Hiram estaba aguardando a David Curzon en la sala de arribos de SeaTac.
Era simplemente avasallador. De inmediato aferró los hombros de David y lo atrajo hacia sí. David pudo sentir el olor de una poderosa agua de colonia, de tabaco sintético, de un leve rastro de especias que aún permanecía. Hiram estaba próximo a cumplir setenta años, pero no lo demostraba, merced, sin la menor duda, a tratamientos antienvejecimiento y a una sutil escultura cosmética. Era alto y moreno, en tanto que David, que había heredado las características de la madre, era rubio y más robusto, con tendencia a ser rechoncho.
Y aquí estaba esa voz que David no había oído desde que tenía cinco años, esa cara —ojos azules, nariz aguileña— que se había alzado ante él como una luna gigantesca.
—Hijo mío, ha pasado tanto tiempo. Ven. Tenemos muchísimo de qué hablar hasta ponernos al día…
David había transcurrido la mayor parte del vuelo desde Inglaterra tratando de sosegarse para este encuentro: tienes treinta y dos años, se decía a sí mismo. Tienes un puesto de profesor titular en Oxford. Tus trabajos y tus libros de vulgarización sobre la exótica matemática de la Física cuántica fueron extremadamente bien recibidos. Este hombre podrá ser tu padre, pero te abandonó y no tiene autoridad alguna sobre ti.
Eres un adulto ahora. Tienes tu fe religiosa. Nada tienes que temer.
Pero Hiram, tal como, seguramente, se lo había propuesto, consiguió traspasar todas las defensas de David en los primeros cinco segundos de su encuentro. El joven, aturullado, se dejó conducir.
* * *
Hiram llevó a su hijo directamente a las instalaciones de investigación —la Fábrica de Gusanos, como la llamaba—, que estaba hacia el norte de Seattle. El viaje, en un Rolls de manejo controlado por inteligencia artificial, fue rápido y pavoroso. Controlados por satélites localizadores de la posición y por soportes lógicos inteligentes incorporados en el auto en sí, los vehículos fluían por las autopistas a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, los paragolpes de dos autos se perseguían separados por no más que centímetros. Todo era mucho más agresivo que a lo que David estaba acostumbrado en Europa.
Pero la ciudad, lo que vio de ella, lo impresionó: su estilo europeo, un sitio de casas suntuosas y bien conservadas con una extensa vista de las colinas y del mar, los complejos edilicios más modernos integrados de manera razonablemente garbosa con la sensación general que inspiraba el lugar; la zona del centro comercial alborotada por la proximidad de la Navidad.
Recordaba poco del lugar; tan sólo fragmentos de la niñez, el pequeño barco que Hiram usaba para salir del golfo de Puget, viajes por encima de la línea de nieve en invierno. Había regresado a Estados Unidos muchas veces antes, claro está —la física teórica era una disciplina internacional—, pero nunca había vuelto a Seattle, no desde el día en que, de modo inolvidable, su madre lo había arropado bien y salido como una furia de la casa de Hiram.
Hiram hablaba todo el tiempo, acribillando a su hijo con preguntas.
—¿Así que te sientes aclimatado en Inglaterra?
—Pues, ya sabes respecto de los problemas del clima. Pero incluso Oxford, rodeada por hielo, es un magnífico lugar para vivir. En particular desde que suprimieron los automóviles privados del camino de circunvalación y…
—¿Esos presumidos británicos no se burlan de ti por tu acento francés?
—Padre, soy francés. Ésa es mi identidad.
—Pero no tu ciudadanía. —Hiram palmeó el muslo de su hijo—. Eres estadounidense. No lo olvides. —Contempló a David con cautela—. ¿Y todavía sigues practicando?
David sonrió.
—¿Quieres decir si aún soy católico? Sí, padre.
Hiram gruñó:
—Esa maldita madre tuya. El error más grande que yo cometí jamás fue unirme con ella sin tener en cuenta su religión. Y ahora te transmitió a ti el virus de Dios.
David sintió que las alas de la nariz se agitaban por la cólera.
—Tu lenguaje es ofensivo.
