresa. Bernice miraba, pasmada, cómo un joven pintor flacucho, con aspecto de estar pasando hambre, se hallaba parado delante de dos copias idénticas de la famosa imagen y cómo, al invertirse el transcurso del tiempo, con pincelada tras pincelada eliminaba la copia que había estado todos estos siglos al cuidado del Louvre.

Brevemente la dama se desvió para hacer el seguimiento hacia adelante en el tiempo, yendo detrás de la pista del original más antiguo a partir del cual la copia que tenía el Louvre —¡nada más que la copia, una réplica!— se había hecho. Ese original iba a durar poco más de dos siglos, según vio Bernice, antes de perderse en un inmenso incendio de la totalidad del museo durante la Revolución Francesa.

Estudios realizados con la cámara Gusano habían dejado al descubierto que muchas de las obras de arte más conocidas de todo el mundo no eran más que falsificaciones y copias: más del setenta por ciento de las pinturas del siglo XX (y una proporción menor de esculturas, menor, supuestamente, debido al esfuerzo que se necesitaba para hacer las copias). La historia era un corredor peligroso y destructivo a través del cual muy pocas cosas de valor lograban pasar indemnes.

Pero aún no había aparecido indicación alguna de que esta pintura, de entre todas ellas, hubiera sido una falsificación. Aunque se había sabido que, como mínimo, una docena de réplicas circularon en diversos tiempos y lugares, el Louvre llevaba un registro continuo de la titularidad desde que el artista hubiera dejado el pincel. Además, debajo de la capa superior de pintura había pruebas de la existencia de cambios que se le había hecho a la composición: una indicación más de un original, ensayado y vuelto a trabajar, más que de una copia.

Pero entonces, reflexionó Bernice, las técnicas y los registros de composición también se pudieron falsificar.

Azorada volvió atrás en las décadas hasta ese cuartucho de mala muerte, al pintor ingenioso y falsificador. Y empezó a seguir, cada vez más profundamente en el tiempo, el original que ese pintor había copiado.

Más décadas pasaron con desplazamiento centelleante, más transferencias de titularidad, todo ellos un borrón carente de interés en torno de la pintura misma que no experimentaba cambios.

Al fin, Bernice se aproximó a principios del siglo XVII, y se estaba acercando al estudio del artista en Florencia. Ya en ese entonces se hacían copias, y las hacían los propios alumnos del maestro. Pero todas las copias eran de éste, el original perdido que Bernice había identificado.

Quizá no habría más sorpresas.

Pronto vería que estaba en un error.

Puede verlo ahora. Allí estaba él, absorbido por la composición, por los bocetos preliminares y por mucho del diseño de la pintura. Iba a ser el retrato ideal, declaraba con voz imponente, los rasgos y los reflejos simbólicos de su sujeto sintetizados en una unidad perfecta y, con estilo abarcador y fluido, iba a dejar atónitos a sus contemporáneos y a fascinar a las generaciones venideras. La concepción, en verdad, era de él, así como el triunfo.

Pero no la ejecución: el maestro, con la atención diversificada en sus muchos encargos y en su vasto interés en la ciencia y la tecnología, le dejó eso a sus discípulos.

Bernice, con el pavor y la consternación debatiéndose en el corazón, miró cómo un joven que venía de las provincias, llamado Rafael Sanzio, con todo esmero aplicaba los últimos toques a esa sonrisa delicada, enigmática…

Testimonio de Patefield: Es digno de lamentar que muchos mitos apreciados e inofensivos que ahora se exponen a la fría luz de esta época futura, se estén evaporando. Betsy Ross es un ejemplo notorio reciente. En verdad existió una Betsy Ross. Pero nunca la visitó George Washington ni se le pidió que haga una bandera para la nueva nación; tampoco trabajó en el diseño junto con Washington ni cosió la bandera en su trastienda. Hasta lo que se puede establecer, todo este asunto fue una maquinación del nieto de ella, casi un siglo después.

