Poco después del alba, Vitali Keldish subió ceremoniosamente a su auto, conectó el sistema de inteligencia artificial para conducir y dejó que el vehículo lo alejara velozmente del descuidado hotel.
Las calles de Leninsk estaban vacías; la superficie de la calzada, agrietada; muchas ventanas estaban clausuradas con tablas clavadas en los marcos. Vitali recordaba cómo había sido este lugar en los años setenta durante su apogeo; quizás una bulliciosa ciudad de científicos con una población de decenas de miles de personas, con escuelas, cines, una piscina de natación, un estadio para la práctica de deportes, cafeterías, restaurantes, hoteles; y hasta con su propia estación de televisión.
A BAIKONUR, continuaba proclamando el viejo cartel azul con su flecha indicadora en blanco que permanecía aún allí, con ese antiguo nombre engañoso, cuando Vitali atravesó la salida principal de la autopista hacia el norte de la ciudad. Y seguían aquí, en el vacío corazón de Asia, los ingenieros rusos construyendo naves espaciales y disparándolas hacia el cielo.
Pero, reflexionó tristemente Vitali, no por mucho tiempo más.
El Sol salió por fin y desplazó las estrellas; a todas menos una, observó Vitali, la más brillante de todas. Se desplazaba con velocidad pausada pero no natural de un extremo al otro del cielo austral. Eran las ruinas de la estación espacial internacional, nunca completada, y abandonada en 2010, después de la colisión del antiguo transbordador espacial. Pero la estación todavía se movía a la deriva alrededor de la Tierra como una invitada indeseable a una fiesta que hacía mucho había finalizado.
En el paisaje estepario que se veía más allá de la ciudad, Vitali dejó atrás un camello que estaba parado pacientemente al costado del caminí), junto al cual había una mujer delgada vestida con harapos. Era una escena con la que Vitali pudo haberse topado en cualquier momento de los últimos mil años, pensaba; como si todos los grandes cambios, políticos, técnicos y sociales que se habían extendido de un extremo al otro de esta tierra hubiesen sido para nada. Quizás ésta fuera la realidad.
Pero bajo la cada vez más intensa luz del sol de este amanecer primaveral, la estepa estaba verde y sobre ella había esparcidas flores de un amarillo brillante. Vitali bajó la ventanilla con la palanca y trató de percibir la fragancia del campo que recordaba tan bien; pero su nariz, arruinada por toda una vida de tabaco, lo traicionó. Sintió una punzada de tristeza, como le ocurría siempre en esta época del año: la hierba y las flores pronto se irían. La primavera de las estepas era breve, tan trágicamente breve como la vida misma. Llegó al campo de lanzamiento.
Era un sitio de torres de acero que apuntaban hacia el cielo, de inmensos montículos de hormigón armado. El cosmódromo —mucho más vasto que sus competidores del oeste— cubría miles de kilómetros cuadrados de esta vacía tierra. Gran parte de este sitio estaba abandonado ahora, claro está; las grandes torres de lanzamiento iban oxidándose lentamente unas con el aire seco, y a otras se las había derribado para convertirlas en chatarra, con el consentimiento de las autoridades o sin él.
Pero esa mañana había mucha actividad en torno de una de las plataformas. Vitali pudo ver técnicos vistiendo sus trajes protectores y cascos anaranjados, que se desplazaban de manera precipitada alrededor de la gran torre de lanzamiento, como si fueran fieles a los pies de un dios inmenso.
Una voz flotó de un punto a otro de la estepa proveniente de una torre con altavoces: gotovnosty dyesyat minut. Diez minutos y contando.
La caminata desde el automóvil hasta el puesto de observación, corta como era, lo cansó grandemente. Trató de pasar por alto el martilleo de su obstinado corazón, el aguijoneo del sudor sobre el cuello y la frente, la jadeante falta de aire, el dolor severo que le atormentaba el brazo y el cuello.
Cuando ocupó su lugar, las personas que ya se hallaban allí lo saludaron: hombres y mujeres corpulentos, complacientes, que en esta nueva Rusia se movían dúctilmente entre la autoridad legítima y él lóbrego submundo; y había técnicos jóvenes, caras de rata como huías las nuevas generaciones, debidas al hambre que atormentaba al país desde la caída de la Unión Soviética.