—… Sí. Lo siento. ¿Así que hoy en día Inglaterra es un buen lugar para ser católico?
—Desde que se separó la Iglesia del Estado, Inglaterra consiguió una de las comunidades católicas más sanas del mundo.
Hiram volvió a gruñir:
—No es frecuente oír las palabras sano j católico en la misma oración… Aquí estamos.
Habían llegado a una amplia playa de estacionamiento. El auto se detuvo. David salió de él después de su padre. Estaban próximos al océano y David quedó inmerso de inmediato en el aire frío y cargado de sal.
La playa de estacionamiento bordeaba un edificio grande, abierto, toscamente construido con cemento armado y metal acanalado, como un hangar. En uno de los extremos había un gigantesco portón, que estaba abierto en parte, y desde un depósito que había afuera, camiones robot estaban acarreando voluminosas cajas de cartón hacia el interior del edificio.
Hiram condujo a su hijo hasta una puerta pequeña, del tamaño de un hombre, que estaba recortada en una de las paredes; su tamaño parecía un músculo en comparación con la escala de la estructura.
—Bienvenido al centro del universo. —Súbitamente, Hiram pareció estar avergonzado—. Mira, te arrastré hasta aquí sin pensar. Sé que acabas de bajar de tu vuelo. Si necesitas un respiro, una ducha…
Hiram parecía estar lleno de legítima preocupación por el bienestar de su hijo y David no pudo resistir sonreírle.
—Quizá café, un poco más tarde. Muéstrame tu nuevo juguete.
El espacio dentro del hangar era frío, cavernoso. Mientras caminaban por el polvoriento piso de cemento armado, sus pasos retumbaban. El techo tenía nervaduras y baterías de luces en hilera que colgaban por todas partes, llenando el vasto volumen con una luz gris fría y penetrante. Había una sensación de silencio, de calma: a David le recordaba más una catedral que una instalación tecnológica.
En el centro del edificio, una pila de equipo se elevaba por encima del puñado de técnicos que trabajaban ahí. David era un teórico, no un científico, pero reconoció los instrumentos que constituían una instalación experimental de alta energía: había detectores de partículas subatómicas —ordenamientos de bloques de cristal apilados en altura y profundidad— y cajas que contenían equipos electrónicos de control puestos unos sobre otros como si fueran ladrillos blancos, minúsculos en comparación con el ordenamiento de detectores en sí, pero cada uno de ellos, por sí mismo, con el tamaño de un trailer.
Los técnicos no eran, empero, lo que típicamente se ve en una planta donde se opera con física de alta energía: en promedio parecían ser bastante viejos, quizá de alrededor de sesenta años, teniendo en cuenta lo difícil que resulta estimar edades hoy en día.
David le planteó esta cuestión a Hiram:
—Sí. De todos modos, Nuestro Mundo tiene la política de contratar operarios de mayor edad. Son conscientes; en general son más inteligentes que los jóvenes, gracias a las sustancias químicas para el cerebro que se dan en la actualidad, y agradecen que les brinden trabajo. Y, en este caso, la mayor parte de la gente es víctima de la cancelación del SBPS.
—¿El SBPS, el Super Bombardero de Partículas Superconductor? Un proyecto de muchos miles de billones de dólares para la fabricación de un acelerador de partículas, obra que se iba a efectuar debajo de un maizal en Texas, de no haber sido paralizado por el Congreso en los años noventa.
Hiram dijo:
—Esa decisión afectó a toda una generación de físicos estadounidenses especializados en partículas. Sobrevivieron; hallaron trabajo en la industria y en Wall Street. La mayoría, empero, nunca logró superar la decepción…
—Pero el SBPS habría sido un error. La tecnología de aceleradores lineales que llegó unos años después, fue mucho más eficaz y más económica. Además, la mayor parte de los resultados fundamentales en la física de partículas que se obtuvo desde 2010, aproximadamente, provino de estudios de sucesos cosmológicos de alta energía.