El mito de Davy Crockett fue autofabricado; su leyenda sobre la piel de mapache la desarrolló en el Congreso —de manera bastante cínica para crear popularidad— el partido predecesor del actual Republicano. Ni siquiera hubo una sola observación de la cámara Gusano, en la que Crockett usara la expresión cazar al oso en el Congreso estadounidense. Para Paul Reveré, en cambio, la cámara Gusano mejoró su reputación.

Durante muchos años, Reveré actuó como jinete principal de la comisión de seguridad de Boston. Su viaje más famoso a caballo —a Lexington, para advertir a los jefes revolucionarios que los ingleses venían marchando— fue, irónicamente, el más peligroso; la hazaña de Reveré, todavía más heroica, aun más que la leyenda del poema de Longfellow. Pero todavía muchos estadounidenses modernos quedaron consternados por el fuerte acento francés que Reveré había heredado de su padre.

Y así para todo, no sólo en Estados Unidos sino por todo el mundo. Hasta hay famosas figuras —los comentaristas los denominan hombres de nieve— que se ha demostrado que lisa y llanamente, ¡no existieron! Lo que está resultando más interesante que los mitos en sí fue el estudio de cómo los mitos se crearon a partir de hechos dispersos o poco prometedores (en verdad, a veces a partir de ningún hecho), en una especie de conspiración muda de añoranza y muy raramente bajo el control consciente de alguien.

Tenemos que preguntarnos adonde nos ha de conducir esto. Así como la memoria humana no es una grabadora pasiva sino una herramienta en la construcción del yo, del mismo modo la historia nunca fue un simple registro del pasado, sino un instrumento de construcción de la conciencia colectiva de un pueblo.

Pero, del mismo modo que cada ser humano ahora tendrá que aprender a construir la personalidad bajo el fulgor de la impía inspección de las cámaras Gusano, así las comunidades tendrán que llegar a aceptar la verdad absolutamente desnuda de su propio pasado… y encontrar nuevas maneras de expresar sus valores e historia en común, si es que han de sobrevivir al futuro. Y cuanto antes sigamos adelante con ello, mejor.

Glaciar Similaun, Alpes, abril de 2321 a. C.:

Era un mundo elemental: roca negra, cielo azul, hielo blanco duro. Éste era uno de los pasos más elevados de los Alpes. El hombre, que estaba solo, se desplazaba por este letal ambiente con absoluta confianza.

Pero Marcus sabía que el hombre al que observaba ya se estaba acercando al sitio en el que, desplomado encima de un bloque de piedra y con su juego de herramientas neolíticas apiladas pulcramente a su lado, iba a encontrar la muerte.

Al principio —cuando había explorado las posibilidades de la cámara Gusano acá, en el Instituto de Estudios Alpinos de la Universidad de Innsbruck—, Marcus Pinch había temido que la cámara destruyera la arqueología y la reemplazara por algo que se asemejara más a la cacería de mariposas: la burda observación de la verdad, quizá por ojos no preparados. No habría más Schliemmans, no más Troyas, no más el paciente devanado del pasado a partir de fragmentos y rastros.

Pero sucedió que todavía hubo un papel para la sabiduría acumulada de la arqueología, por su condición de mejor reconstrucción intelectual accesible del pasado verdadero. Sencillamente había demasiado para ver, y el horizonte de la cámara Gusano se ampliaba todo el tiempo. Por el momento, el papel de la cámara Gusano era el de complementar las técnicas convencionales de la arqueología para brindar piezas clave de evidencia en la resolución de disputas, para reforzar o derribar hipótesis, a medida que una narración consensual más correcta de lo pasado surgía lentamente.

Y, en este caso, para Marcus la verdad que se iba a revelar, aquí y ahora, por las imágenes en azul, blanco y negro que se transmitían a través del tiempo y del espacio a su cámara, le iba a proporcionar respuestas para las preguntas más apremiantes de su propia carrera profesional.