Vitali aceptó los saludos, pero se sintió feliz al poder hundirse en un aislado anonimato. A los hombres y mujeres de este duro futuro no les interesaba él ni sus recuerdos de un pasado mejor.
Y tampoco les importaba mucho lo que iba a suceder aquí. Todo su chismorreo era acerca de sucesos que ocurrían muy lejos: sobre Hiram Patterson y sus agujeros de gusano, y su promesa de hacer que la Tierra misma fuera a ser tan transparente como el cristal.
Esto era verdaderamente obvio para Vitali, quien resultaba ser la persona de mayor edad entre los aquí presentes; el último sobreviviente de los antiguos tiempos, quizá. Ese pensamiento le dio un cierto placer amargo.
Habían transcurrido, de hecho, casi con exactitud, setenta años desde el lanzamiento del primer Molniya, relámpago, en 1965. Pudieron haber sido setenta días, tanta era la intensidad con que los sucesos estaban grabados en la mente de Vitali, cuando el joven ejército de científicos, ingenieros en cohetería, técnicos, obreros, cocineros, carpinteros y albañiles había llegado a esta poco prometedora estepa, y viviendo en chozas y tiendas, alternativamente calcinándose y congelándose, armados con poco más que su dedicación y el genio de Korolev, habían construido y lanzado las primeras naves espaciales de la humanidad.
El diseño de los satélites Molniya había sido absolutamente ingenioso: los grandes propulsores de Korolev no tenían la capacidad de lanzar un satélite hasta ponerlo en órbita geosincrónica, ese radio elevado en el que la estación habría de flotar por encima de un punto fijo de la superficie de la Tierra. De modo que Korolev lanzó sus satélites en trayectorias elípticas de ocho horas: con esas órbitas, cuidadosamente escogidas, tres Molniya pudieron brindar cobertura de comunicaciones para la mayor parte de la Unión Soviética. Durante décadas, la URSS, y luego Rusia, había mantenido constelaciones de Molniya en sus excéntricas órbitas, que a ese país tan grande y de contornos irregulares le proporcionaron la unidad social y económica esencial.
Vitali consideraba los satélites de comunicaciones Molniya como el logro más grandioso de Korolev, que incluso eclipsaba las proezas de ese diseñador en cuanto al lanzamiento de robots y seres humanos al espacio para tocar Marte y Venus, llegando incluso —estuvo tan cerca— hasta casi derrotar a los estadounidenses en la llegada a la Luna.
Pero ahora, quizá, la necesidad de esos maravillosos pájaros estaba desapareciendo finalmente.
La gran torre de lanzamiento se desplazó hacia atrás y los últimos conductos de suministro de combustible se separaron y cayeron, retorciéndose con lentitud como gordas serpientes negras. Ante la vista apareció el contorno estilizado del propulsor en sí: una forma de aguja con el plisado barroco típico de los diseños anticuados, maravillosos, absolutamente confiables de Korolev. Aunque el sol ahora se encontraba alto en el cielo, el cohete estaba bañado en brillante luz artificial, envuelto en volutas de vapor exhalado por la masa de combustibles criogénicos que llevaba en los tanques.
Tri. Dva. Odin. Zashiganiye![1]
Ignición…
Mientras Kate Manzoni se acercaba a los predios de Nuestro Mundo, se preguntaba si había procurado ser algo más que de buen tono presentarse apenas lo suficientemente tarde para este acontecimiento grandioso, mientras brillante estaba el cielo del Estado de Washington pintado por el espectáculo de luces de Hiram Patterson.
Aviones pequeños lo cruzaban en todas direcciones, manteniendo una capa de polvo (sin la menor duda, ecológicamente admisible) sobre el cual los láseres pintaban imágenes virtuales de una Tierra en rotación. Cada pocos segundos el globo se volvía transparente, para revelar, engarzado en su núcleo, el familiar logotipo de la sociedad comercial Nuestro Mundo. Todo era absolutamente vulgar, claro está, y únicamente servía para oscurecer la verdadera belleza en lo alto, el claro cielo nocturno.
Kate hizo que se volviera opaco el techo del auto y halló imágenes consecutivas que se desplazaban por su campo visual.
Un robot teleguiado revoloteó por afuera del auto. Era otro globo terrestre que rotaba con lentitud y, cuando habló, su voz era suave, completamente sintética, desprovista de emoción.
—Por acá, Ms.[2] Manzoni.
—Un momento, por favor. —Susurró—: Motor de búsqueda. Espejo.