—Eso no importa. No a esta gente: el SBPS pudo haber sido un error, pero habría sido el error de ellos, de esa gente. Cuando le seguí la pista a estos tipos y les brindé la oportunidad de venir a trabajar en física de vanguardia de alta energía, se abalanzaron sobre ese ofrecimiento. —Hiram miró con fijeza a su hijo—. Tú lo entiendes, eres un muchacho listo, David.
—No soy un muchacho.
—Tuviste la clase de educación con la que yo nunca pude haber soñado siquiera, pero, aun así, hay muchas cosas que te puedo enseñar, tales como la forma de manejar a la gente. —Con un movimiento amplio de la mano señaló a los técnicos—. Mira a estos tipos: están trabajando por una promesa, por sueños de su juventud, por sus aspiraciones, por la realización de sus deseos con su propio esfuerzo. Si puedes hallar alguna manera para aprovechar eso, puedes hacer que la gente trabaje para ti como caballos, incluso sólo por algunas moneditas.
David lo siguió, frunciendo el entrecejo.
Llegaron a una baranda y un técnico de cabello canoso, con una breve y algo reverente inclinación de cabeza hacia Hiram, les alcanzó sendos cascos de seguridad. David adaptó con afectación el suyo a su cabeza.
Después se inclinó sobre la baranda: pudo oler aceite de máquina, aislación, solventes para limpieza. Desde ahí pudo ver al grupo ordenado de detectores, que se extendía por una cierta distancia debajo de la superficie del suelo. En el centro de la fosa había un apretado nudo de maquinaria, oscura y de una clase que no le era familiar. Una bocanada de vapor, parecida a jirones de vapor de agua, se alzaba desde la parte central de la maquinaria: criogenia, quizás. En alguna parte, por arriba, se dejaba oír un zumbido como de piezas metálicas en movimiento: David miró hacia arriba, para ver una grúa de balancín en acción, un largo columpio de acero que se extendía por encima del conjunto de detectores y que en el extremo tenía un brazo con agarradera.
Hiram murmuró:
—La mayor parte de todo esto no es más que detectores de una clase o de otra, así podemos deducir qué está pasando… en especial cuando algo sale mal. —Señaló el nudo de maquinaria en el centro del conjunto de detectores—. Ése es el lado que importa: una aglomeración de imanes superconductores.
—Eso explica la criogenia.
—Sí. Ahí adentro creamos nuestros enormes campos electromagnéticos, los campos que usamos para construir nuestros motores Casimir para manchones de cervatillo. —Había orgullo en su voz… que era justificable, pensó David—. Éste es el mismísimo sitio en el que abrimos el primer agujero de gusano, allá, en la primavera. Haré que coloquen una placa; ya sabes, uno de esos indicadores para la historia. Puedes decir que soy presuntuoso. Ahora estamos utilizando este lugar para hacer que la tecnología avance aún más, y tanto y tan rápido como podamos.
David se volvió hacia Hiram.
—¿Para qué me trajiste acá?
—… Justamente ésa es la pregunta que iba a hacer.
La tercera voz, por completo inesperada, claramente sobresaltó a Hiram.
Una figura salió de entre las sombras de la pila de detectores y vino a pararse al lado de Hiram. Durante un instante, el corazón de David latió con fuerza, pues bien pudo haber sido el gemelo de Hiram… o su fantasma prematuro. Pero, al mirar con más detenimiento, David pudo percibir diferencias: el segundo hombre era considerablemente más joven, menos corpulento, quizás un poco más alto y su cabello todavía era tupido y de un negro brillante.
Pero esos ojos de un celeste puro, tan poco comunes en el caso de descendencia asiática, eran, sin la menor duda, los de Hiram.
—Te conozco —dijo David.
—¿De la televisión en tabloide?
David forzó una sonrisa.
—Eres Bobby.
—Y tú debes de ser David, el medio hermano que no sabía que tenía hasta que me tuve que enterar a través de una periodista. —Era más que evidente que Bobby estaba enojado, pero su autocontrol lo hacía mantenerse frío.
David se dio cuenta de que había aterrizado en medio de una complicada pelea de familia… y, lo que era peor, de su familia.
