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LA MÁQUINA DEL DESDORO

David y Heather se sentaron ante una parpadeante pantalla flexible, las caras iluminadas por la severa luz de sol de un día que se había ido hacía mucho.

Era un soldado raso, uno del Primero de Infantería de Maryland. Era uno de una línea que se extendía a la distancia, los rifles de chispa levantados. Se podía oír el redoble de un tambor, continuo y ominoso.

Todavía no se habían enterado del nombre del soldado.

Su cara estaba tiznada, manchada por el sudor; el uniforme, asqueroso, sucio por la lluvia y con parches por todas partes. Era visible que cada vez se estaba poniendo más nervioso a medida que se acercaba al frente.

El humo cubría las líneas a lo lejos. Pero David y Heather ya podían oír el crujir de las armas portátiles, el retumbar del cañón.

El soldado que observaban ahora pasó frente a un hospital de campaña: había tiendas montadas en el centro de un campo empantanado. Se veían hileras de cuerpos inmóviles, descubiertos, yaciendo afuera de la tienda más cercana y, algo que era más horroroso, una pila de brazos y piernas cortados, algunos todavía llevando jirones de ropa. Dos hombres estaban alimentando con esos miembros un brasero. El lamento de los heridos que estaban dentro de las tiendas era perturbador, lejano, agónico.

El soldado hurgó dentro de su guerrera y extrajo un mazo de barajas, percudidas y atadas con una piola, y una fotografía.

David, operando los controles de la cámara Gusano, congeló la imagen e hizo un acercamiento sobre la pequeña fotografía, muy ajada por el contacto repetido con los dedos, su imagen una granosidad tosca en blanco y negro.

—Es una mujer —dijo en tono pausado—. Y eso parece un burro. Y… Oh.

Heather estaba sonriendo.

—Tiene miedo. Piensa que éste podría ser el último día de su vida. No quiere que esas cosas tan privadas se envíen a casa junto con sus efectos personales.

David retomó la secuencia. El soldado dejó caer sus posesiones en el lodo y las hundió en él con el taco de la bota.

Heather dijo:

—Escucha. ¿Qué está cantando?

David ajustó los filtros de volumen y frecuencia. El acento del soldado raso era notablemente marcado, pero las palabras eran reconocibles.

… Dentro del pabellón de las limpias y blanqueadas salas / Donde los muertos duermen y los agonizantes yacen / Heridos por sables, bayonetas y balas / Un día fue transportado el amado de alguien

Un oficial montado vino por detrás de la línea, su caballo negro y sudado visiblemente nervioso.

Cerrar filas. Alinearse, ahí… Cerrar filas. —Su acento era afectado, extraño al oído de David…

Hubo una explosión, tierra que salía volando. Los cuerpos de unos soldados simplemente parecieron estallar en fragmentos grandes, sanguinolentos.

David se espantó. Había sido una granada de cañón. Repentinamente, la guerra estaba allí.

El nivel de ruido se elevó en forma abrupta: se oyeron vítores, imprecaciones, un martilleo de fusiles de chispa y de pistolas. El soldado raso levantó su rifle, disparó con rapidez y sacó otro cartucho de su canana. Lo mordió, dejando expuestas la pólvora y la bala esférica, y partículas de pólvora negra quedaron pegadas en sus labios.

Heather murmuró:

—Dicen que la pólvora tenía el gusto de la pimienta.

Otra granada cayó cerca de la rueda de una pieza de artillería. Un caballo que estaba cerca del cañón pareció explotar; sanguinolentos pedazos del animal volaron en todas direcciones. Un hombre que caminaba al lado cayó y se quedó mirando con evidente sorpresa el muñón en que ahora terminaba su pierna.

En estos momentos, todo alrededor del soldado raso era horror: humo, fuego, cuerpos mutilados, muchos hombres desparramados en el suelo, retorciéndose. Pero el soldado parecía estar cada vez más calmado. Continuó su avance.