Una imagen de sí misma cristalizó en el medio de su campo visual, desconcertando al robot volador que giraba sobre sí mismo. Kate revisó las partes anterior y posterior del vestido, puso en actividad los tatuajes programables que le adornaban los hombros y acomodó los mechones rebeldes de su cabellera en donde debían estar. La autoimagen, que se había sintetizado a partir de información proveniente de las cámaras del auto y transmitido a los implantes retinianos de Kate, tenía el grano un poco remarcado y era proclive a descomponerse en píxeles con desigual distribución de luz y sombra, si Kate se desplazaba con demasiada rapidez; pero ésa era una limitación de la tecnología anticuada de implante de órganos sensoriales que tenía Kate y que ella estaba dispuesta a aceptar: mejor padecer un poco de imagen borrosa que permitir que algún cirujano de manos suaves y especializado en aumentar las capacidades del SNC le abriera el cráneo.
Cuando estuvo lista hizo desaparecer la imagen y salió desmañadamente del auto, con tanto garbo como le permitía su vestido ajustado hasta lo ridículo y para nada práctico.
El predio de Nuestro Mundo resultó ser una alfombra de cuadrángulos de césped pulcramente cortado que separaban edificios de tres pisos de oficinas, cajas gordas, con más peso arriba que en la base, hechas de vidrio azul y sostenidas por delgadas vigas de hormigón armado reforzado. El conjunto era desagradable y extrañamente pintoresco; respondía al concepto de elegancia de edificios empresarios de los noventa. El piso inferior de cada edificio era una playa abierta de estacionamiento, en una de las cuales el auto de Kate se estacionó automáticamente.
La joven se unió a un río de gente que fluía hacia el interior de la cafetería del predio, mientras robots teleguiados flotaban en el aire subiendo y bajando lentamente sin avanzar por sobre la cabeza de los huéspedes.
La cafetería restaurante era una obra maestra de ingeniería, un cilindro espectacular de vidrio con múltiples niveles y construido en torno de un trozo de Muro de Berlín cubierto por graffitis auténticos. En medio del lugar causaba extrañeza un arroyo que atravesaba la sala, cuyas orillas estaban unidas por puentes de pequeñas piedras. Esa noche, quizá mil invitados se arremolinaban de un extremo al otro del piso de césped, grupos de ellos reuniéndose y dispersándose, una nube de conversaciones burbujeando en torno a ellos.
Las cabezas giraron hacia Kate, algunas con gesto de haberla reconocido y otras, hombres y mujeres por igual, con gesto calculador, decididamente lascivo.
Kate escudriñó una cara tras otra, sobresaltándose por el repentino reconocimiento. Había presidentes, dictadores, miembros de la realeza, magnates de la industria y de las finanzas, y el inevitable grupo de celebridades del mundo del cine, de la música y de las demás artes. No advirtió la presencia de la presidenta Juárez, pero sí a varios miembros de su gabinete que estaban ahí. Kate debió admitir que Hiram había reunido un grupo más que selecto para presentar su espectáculo más novedoso.
Por supuesto, Kate sabía que ella misma no estaba allí sólo por su rutilante talento periodístico ni por sus dotes para la conversación, sino por su propia mixtura entre belleza y celebridad de menor cuantía, suscitada como consecuencia de haber revelado el descubrimiento de Ajenjo. Pero ése era un aspecto que Kate había estado feliz de explotar desde el momento mismo en que diera la sensacional noticia.
Robots teleguiados flotaban por encima de la gente, sirviendo canapés y bebidas. Kate aceptó un cóctel. Algunos de los robots llevaban imágenes de uno u otro de los canales de Hiram. En medio de la excitación, no se les prestaba atención a las imágenes, ni siquiera a las más espectaculares —en ese momento se veía una, por ejemplo, que mostraba la imagen de un cohete espacial a punto de que se lo lanzara, evidentemente desde alguna polvorienta estepa de Asia—, pero Kate no podía negar que el efecto acumulativo de toda esta tecnología era impresionante, como si estuviera reforzando aquella famosa bravata de Hiram, de que la misión de Nuestro Mundo era informar a todo un planeta.