Hiram miró de uno a otro a sus hijos. Suspiró.
—David, quizá ya es hora de que te invite ese café.
El café se contaba entre los peores que David hubiera probado jamás. Pero el técnico que se los sirvió revoloteó junto a la mesa hasta que David tomó el primer sorbo. Esto es Seattle, se forzó en recordar David a sí mismo: acá, la calidad del café ha sido un fetiche entre las clases sociales que operan instalaciones como ésta durante una generación. Se obligó a sonreír.
—Maravilloso —mintió.
El técnico se alejó rebosante de alegría.
El comedor de la instalación estaba metido en el rincón de la sala de cómputos, el centro de computación en el que se analizaban los diversos experimentos que se efectuaban en el lugar. El centro de cómputos en sí era característico de las operaciones de Hiram, donde se cuidaban extremadamente los costos, y era ínfimo: un módulo temporario de oficina con piso de baldosas de plástico, paneles fluorescentes en el techo; tabiques de plástico, que simulaban ser de madera, para los puestos de trabajo.
Estaba atestado con terminales de computadora, pantallas flexibles, osciloscopios y otros equipos electrónicos. Caños para cables y fibras de luz serpenteaban por todas partes, obras adosadas a las paredes, los pisos y el techo con cinta adhesiva. Había un olor complejo de ozono proveniente del equipo eléctrico, de café rancio y de sudor.
El comedor había resultado ser una choza deprimente con mesas de plástico y máquinas expendedoras de bebidas, todo mantenido por un trajinado robot de control remoto. Hiram y sus dos hijos se sentaron en torno de una mesa, con los brazos cruzados y evitaron mirarse de frente.
Hiram hurgó en uno de sus bolsillos e hizo aparecer una pantalla flexible del tamaño de un pañuelo. La alisó sobre la mesa y dijo:
—Iré al grano. Encendido. Reproducción. Cairo.
David miró la pantalla. Vio, a través de una sucesión de escenas breves, alguna clase de emergencia médica que se estaba desarrollando en la ciudad egipcia de El Cairo, bajo un sol abrasador: camilleros que llevaban cuerpos provenientes de edificios; un hospital atestado de cadáveres y parientes desesperados y personal médico al que se hostilizaba; madres apretando contra el pecho el cuerpo inerte de niños, mientras aullaban de dolor.
—¡Dios bendito!
—Dios parece haber estado mirando hacia otro lado —dijo Hiram con tono sombrío—. Esto ocurrió hoy por la mañana. Otra guerra por el agua. Uno de los vecinos de Egipto vertió una toxina en el Nilo. Las primeras estimaciones arrojan dos mil muertos, diez mil enfermos, se esperan muchas más muertes.
—Ahora bien —dijo mientras golpeaba con el dedo la pantalla—, miren la calidad de la imagen. Algunas de estas imágenes provienen de cámaras portátiles; otras, de equipos teleguiados. A todas se las tomó dentro de los diez minutos posteriores al primer brote del que diera información una agencia local de noticias. Y aquí está el problema. —Hiram tocó la esquina de la imagen con la uña. Ahí aparecía un logo: NLT, la red Noticias en Línea de la Tierra, uno de los rivales más acérrimos en el terreno de la búsqueda de noticias. Hiram dijo:
—Tratamos de llegar a un acuerdo con la agencia local, pero la NLT se adelantó a nosotros en dar a conocer las noticias sensacionales. —Miró a sus hijos—. Esto ocurre todo el tiempo. De hecho, cuando más grande me vuelvo, más alimañas agudas como la NLT le tiran dentelladas a mis talones.
»Mantengo dotaciones de camarógrafos y corresponsales por todo el mundo, a un costo considerable. Tengo agentes locales en cada esquina del planeta… pero no podemos estar en todas partes y si no estamos ahí puede tardar horas, días inclusive, poner una dotación en el lugar. En el negocio de las noticias, durante las veinticuatro horas —crean lo que les digo— llegar un minuto tarde es fatal.
David frunció el entrecejo:
—No entiendo. ¿Estás hablando sobre ventajas para competir? Ahí hay gente muriendo, delante de tus propios ojos.