David dijo:

—No lo entiendo, está en medio de una matanza en masa. ¿No sería una actitud racional que retrocediera, que se escondiera?

Heather contestó:

—Él mismo puede no entender siquiera de qué se trata la guerra. A los soldados les ocurre a menudo. En este preciso instante este hombre es responsable de sí mismo; su destino está en sus propias manos. Quizá siente alivio porque el momento ha llegado. Y, además, tiene una reputación, la estima de sus compañeros.

—Es una forma de locura —dijo David.

—Por supuesto que lo es…

No oyeron la bala de rifle que venía.

Pasó a través de la órbita de uno de los ojos y salió por la parte de atrás de la cabeza del soldado raso, llevándose consigo un pedazo de cráneo del tamaño de la palma de una mano. David pudo ver adentro materia roja y gris.

El soldado raso quedó unos segundos más de pie, todavía portando su arma, pero el cuerpo se sacudía, las piernas entraron en convulsión. Después cayó hecho un guiñapo.

Otro soldado dejó caer el rifle y se arrodilló al lado del primero. Levantó la cabeza del soldado raso con delicadeza y parecía estar tratando de volver a meterle el cerebro adentro del cráneo destrozado…

David pulsó su control: la pantalla flexible quedó en blanco. Se arrancó los auriculares de los oídos.

Durante un instante quedó sentado sin moverse, permitiendo que las imágenes y los sonidos del horrendo campo de batalla de la Guerra Civil estadounidense se alejaran de su cabeza, para ser reemplazados por la serena calma científica de la Fábrica de Gusanos, el murmullo apaciguado de los investigadores.

En hileras de cabinas similares a la de ellos, a su alrededor la gente trabajaba afanosamente sobre poco claras imágenes de la cámara Gusano: pulsando en pantallas flexibles, escuchando en los auriculares el bisbiseo, tomando notas en blocks de hojas oficio amarillas. La mayor parte de esa gente había ganado su admisión a través de la presentación de propuestas de investigación que examinaba una comisión que había constituido David y, después, se seleccionaban por sorteo. A otros se los había traído en calidad de invitados de Hiram, como Heather y su hija. Eran periodistas, investigadores, académicos, que intentaban resolver disputas históricas; también estaban quienes tenían intereses especiales, entre ellos algunos teóricos de las conspiraciones, con algunos puntos por demostrar.

En alguna parte, alguien estaba silbando suavemente una canción infantil. La melodía hacía extraño contrapunto a los horrores que todavía restallaban alrededor de la cabeza de David… pero él supo la importancia de inmediato. Uno de los investigadores más entusiastas que allí estaba se había propuesto resolver la sencilla tonada que se decía constituyó la base de las variaciones Enigma de 1899, de Edward Elgar. Se había propuesto muchos candidatos, desde las tonadas religiosas de los negros del sur de Estados Unidos y éxitos de comedias musicales olvidadas, hasta la canción de cuna Titila, Titila, Estrellita. Ahora, empero, el sonido daba la impresión de que el investigador hubiera descubierto la verdad y David dejó que su mente le pusiera la letra a la delicada melodía: Mary tenía un corderito

A los investigadores se los había traído hasta ahí porque Nuestro Mundo todavía estaba muy adelante de los competidores en cuanto a potencia de su tecnología de cámara Gusano. La profundidad del pasado que era accesible al análisis moderno estaba aumentando todo el tiempo; algunos investigadores ya habían logrado remontarse tan atrás como tres siglos. Pero, por el momento, para bien o para mal, el empleo de las poderosas cámaras Gusano retrospectivas permanecía bajo rígido control y únicamente se lo ofrecía en instalaciones como éstas, en las que a los usuarios se los seleccionaba y se los disponía por orden de prioridad y se los mantenía bajo vigilancia; a los resultados que obtenían se los corregía con todo cuidado y se les aplicaba pruebas de interpretación, antes de ponerlos al alcance del público.