Kate se orientó hacia uno de los agolpamientos de personas más grande que había en las proximidades, tratando de ver quién, o qué, era el centro de la atención: pudo divisar a un hombre joven, delgado, de cabello oscuro, bigote espeso y caído y anteojos redondos, que llevaba un uniforme de camouflage bastante absurdo, en verde lima brillante con cordones escarlata. Parecía estar sosteniendo un instrumento musical de viento de metal, una tuba barítono quizá. Kate reconoció al ejecutante, claro está, y tan pronto como lo reconoció, así de rápido perdió interés. Sólo una imagen virtual. Empezó a inspeccionar la multitud que lo rodeaba, notando la fascinación casi pueril que sentían por esa imagen falsa de una celebridad que hacía tiempo había muerto.
Uno hombre de edad mayor la estaba contemplando casi demasiado de cerca, sus ojos eran extraños, de un gris pálido que no era natural. Kate se preguntaba si el hombre no estaría en posesión de la nueva generación de implantes retinianos que, mediante la operación en longitudes de onda milimétricas, en las cuales las telas eran transparentes, y con apenas un sutil mejoramiento de la imagen, permitían a quien los usaba ver a través de la ropa, según decía el rumor. El hombre dio un paso dubitativo hacia Kate y sus prótesis ortóticas, invisible máquina para caminar, zumbaron con rigidez.
Kate giró sobre sí.
—… Me temo, no es más que un virtual. Nuestro joven sargento de ahí, quiero decir. Al igual que sus tres compañeros, que están diseminados de igual manera por todo el salón. Ni siquiera el poder de mi padre se extiende aún a la resurrección de los muertos. Pero, por supuesto, ustedes ya sabían eso.
La voz que Kate sintió en sus oídos le hizo dar un respingo. Se volvió y se encontró mirando la cara de un joven, de unos veinticinco años, cabello negro azabache, orgullosa nariz aguileña y una hendidura en el mentón por la que moriría más de una mujer. Su ascendencia mixta estaba explícita en el marrón pálido de su piel y en las espesas cejas negras arqueadas sobre sus ojos azul bruma. Pero su mirada vagaba con nerviosidad, aún en esos primeros segundos de haber conocido a Kate, como si el hombre tuviera problemas para sostenerle la mirada.
—Me está mirando con fijeza —dijo.
Kate salió al combate.
—Bueno, pues, usted me sobresaltó. De todos modos, sé quién es. —Era Bobby Patterson, el hijo único y heredero de Hiram, notorio por su fama de depredador sexual. Kate se preguntó a cuántas mujeres que vinieron sin compañía, este hombre habría tomado como blanco esta noche.
—Y yo la conozco a usted, Ms. Manzoni… ¿O puedo llamarla Kate?
—No hay problema, a su padre lo llamo Hiram, como todo el mundo, aunque nunca fuimos presentados.
—¿Quiere conocerlo? Podría arreglarlo.
—Estoy segura de que podría.
La estudió un poco más de cerca ahora, evidentemente disfrutando del delicado duelo verbal.
—Sabe, pude haber adivinado que usted era periodista… escritora, en todo caso: el modo en que observaba a la gente reaccionar ante el virtual, en vez de observarlo al virtual en sí… Vi sus artículos sobre el Ajenjo, claro; provocó bastante oleaje.
—No tanto como el que hará el verdadero asteroide cuando caiga en el Pacífico el 27 de mayo del Año del Señor de 2534.
Bobby sonrió y los dientes fueron como hileras de perlas.
—Usted me intriga, Kate Manzoni —dijo—. En este mismo momento está ganando acceso al motor de búsqueda, ¿no? Está averiguando sobre mí.
—No. —Kate estaba molesta por la sugerencia—. Soy periodista. No necesito una muleta mnemónica.
—Yo sí, evidentemente, recordé su cara, su artículo, pero no su nombre. ¿Se siente ofendida?
Kate se erizó.
—¿Por qué habría de estarlo? A decir verdad…
—A decir verdad, huelo en el aire cierta química sexual. ¿O estoy equivocado?
Un brazo pesado rodeó los hombros de Kate y la envolvió un poderoso aroma a colonia barata, era el mismísimo Hiram Patterson, una de las personas más famosas del planeta.
Bobby sonrió y, con delicadeza, sacó el brazo de su padre de los hombros femeninos.
—Papá, me estás avergonzando otra vez.