—La gente muere todo el tiempo —dijo Hiram con aspereza—. La gente muere en guerras por los recursos naturales, como en este caso que vimos de El Cairo, o por diferencias religiosas o étnicas sutiles o porque algún maldito tifón o una condenada sequía la golpea cuando el clima se vuelve loco o, sencillamente, sólo muere. No puedo alterar eso. Si no lo muestro, alguien más lo hará. No estoy acá para debatir sobre moralidad. Lo único que me preocupa es el futuro de mi negocio y, en este preciso momento, me están derrotando. Y es por eso que necesito apoyo… el apoyo de ustedes dos.
Bobby dijo con brusquedad:
—Primero háblanos sobre nuestras madres.
David contuvo el aliento.
Hiram se atragantó con el café. Dijo con lentitud:
—Está bien. Pero, en verdad, no hay mucho para decir… Eve —la madre de David— fue mi primera esposa.
—Y tu primera fortuna —dijo David con frialdad.
Hiram se encogió de hombros.
—Usamos la herencia de Eve como la base monetaria que nos permitió iniciar la empresa. Es importante que lo entiendas, David: nunca despojé a tu madre. En aquellos primeros tiempos éramos socios. Teníamos una especie de plan empresario de largo plazo. Recuerdo que lo escribimos en el reverso del menú de nuestra recepción de bodas… Logramos cada uno de esos malditos objetivos, y más aún. Multiplicamos la fortuna de tu madre por diez. Y te tuvimos a ti.
—Pero tuviste una aventura amorosa y tu matrimonio se deshizo —dijo David.
Hiram miró con fijeza a David.
—¡Qué enjuiciador eres! Igual que tu madre.
—Limítate a contarnos, papá —acució Bobby.
Hiram asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Sí, tuve un amorío… con tu madre, Bobby. Heather, así se llamaba. Nunca quise que las cosas salieran así. David, mi relación con Eve había estado fallando durante mucho tiempo. ¡Esa maldita religión de ella!
—Así que la desechaste.
—Ella trató de desecharme a mí. Quise que llegáramos a una conciliación, que fuéramos civilizados respecto de esa cuestión. Al final me abandonó… llevándote con ella.
David se inclinó hacia adelante.
—Pero la dejaste afuera de tus intereses empresarios. De una empresa que habías levantado con el dinero de ella.
Hiram se encogió de hombros.
—Ya te dije que busqué una conciliación. Ella quería todo. No pudimos llegar a un acuerdo. —La mirada se endureció—. Yo no estaba dispuesto a ceder todo lo que había construido. No por el capricho de una fanática enloquecida por la religión… ni siquiera cuando esa fanática fuese mi esposa, tu madre. Cuando ella perdió su demanda de todo-o-nada, se fue a Francia contigo y desapareció de la faz de la Tierra… o lo intentó —sonrió—; no resultó difícil seguirte el rastro. —Hiram extendió la mano para tocar el brazo de David, pero éste lo retiró—. David, nunca lo supiste, pero estuve a tu lado. Encontré maneras de… hmmm… serte de utilidad, sin que tu madre se enterara. No me atrevería a ir tan lejos como decir que me debes todo lo que tienes, pero…
David sintió que la ira lo quemaba.
—¿Qué te hace pensar que yo quería tu ayuda?
Intervino Bobby:
—¿Dónde está tu madre ahora?
David trató de calmarse.
—Murió. Cáncer. Las cosas pudieron haber sido más fáciles para ella. No pudimos pagar…
—No me dejó ayudarla —terció Hiram—. Incluso en el final me rechazó.
David dijo:
—¿Y qué esperabas? Le quitaste todo lo que tenía.
Hiram negó sacudiendo la cabeza.
—Ella me quitó algo más importante: tú.
—Y por eso —dijo con frialdad Bobby— concentraste tu ambición en mí.
Hiram se encogió de hombros.
—¿Qué puedo decir? Bobby, te di todo… todo lo que pude darles a los dos. Te preparé lo mejor que pude.