A este hombre, este cazador, se lo había exhumado del hielo cincuenta y tres siglos después de que hubiera muerto. Las manchas de sangre, tejido, almidón, cabello, y los fragmentos de plumas en sus herramientas y vestimenta habían permitido que los científicos, Marcus entre ellos, reconstruyeran mucho de su vida. Los investigadores modernos hasta habían llegado caprichosamente a darle un nombre: Ötzi, el Hombre de Hielo.

Sus dos flechas eran de especial interés para Marcus; de hecho, habían servido como base para el doctorado de Marcus. Ambas flechas estaban rotas y Marcus había podido demostrar que antes de morir, el cazador había estado tratando de desarmar las flechas con la intención de hacer una sola flecha buena a partir de las dos rotas, mediante el encaje de la punta mejor en el astil que estaba en buenas condiciones.

Fue un trabajo detectivesco así de minucioso el que había atraído a Marcus a la arqueología. Marcus no veía límites al alcance de esas técnicas. Quizás, en cierto sentido, todo suceso dejaba alguna marca en el universo, marca que algún día podría ser descifrada por instrumentos suficientemente ingeniosos. En un aspecto, la cámara Gusano era la cristalización de la intuición sin palabras de todo arqueólogo: que el pasado es un país real, que está por allá, en alguna parte, y que se puede explorar palpándolo con cada una de las yemas de los dedos.

Pero se estaba abriendo un nuevo libro de la verdad. La cámara podía responder preguntas que quedaban sin tocar por la arqueología tradicional, no importaba lo poderoso de las técnicas… inclusive sobre este hombre Ötzi, que se había convertido en el ser humano más conocido de todos los que hubieran vivido en el transcurso de la prehistoria.

Lo que nunca se había respondido, y resultaba imposible de responder a partir de los fragmentos que se había recuperado, era por qué había muerto el Hombre de Hielo. Quizás estaba huyendo de una guerra que se libraba o buscaba con afán proseguir un amorío. A lo mejor era un delincuente que escapaba de la dura justicia de su época.

Marcus había intuido que todas estas explicaciones eran estrechas de miras, que eran proyecciones de un mundo moderno sobre un pasado más austero. Pero, al igual que el resto del mundo, Marcus anhelaba conocer la verdad.

Pero ahora el mundo había olvidado a Ötzi con sus vestimentas de piel y herramientas de pedernal y cobre; había olvidado el misterio de su solitaria muerte. Ahora, en un mundo en el que a cualquier figura del pasado se la podía hacer volver a la vibrante vida, Ötzi ya no era una novedad, ni siquiera gozaba de interés particular. A nadie le interesaba enterarse de cómo, después de todo, había muerto.

A nadie, con excepción de Marcus. Así que Marcus se había sentado en la frígida lobreguez de esa instalación de la universidad, luchando por atravesar aquel paso alpino al que veía desde el hombro de Ötzi, hasta que se hubiera hecho patente la verdad.

Ötzi era un cazador alpino de elevada condición social. La cabeza de cobre de su hacha y el tocado de piel de oso eran señales de proezas y de prestigio en la caza. Y la meta de este hombre, en esta expedición fatal, había sido la presa más escurridiza de todas, el único animal alpino que se recluye en las zonas rocosas altas durante la noche: el íbice.

Pero Ötzi era viejo: cuarenta y seis años era una edad avanzada para un hombre de su época. Lo atormentaba la artritis y ese día lo afligía una infección intestinal que le había dado diarrea crónica. Quizá se había debilitado; se movía con más lentitud que lo que se daba cuenta… o que le importaba admitir.

Había perseguido a su presa cada vez más hacia lo profundo de las heladas alturas de las montañas. Había hecho su sencillo campamento en ese paso, con la intención de reparar las puntas de flecha que había roto y continuar la persecución al día siguiente. Había tomado una comida final de carne salada de cabra y ciruelas secas.

Pero la noche se había vuelto diáfana como el cristal y el viento había aullado a través del paso, arrastrando consigo el calor vital de Ötzi.