—Oh, al demonio con eso. La vida es demasiado corta, ¿no? —El acento de Hiram conservaba fuertes vestigios de sus orígenes: las vocales largas y nasales de Norfolk, Gran Bretaña. Era muy parecido a su hijo, pero de tez más oscura, casi calvo con apenas algunos cabellos negros e hirsutos alrededor de su cabeza; los ojos, de un azul intenso por encima de esa prominente nariz típica de la familia, y sonreía con facilidad, dejando ver los dientes manchados por la nicotina. Tenía aspecto de ser un hombre enérgico, aparentando menor edad que los casi setenta años que tenía.
—Ms. Manzoni, soy un gran admirador de su trabajo; y permítame decirle que luce usted estupenda.
—Que es, sin duda, la razón por la que estoy aquí.
Hiram rio, complacido.
—Bueno, eso también. Pero además quise estar seguro de que habría una persona inteligente en medio de tanto personaje político y de bellísimos cuerpos, todos ellos con el cerebro vacío, que atiborran estas presentaciones. Quise en este evento alguien que supiera registrar este instante de la historia.
—Me siento halagada.
—No, no lo está —dijo Hiram con brusquedad—. Está siendo irónica. Usted oyó el rumor acerca de qué voy a decir esta noche. Hasta es probable que en parte lo haya generado usted misma. Piensa que soy un megalómano excéntrico…
—No creo que diría eso de usted: lo que sí veo es un hombre con un juguete nuevo. Hiram, ¿realmente cree que un juguete puede cambiar el mundo?
—¡Pero es que sí pueden! En una época fue la rueda, la agricultura, la fabricación de hierro; todos inventos que tardaron miles de años en difundirse por el planeta. Pero actualmente, no más de una generación. Piense en el automóvil, la televisión. Cuando yo era niño, las computadoras eran roperos gigantescos a las que sólo podía accederse a través de sumos sacerdotes que se comunicaban con ellas mediante tarjetas perforadas. Ahora todos transcurrimos la mitad de nuestras vidas conectados a las pantallas flexibles. Y mi chiche va a superar a todos éstos. Bien, usted lo decidirá por sí misma. —Miró detenidamente a Kate—. Diviértase esta noche. Si este joven disipado no la invitó aún, venga a cenar y le mostraremos más, tanto como desee usted ver. Lo digo en serio. Dígaselo a uno de nuestros robots teleguiados. Ahora, si me disculpa. —Hiram le apretó los hombros brevemente y empezó a abrirse paso entre la multitud, sonriendo y saludando con movimientos de la mano y dando bienvenidas tan efusivas como hipócritas a quienes recién llegaban, mientras seguía su marcha.
—Siento como si una bomba acabara de estallar —dijo Kate inhalando profundamente.
—Pues sí, tiene ese efecto —repuso Bobby y rio—. A propósito…
—¿Qué?
—Se lo iba a preguntar de todos modos antes de que hiciera su aparición ese viejo tonto: acompáñenos a cenar y quizá podamos divertirnos un poco, llegar a conocernos mejor…
Mientras su compañero seguía hablando, Kate dejó de sintonizarlo y se concentró en lo que sabía sobre Hiram Patterson y Nuestro Mundo.
Hiram Patterson —cuyo nombre real era Hirdamani Patel— se había superado a sí mismo y había logrado dejar atrás sus orígenes paupérrimos en los marjales del Este de Inglaterra, tierra que ahora estaba desaparecida debajo del Mar del Norte, el cual avanzaba cada vez más sobre la parte continental. Hiram inició fortuna valiéndose del empleo de tecnologías japonesas de clonificación para fabricar los ingredientes de medicinas tradicionales, que en otra época se elaboraran con el cuerpo de tigres —bigotes, garras, zarpas, huesos inclusive—. Estas medicinas eran exportadas luego a comunidades chinas de todo el mundo. Esta actividad le había hecho ganar notoriedad; por un lado, insultos por utilizar tecnología de avanzada para satisfacer necesidades tan primitivas y por el otro, elogios al lograr reducir la presión sobre las poblaciones de tigres que quedaban en India, China, Rusia e Indonesia. (No es que ahora quedara algún tigre, de todos modos.)
Después de eso, Hiram se había diversificado. Había desarrollado la primera pantalla flexible del mundo, un sistema plegable de imágenes que se basaba sobre píxeles poliméricos que tenían la capacidad de emitir luz multicolor. Con el suceso de la pantalla flexible, Hiram comenzó a volverse rico en serio. Pronto su sociedad por acciones, Nuestro Mundo, consiguió convertirse en una usina de tecnologías de avanzada, de radiodifusión, de noticias, de deporte y de espectáculos.