—¿Preparé? —rio David, meditabundo—. ¿Qué clase de palabra es ésa?
Hiram dio un golpe sordo sobre la mesa.
—Si Joe Kennedy puede hacerlo, ¿por qué no Hiram Patterson? ¿No lo ven, muchachos? No hay límite para lo que podemos conseguir si trabajamos juntos…
—¿Estás hablando de política? —David contempló la cara suave y con gesto de asombro de Bobby—. ¿Es eso lo que pretendes para Bobby? ¿Quizá la Presidencia misma? —rio—. Eres exactamente como te imaginaba, padre.
—¿Y cómo soy?
—Arrogante. Manipulador.
Hiram se estaba enojando.
—Y tú eres tal como yo esperaba: tan pomposo y mojigato como tu madre.
Bobby contemplaba a su padre, absorto.
David se puso de pie.
—Quizá ya hemos dicho lo suficiente.
El enojo de Hiram se disipó de inmediato.
—No. Espera. Lo siento. Tienes razón. No te arrastré hasta aquí para pelear contigo. Siéntate y escúchame… Por favor.
David permaneció parado.
—¿Qué quieres de mí?
Hiram se acomodó en la silla y lo estudió.
—Quiero que construyas para mí un agujero más grande de gusano.
—¿Cuánto más grande?
Hiram hizo una profunda inhalación.
—Lo suficientemente grande como para que se pueda mirar a través de él.
Siguió un prolongado silencio.
David se volvió a sentar, sacudiendo la cabeza.
—Eso es…
—¿Imposible? Lo sé. Pero déjame hablar de todos modos. —Hiram se levantó y caminó por el atiborrado y desordenado refectorio, gesticulando mientras hablaba, animado, excitado—. Supongamos que yo pudiera abrir de inmediato un agujero de gusano desde mi sala de redacción en Seattle, y que llegara directo a este suceso en El Cairo que constituye una noticia. Supongamos, también, que ese agujero de gusano fuera lo suficientemente amplio como para transmitir imágenes del suceso: desde cualquier parte del mundo, yo podría suministrar imágenes en forma directa a la red, sin que virtualmente hubiera demora alguna, ¿está bien? Piensa en ello: podría despedir a mis corresponsales locales y dotaciones de camarógrafos, reduciendo mis costos a una fracción. Hasta podría montar alguna clase de instalación automatizada de búsqueda, que hiciera una vigilancia continua a través de agujeros de gusano de vida efímera, esperando que surgiera la próxima noticia, dondequiera y cuando quiera. En verdad no hay límites.
Bobby sonrió sin muchas ganas.
—Papá, nunca podrían dar una noticia sensacional antes que tú.
—Y que lo digas. —Hiram se volvió hacia David—. Ése es el sueño. Ahora, dime por qué es imposible.
David frunció el entrecejo:
—Es difícil saber por dónde empezar. En estos precisos momentos puedes constituir Cadenas metaestables de Datos entre dos puntos fijos. Ése, por sí mismo, es un logro considerable. Pero necesitas una inmensa maquinaria en cada extremo para afianzar cada boca del agujero de gusano, ¿de acuerdo? Ahora, lo que deseas es abrir una boca estable de agujero de gusano en el extremo lejano, en el sitio donde se halla el suceso que es noticia, sin los beneficios de ninguna clase de afianzamiento.
—Eso es.
—Pues bien, eso es lo primero que es imposible, como estoy seguro de que te ha estado explicando tu personal técnico.
—Lo hicieron, en efecto. ¿Qué más?
—Quieres usar esos agujeros de gusano para transmitir fotones de luz visible. Ahora bien, los agujeros de gusano en la espuma cuántica vienen con la longitud de Planck-Wheeler, que es de diez elevado a menos treinta y cinco metros. Lograste expandirlos hasta alcanzar veinte órdenes de magnitud, de modo de hacerlos lo suficientemente grandes como para que hagan pasar fotones de rayos gamma. Frecuencia muy alta, longitud muy corta de onda.