Fue una muerte triste y solitaria y Marcus, al observarla, pensó que hubo un momento en el que Ötzi trató de levantarse, como si se hubiera dado cuenta del terrible error que había cometido, como si hubiera sabido que estaba muriendo. Pero no se pudo levantar y Marcus no pudo extender la mano a través de la cámara Gusano para ayudarlo.

Y así, Ötzi quedó tendido solo, sepultado en el hielo que lo rodeaba, durante cinco mil años.

Marcus apagó la cámara Gusano y una vez más Ötzi quedó en paz.

Testimonio de Patefield: Muchas naciones, no sólo Estados Unidos, están enfrentando serios diálogos internos respecto de las nuevas verdades que se revelan sobre el pasado, verdades de las que, en muchos casos, apenas si se informa —si es que se informa, en primer lugar— en la historia convencional. En Francia, por ejemplo, hubo un profundo examen de conciencia respecto de la naturaleza inesperadamente amplia de la colaboración con el régimen nazi durante la ocupación alemana, en la Segunda Guerra Mundial. Las nuevas revelaciones dañaron seriamente mitos tranquilizadores sobre la importancia de la Resistencia en tiempos de la guerra; y no en poca medida lo hicieron las nuevas revelaciones sobre David Moulin, un líder venerado de la Resistencia: prácticamente nadie de los que conocen la leyenda de Moulin estaba preparado para enterarse de que ese hombre había comenzado su carrera como espía infiltrado de los nazis, si bien más tarde se lo persuadió para que se incorporara a la causa nacional y, de hecho, los SS lo torturaron y ejecutaron en 1943. Los belgas modernos parecen estar abrumados cuando confrontan la brutal realidad del Estado Libre de Congo, una colonia rígidamente centralizada que se había diseñado para despojar el territorio de sus riquezas naturales, caucho principalmente, y a la que se mantenía por medio de atrocidades, asesinatos, muerte por inanición, exposición a los elementos meteorológicos, enfermedad y hambre, lo que dio por resultado el desarraigo de comunidades enteras y la matanza, entre 1885 y 1906, de ocho millones de almas. En las tierras de la antigua Unión Soviética, la gente se concentró en la era del terror stalinista. Los alemanes se están enfrentando con el Holocausto una vez más. Los japoneses, por primera vez en generaciones, están teniendo que aprender a admitir la verdad de sus matanzas durante la guerra y de sus otras brutalidades en Shechuán y otros sitios. Los israelíes están incómodamente conscientes de sus propios crímenes contra los palestinos. La frágil democracia serbia está amenazando derrumbarse bajo las nuevas revelaciones de los horrores cometidos contra Bosnia y otras comunidades, después del desmembramiento de la antigua Yugoslavia. Y así todo el tiempo.

La mayor parte de los horrores del pasado se conocía bien desde antes de la cámara Gusano, claro está, y se había escrito una estimable cantidad de textos de historia honestos y conscientes. Pero, así y todo, la interminable y deprimente trivialidad vigente, la realidad humana de tanta crueldad, dolor y devastación, sigue siendo por completo desalentadora. Y se agitaron emociones más intensas que el desaliento. Disputas étnicas y religiosas de siglos de antigüedad fueron el disparador de muchos conflictos del pasado. Y así ocurrió esta vez: hemos visto disputas interpersonales, disturbios, luchas entre diferentes etnias, inclusive hasta golpes de Estado y guerras de poca extensión. Y aún gran parte de la ira se dirige hacia Nuestro Mundo, el heraldo que trajo el mensaje de tanta verdad desalentadora.

Pero pudo haber sido peor.