Pero Gran Bretaña estaba en decadencia. Al igual que la Europa unificada —privada de herramientas de política macroeconómica, tales como el control del cambio y de las tasas de interés y, aun así, desprotegida por la imperfectamente integrada economía en las relaciones internacionales—, el Estado británico fue incapaz de impedir un colapso económico súbito. Por fin, en 2010, la intranquilidad social y el colapso climatológico forzaron a Gran Bretaña a salir de la Unión Europea y el Reino Unido se desmembró, y Escocia siguió su destino separatista. Más allá de todos estos sucesos, Hiram procuró que su corporación no se apartara del destino que le aguardaba.
Así, en 2019, Inglaterra, junto con Gales, cedió Irlanda del Norte a Eire, envió la Familia Real a Australia —donde todavía era bienvenida— y pasó a ser el quincuagésimo segundo Estado de los Estados Unidos de Norteamérica. Inglaterra, con los beneficios de la movilidad de la mano de obra, de las transferencias financieras interregionales y de otros aspectos protectores de la verdaderamente unificada economía estadounidense, prosperó.
Pero tuvo que prosperar sin Hiram. En su carácter de ciudadano estadounidense, Hiram prontamente aprovechó la oportunidad de reubicarse en las afueras de Seattle, en el estado de Washington, donde estaba encantado de establecer una nueva casa matriz de su compañía, en lo que supo ser los predios de Microsoft. A Hiram le gustaba jactarse de que se iba a convertir en el Bill Gates del siglo veintiuno. Y, en verdad, su poder y el de su compañía habían crecido de manera exponencial en el rico suelo de la economía estadounidense.
No obstante, y eso Kate lo sabía, Hiram no era más que uno de varios jugadores poderosos en un mercado atestado y competitivo. Kate estaba aquí esa noche porque, según decía el rumor y tal como él mismo lo acaba de insinuar, Hiram iba a revelar algo nuevo, algo que habría de cambiar todas las cosas. Bobby Patterson, por el contrario, había crecido envuelto por el poder de Hiram.
Educado en Eton, Cambridge y Harvard, había ocupado diversos puestos dentro de las compañías de su padre y había disfrutado de la vida espectacular de un playboy internacional y del hecho de ser el soltero más codiciado del mundo. Tanto como sabía Kate, él jamás había demostrado el mínimo atisbo de iniciativa propia, ni el deseo de huir del abrazo de su padre. O, mejor aún, la ambición de suplantarlo.
Kate contempló su rostro perfecto. Éste es un pájaro que se siente feliz en su jaula dorada, pensó. Un niño millonario malcriado.
Sintió que se ruborizaba bajo su mirada, y despreció sus propios instintos.
Kate no había hablado durante algunos segundos; Bobby todavía estaba aguardando que le respondiera a la invitación para cenar.
—Lo pensaré, Bobby.
Bobby pareció quedar perplejo, como si nunca antes hubiese recibido una respuesta vacilante.
—¿Existe algún inconveniente? Si quieres, puedo…
—Señoras y señores.
Todas las cabezas giraron. Kate se sintió aliviada.
Hiram había montado un escenario en uno de los extremos del salón. A sus espaldas, una gigantesca pantalla flexible mostraba una imagen aumentada de su cabeza y sus hombros. Estaba sonriendo por encima de todos los presentes, al igual que algún dios benéfico, mientras robots flotantes se desplazaban alrededor de sus cabezas, portando imágenes cual joyas, de los muchos canales de la corporación Nuestro Mundo.
—Permítanme decir, en primer lugar, que les agradezco a todos por haber venido para ser testigos de este momento de la historia; y por su paciencia. Ahora, el espectáculo está por comenzar.
El dandy virtual, vestido con el traje de soldado color verde lima, se materializó en el escenario al lado de Hiram, que lo miraba a través de sus lentes redondos centelleando bajo las luces. Se le unieron otros tres virtuales, vestidos de rosado, azul y escarlata, cada uno de los cuales llevaba un instrumento musical: un oboe, una trompeta, un flautín. Luego de los dispersos aplausos de los concurrentes, los cuatro intérpretes hicieron una grácil reverencia y caminaron con agilidad hacia un sector de la parte posterior del escenario, donde los aguardaba un conjunto de tambores y tres guitarras eléctricas.