Pero Davis sabía que no importaba cuan atrás en el tiempo mirase, o qué fuese aquello a presenciar, o el modo en que a las imágenes se las analizara y discutiera: los quince minutos de la Guerra de Secesión que acababa de soportar permanecerían con él para siempre.

Heather le tocó el brazo.

—No tienes un estómago fuerte, ¿no? Tan sólo rasguñamos la superficie de esta guerra… apenas si hemos empezado a estudiar el pasado.

—Pero es una inmensa y desgastante carnicería.

—Por supuesto que sí. ¿No lo es siempre? De hecho, la Guerra Civil fue una de las primeras guerras verdaderamente modernas. Más de seiscientos mil muertos, casi un millón de heridos, en un país cuya población sólo era de treinta millones de personas. Es como si hoy perdiéramos cinco millones. Fue un triunfo peculiarmente estadounidense que un país tan joven organizara un conflicto tan vasto.

—Pero fue justa —dijo David. Heather estaba trabajando en el período de la Guerra Civil estadounidense, como parte de sus investigaciones para la primera biografía verdadera de Abraham Lincoln, compilada por cámaras Gusano, a la que financiaba una asociación de estudios históricos—. ¿Ésa será tu conclusión? Después de todo, la guerra llevó a la erradicación de la esclavitud en Estados Unidos.

—Pero no era ése el objetivo de esa guerra. Estamos a punto de perder nuestras ilusiones románticas respecto de ella, a punto de enfrentar la verdad que los historiadores más valientes enfrentaron todo el tiempo: la guerra fue el choque de intereses económicos, del Norte contra el Sur. Los esclavos eran un bien de capital que valía miles de millones de dólares. Y fue un asunto sanguinario que hizo erupción desde una sociedad con desigualdades, dominada por las diferencias de clase. Tropas de Gettysburg se enviaron a Nueva York para sofocar disturbios por la oposición al reclutamiento obligatorio. Lincoln hizo encerrar alrededor de treinta mil presos políticos sin juicio…

David lanzó un silbido.

—¿Crees que la reputación de Lincoln podrá sobrevivir después que veamos todo eso? —Empezó a preparar un nuevo ciclo de trabajo.

Heather se encogió de hombros.

—Lincoln sigue siendo una figura impresionante… aun cuando no fuera homosexual.

Eso hizo estremecer a David.

—¿Qué? ¿Estás segura?

Heather sonrió.

—Ni siquiera bisexual.

Desde el cubículo vecino pudo oír el débil sonido de chillidos en tono alto.

Heather dirigió a David una sonrisa de cansancio.

—Mary. Está mirando a los Beatles otra vez.

—¿Los Beatles?

Heather escuchó un instante.

—El Top Ten Club de Hamburgo. Abril de 1961 probablemente. Actuaciones legendarias, en las que se cree que los Beatles tocaron mejor que lo que nunca volvieron a hacerlo. Nunca se las filmó y, claro está, nunca se las volvió a ver hasta ahora. Mary está repasando todas y cada una de las actuaciones, repitiéndolas noche tras noche.

—Hmmm. ¿Cómo andan las cosas entre ustedes dos?

Heather lanzó una rápida mirada hacia el tabique; después habló en tono quedo:

—Me preocupa que nuestra relación esté enfilada hacia un fracaso total y absoluto. David, no sé qué hace Mary la mitad del tiempo, ni adonde va, ni con quién se encuentra… Todo lo que recibo es ira. No fue sino el soborno de usar una cámara Gusano de Nuestro Tiempo lo que la trajo aquí hoy. Aparte de hacerlo para los Beatles, ni siquiera sé para qué está usando la cámara.

David vaciló.

—Tengo mis dudas respecto de cuan ético es lo que te ofrezco, pero… ¿querrías que lo averigüe?

Heather frunció el entrecejo y de los ojos se apartó cabellos que se estaban poniendo grises.

—¿Puedes hacer eso?

—Hablaré con ella.