Ocurre que, si bien hubo mucha ira que se expresaba en antiguas injusticias, a algunas nunca se las dio a conocer antes; en un sentido general, cada comunidad se ha vuelto demasiado consciente de sus propios crímenes, contra su propia gente y contra la de otras comunidades, como para buscar la expiación por los crímenes cometidos por otros. Ninguna nación está libre de pecado; ninguna parece estar preparada para arrojar la primera piedra y casi todas las instituciones principales que sobreviven, sean éstas una nación, una gran empresa o una iglesia, se ven forzadas a pedir disculpas por crímenes que se cometieron en su nombre en el pasado. Pero hay una conmoción más profunda que falta enfrentar. La cámara Gusano, después de todo, no muestra sus lecciones de historia en forma de resúmenes verbales o de pulcros mapas animados. Tampoco tiene mucho para decir sobre la gloria o el honor: en vez de eso se limita a mostrarnos a nosotros, los seres humanos, a razón de uno por vez… y con mucha frecuencia muriendo de hambre o sufriendo o muriendo en manos de otros seres humanos. La grandeza ya no importa. Ahora vemos que cada ser humano que muere es el centro del universo: una chispa única de esperanza y desesperanza, de amor y odio, que avanza sola hacia el interior de la oscuridad que abarca todo. Es como si la cámara Gusano hubiera traído una nueva democracia a la visión de la historia. Tal como Lincoln pudo haber señalado, la historia que surge de toda esta inspección intencional a través de la cámara Gusano será una nueva historia de la humanidad: el relato de la gente, por la gente, para la gente. Ahora lo que importa más es mi relato… o la historia de mi amante, o la de uno de mis padres o la de mi antepasado, que sufrió la más prosaica, más carente de importancia de las muertes, en el barro de Stalingrado o de Passchendaele o de Gettysburg o, simplemente, en algún campo implacable, quebrado por una vida deslomándose como esclavo en un trabajo rutinario y devastador. Facultados por la cámara Gusano, auxiliados por centros de registro genealógico tan importantes como los de los mormones, todos hemos descubierto a nuestros antepasados. Están aquéllos que sostienen que todo esto es peligroso y que destruye la estabilidad. Después de todo, al aluvión de divorcios y suicidios que vino a continuación del primer don de apertura de la cámara Gusano lo siguió una oleada nueva: ahora que adquirimos la capacidad de espiar a nuestros compañeros, no sólo en el tiempo real del presente sino, también, en el del pasado, remontándonos tan atrás como nos interese mirar, y toda fechoría, abierta u oculta, se hace accesible a la mirada escrutadora; y así las antiguas heridas se vuelven a abrir. Pero éste es un proceso de ajuste al que sobrevivirán las relaciones que estén unidas con más fuerza. Y, sea como fuere, esas consecuencias relativamente triviales de la cámara Gusano son insignificantes, sin duda, en comparación con el grandioso don de una verdad histórica más profunda que, por vez primera, se pone al alcance de nosotros. Así que no doy mi respaldo a los que predicen desgracias. Yo digo: confíen en la gente. Dennos las herramientas y terminaremos el trabajo.

Hay un clamor cada vez mayor, trágicamente imposible de satisfacer, para que se encuentre un modo, algún modo, cualquier modo, de cambiar el pasado: ayudar a los que murieron hace mucho sufriendo; rescatándolos, inclusive. Pero el pasado es inmutable; únicamente queda el futuro para que se lo moldee.

Con todas las dificultades y todos los peligros somos privilegiados por estar vivos en una época así. Seguramente nunca volverá a existir una época en que la luz de la verdad y de la comprensión se extiendan con una rapidez tan abrumadora hacia las tinieblas del pasado; nunca volverá a haber una época en que la conciencia en masa de la humanidad se transforme de forma tan espectacular. Las nuevas generaciones, nacidas en la omnipresente sombra de la cámara Gusano, crecerán con una visión muy diferente de su especie y de su pasado. Para bien o para mal.

Oriente Medio, cerca del 1250 a. C.:

Miriam era profesora tutora de sistemas expertos para contabilidad; por cierto, no era una historiadora profesional. Pero, al igual que todas las demás personas que conocía, había tomado tiempo de cámara Gusano no bien estuvo disponible y empezó a investigar sus propias pasiones. Y, en el caso de Miriam, la pasión se concentraba en un solo hombre, un hombre cuya historia había sido la inspiración de Miriam durante toda la vida de ella.