—Sí. Usamos rayos gamma para transportar flujos de datos digitalizados, que…
—Pero la longitud de onda de tus rayos gamma es alrededor de un millón de veces menor que las longitudes de onda de la luz visible. La boca de tus agujeros de gusano de segunda generación tendrían que tener, como mínimo, alrededor de un micrón de lado a lado.
David miró con atención al padre.
—Presumo que tuviste a tus ingenieros tratando de conseguir exactamente eso… y no funciona.
Hiram suspiró.
—En realidad conseguimos meter suficiente energía de Casimir como para abrir violentamente agujeros de gusano que tuvieran esa anchura. Pero se produce una especie de efecto de realimentación que hace que la maldita cosa se desplome.
David asintió con la cabeza.
—Eso se denomina inestabilidad de Wheeler: los agujeros de gusano no tienen estabilidad natural. La gravedad que hay en la boca de un agujero de gusanos atrae fotones y los acelera hasta hacerlos adquirir alta energía, y esa radiación cargada de energía bombardea la garganta del agujero y lo hace comprimirse. Es el efecto que se debe contrarrestar con energía negativa del efecto Casimir, para mantener abiertos los agujeros, aun los más pequeños.
Hiram caminó hasta la ventana del diminuto comedor. Más allá, David pudo ver la forma voluminosa del complejo de detectores, en el corazón de la planta.
—Acá tengo algunos buenos cerebros. Pero esta gente es experimentadora: todo lo que hacen es atrapar y medir lo que ocurre cuando todo sale mal. Lo que necesitamos es reforzar la teoría, es ir más allá del estado conseguido por la tecnología más avanzada. Y es ahí donde entras tú. —Se volvió—. David, quiero que te tomes un año sabático en Oxford y que vengas a trabajar conmigo en esto. —Hiram pasó el brazo por encima de los hombros de David; su carne era fuerte y cálida; su presión, abrumadora—. Piensa en cómo podría resultar todo esto. A lo mejor recibes el premio Nobel de Física, al mismo tiempo que yo devoro la NLT y esos otros cuzquitos ladradores que persiguen mis talones. Padre e hijo juntos… Hijos. ¿Qué opinas?
David estaba consciente de que la mirada de Bobby estaba clavada en él.
—Creo…
Hiram aplaudió.
—Sabía que dirías que sí.
—No lo hice, aún.
—Está bien, está bien, pero lo harás. Puedo percibirlo. Sabes, es simplemente maravilloso cuando los planes de largo plazo rinden dividendos.
David sintió escalofríos.
—¿Qué planes de largo plazo?
Hiram, hablando con rapidez y vehemencia, dijo:
—La posibilidad de que fueras a trabajar en Física; fue una sagacidad tuya permanecer en Europa. Hice investigaciones en ese terreno: te especializaste en matemática, ¿no es así? Después obtuviste el doctorado en un departamento de Matemática aplicada y Física teórica.
—En Cambridge, sí. El departamento de Hawking…
—Ésa es una típica ruta europea. Como resultado eres muy versado en la matemática más moderna. Es una diferencia de culturas. Los estadounidenses estuvieron a la vanguardia del mundo en física práctica, pero utilizan una matemática que se remonta a la Segunda Guerra Mundial. Así que si se está buscando un progreso teórico de importancia, no hay que pedirlo a alguien que hubiera recibido su instrucción en los Estados Unidos de América.
—Y aquí estoy yo —dijo David con frialdad—, con mi conveniente educación europea.
Bobby dijo con lentitud:
—Papá, ¿nos estás diciendo que arreglaste las cosas de manera que David obtuviera una educación europea en física, por si se hubiera dado la posibilidad de que te fuera útil? ¿Y todo eso sin que él lo supiera?
Hiram se sentó muy tieso.
—No sólo útil para mí: más útil para sí mismo. Más útil para el mundo. Más obligado a tener éxito. —Miró al uno y al otro, y les puso las manos sobre la cabeza, como si les estuviera dando la bendición—. Todo lo que hice fue pensando en lo más conveniente para ustedes. ¿Todavía no se dan cuenta?
David miró a Bobby a los ojos. La mirada de Bobby se desvió; su expresión era inescrutable.