La imagen de la pantalla flexible se estabilizó.

El mundo apenas si reparará en, ni recordará durante mucho tiempo, lo que decimos acá, pero nunca, podrá olvidar lo que ellos hicieron acá

El auditorio de Lincoln —con esos rígidos sombreros de copa alta y abrigos negros, casi todos ellos hombres— tenía un aspecto por completo extraño, pensó David. Y Lincoln mismo se destacaba entre todos ellos, tan alto y enjuto que parecía casi grotesco; su voz tenía un tono lastimoso irritantemente alto y nasal. Y aun así…

—Y aun así —dijo David—, sus palabras todavía tienen el poder de conmover.

—Sí —dijo Heather—. Creo que Lincoln sobrevivirá al proceso de biografía verdadera. Era complejo, ambiguo, nunca era directo. Le decía a sus oyentes lo que querían oír, a veces era proabolición; a veces, no. Por cierto que no era el Abe de la leyenda. El viejo Abe, el honesto Abe, Abe el padre… Pero estaba viviendo en tiempos difíciles. Salió bien de una guerra, convirtiéndola en una cruzada. De no haber sido por Abe, quién sabe si la nación podría haber sobrevivido.

—Y no era homosexual.

—Nop.

—¿Y qué hay respecto del diario de Joshua Speed?

—Una astuta falsificación que, después de la muerte de Lincoln, armó una camarilla de simpatizantes confederados que estaba detrás del asesinato. Todo estaba diseñado para denigrar el carácter de Lincoln, aún después de que le quitaran la vida…

La vida sexual de Abraham Lincoln había caído bajo una inspección minuciosa después del descubrimiento de un diario supuestamente escrito por Joshua Speed, comerciante de Springfield, Illinois, con el cual Lincoln, cuando era un abogado joven y empobrecido, se había hospedado durante algunos años. Aunque tanto Speed como Lincoln más tarde se casaron —y, de hecho, ambos tuvieron fama de tenorios—, habían corrido rumores de que los dos habían vivido juntos una relación homosexual.

En los difíciles años de principios del siglo XXI, Lincoln había renacido como figura de permisividad y amplia atracción: «Lincoln Rosado», un héroe dividido para una era dividida. En las Pascuas de 2015, el sesquicentenario del asesinato de Lincoln, esto había llegado a su climax con una celebración al aire libre que se hizo en torno al monumento a Lincoln en Washington, D. C.: durante una sola noche, a la gran figura de piedra se la había bañado con una luz rosado chillón proveniente de reflectores.

—… Hice certificar por escribano los registros de la cámara Gusano, para demostrarlo —dijo ahora Heather—. Hice que sistemas expertos recorrieran rápidamente todos y cada uno de los encuentros sexuales de Lincoln, desde los más antiguos hasta los últimos: ahí no existe el menor vestigio de conducta homo o bisexual.

—Pero Speed…

—El y Lincoln compartieron una cama en aquellos años en Illinois, pero eso no era algo fuera de lo común en aquellos tiempos: ¡Lincoln no tenía dinero para pagarse una cama propia!

David se rascó la coronilla.

—Esto —dijo— va a incomodar a todos.

Heather le contestó:

—Sabes, vamos a tener que habituarnos a eso. No más héroes, no más cuentos de hadas. Los líderes que logran suceso son pragmáticos. Casi todas las elecciones que hacen son entre opciones malas; los más sagaces de ellos, como Lincoln, eligen el mal menor, y lo hacen de manera constante. Y eso es prácticamente todo lo que se les puede pedir.

David asintió con la cabeza.

—Quizá. Pero ustedes, los estadounidenses, tienen la suerte de que ya se les está acabando la historia. A nosotros, los europeos, nos quedan miles de años más para presenciar.

Quedaron en silencio y contemplaron las almidonadas imágenes de Lincoln y de sus oyentes, las voces agudas, el crujido de los aplausos de hombres que habían muerto hacía ya largo tiempo.