Pero cuanto más cerca de su sujeto la cámara Gusano llevaba a Miriam, más aún, y de forma enloquecedora, parecía disolverse ese hombre. El acto mismo de observarlo era destruirlo, como si ese hombre hubiera estado obedeciendo a alguna forma inoportuna de principio de incertidumbre histórica.

Sí, Miriam insistió.

Por fin, después de haber transcurrido muchas horas en busca de ese hombre bajo la dura y confusa luz del día de esos antiguos desiertos, Miriam empezó a consultar a los historiadores profesionales que la habían precedido en esos eriales del tiempo. Y así, pieza por pieza, confirmó por sí misma lo que había inferido.

La carrera del hombre mismo, despojada de sus elementos sobrenaturales, era una fusión bastante tosca de las biografías de varios líderes de esa era, cuando la nación de Israel se había conformado a partir de grupos de refugiados palestinos que huían del colapso de las ciudades-estado de Canaan. El resto fue invención o robo.

Ese asunto, por dar un ejemplo, de que se lo había ocultado en una canasta de mimbre que flotó por el Nilo, con el objeto de salvarlo del asesinato por su carácter de primogénito israelita, no fue más que la fusión de leyendas más antiguas provenientes de Mesopotamia y Egipto, acerca del dios Horus por ejemplo, ninguna de las cuales se basaba sobre hechos reales tampoco. Y ese hombre nunca había sido príncipe egipcio: ese fragmento parecía provenir del relato de un sirio llamado Bay, que había actuado como tesorero en jefe de Egipto y había llegado hasta faraón, con el nombre de Ramosejaiemnetyero.

Pero ¿cuál es la verdad?

Después de todo, tal como lo había conservado el mito, él había sido un hombre complejo, humano, inspirador. Se caracterizaba por sus imperfecciones: había sido tartamudo y a menudo reñía con la propia gente a la que conducía. Hasta discutió con Dios. Pero su triunfo sobre esas imperfecciones había sido una inspiración durante tres mil años para mucha gente, incluyendo a Miriam misma, a quien habían llamado así por la amada hermana de ese hombre, quien había tenido que superar los obstáculos que en su propia vida había colocado la parálisis cerebral que padecía.

Ese hombre era irresistible, tan intensamente real como un personaje cualquiera de la historia verdadera, y Miriam sabía que él iba a seguir viviendo en lo futuro. Y teniendo en cuenta eso, ¿importaba que Moisés nunca hubiera existido en verdad?

Era una nueva obsesión, según lo veía Bobby, cuando millones de figuras de la historia, renombradas o que no lo fueran, volvían brevemente a la vida una vez más bajo la mirada atenta de esta primera generación de testigos con cámara Gusano.

El ausentismo parecía estar alcanzando el nivel más alto de todos los tiempos, pues la gente abandonaba su trabajo, su vocación, hasta a sus seres amados, para dedicarse a la fascinación interminable de la cámara Gusano. Era como si la especie humana repentinamente se hubiera vuelto vieja, satisfecha con esconderse, alimentándose de sus recuerdos.

Y quizás así es como era, pensó Bobby. Después de todo, si al Ajenjo no se lo podía obligar a que dé la vuelta, entonces no había futuro del que se pudiera hablar.

Quizá la cámara Gusano, con su don del pasado, era, precisamente, lo que la especie humana necesitaba en estos precisos momentos: el agujero para un perno.

Y cada uno de esos testigos estaba llegando a entender que un día también ella no iba a ser más que una cosa de luz y sombra, engarzada en el tiempo, quizá sometida, a su vez, a la mirada escrutadora de algún futuro incognoscible.

Pero, para Bobby, no era la humanidad en masa lo que le interesaba, ni las grandes corrientes de la historia y del pensamiento a las que se estaba agitando, sino el corazón de su hermano, que se estaba haciendo pedazos.