Hiram dijo con tranquilidad:
—A estas imágenes las están transmitiendo para nosotros aquí, en Seattle, desde una estación que está cerca de Brisbane, Australia, después de rebotar en diversos satélites de comunicaciones, con un retardo de tiempo de unos pocos segundos. No es necesario decirles que estos muchachos han hecho una montaña de dinero en estos últimos años, sólo su nueva canción Déjame Amarte fue número uno en todo el mundo durante cuatro semanas durante Navidad, y todas las ganancias que generó fueron destinadas para obras de caridad.
—Nueva canción —murmuró Kate con cinismo.
Bobby se inclinó más cerca de ella.
—¿No le gustan los V-Fabs?
—¡Pero por favor! —contestó Kate—. Los originales se separaron hace sesenta y cinco años. Dos de ellos murieron antes de que yo hubiera nacido. Sus guitarras y tambores son tan torpes y anticuados en comparación con las nuevas bandas con programa de aire, en las que la música surge del baile de los artistas; y, de todos modos, todas estas nuevas canciones sólo son basura extrapolada con sistemas expertos.
—Todo parte de nuestra, ¿cómo lo llama usted en su estilo polémico?, nuestra decadencia cultural —dijo Bobby con delicadeza.
—Demonios, sí —repuso ella, y luego de la humorada de él, se sintió un poco turbada por ser tan ácida.
Hiram aún continuaba con la disertación:
»… no tan sólo un ardid publicitario. Nací en 1967, durante la Primavera del Amor. Por supuesto, algunos dicen que en los sesenta existió una revolución cultural que no condujo a parte alguna. Quizás haya algo de cierto, en primera instancia. Pero ese movimiento, con su música de amor y esperanza, desempeñó un papel muy importante en moldear a gente como yo, y a otros de mi generación.
La mirada de Bobby se encontró con la de Kate. El joven imitó el gesto de vomitar con la mano ahuecada, y Kate tuvo que cubrirse la boca para evitar reírse.
»Y en el momento culminante de ese verano, el 25 de junio de 1967, se montó un programa global de televisión para demostrar el poder de la incipiente red de comunicaciones. —Detrás de Hiram, el baterista de los V-Fab dio un redoble de preparación y el grupo empezó a tocar una parodia en forma de canto fúnebre de La Marsellesa, que dio lugar a una armonía de tres partes bellamente cantada—. Ésta fue la contribución de Gran Bretaña. —Hiram gritó por encima de la música: una canción sobre el amor, cantada para doscientos millones de personas de todo el mundo. A ese programa se lo llamó Nuestro Mundo. Sí, así es: de ahí es de donde tomé el nombre. Sé que es un poco cursi, pero no bien vi las cintas de ese espectáculo, cuando yo tenía diez años, supe qué quería hacer con mi vida.
Cursi, sí, pensó Kate, pero innegablemente efectivo: el público estaba contemplando como hechizado la gigantesca imagen de Hiram, mientras la música de un verano desaparecido hacía siete décadas resonaba en todo el ámbito del salón.
»Y creo ahora —dijo Hiram con el gesto ceremonioso de presentador de espectáculos— haber alcanzado la meta que fijé para mi vida. Les sugiero que se aferren de algo, aun de la mano de alguna otra persona…
El piso se volvió transparente.
Kate se sintió presa del vértigo, súbitamente suspendida sobre el espacio vacío, según indicaban sus ojos engañados, fijos en la solidez del piso que tenía debajo de los pies. Hubo una explosión de nerviosas carcajadas, unos pocos chillidos, y el delicado tintineo del cristal haciéndose añicos al caer.
Kate se sorprendió al descubrir que había aferrado el brazo de Bobby. Percibió la musculatura en el contacto; además en forma aparente, casi al descuido, Bobby había dejado que su mano cubriera la de ella. La muchacha, por su parte, no pensaba retirar la mano de esa posición.
La joven parecía estar flotando sobre un cielo lleno de estrellas, como si el lugar hubiera sido transportado al espacio sideral. Pero estas «estrellas», dispuestas con el fondo de un cielo negro, se hallaban encerradas y constreñidas en un enrejado cúbico, enlazadas por un sutil e intrincado entrecruzamiento de luz multicolor. Al mirar hacia el interior del cubo, las imágenes retrocedían a medida que aumentaba la distancia. A Kate le parecía estar mirando un túnel infinitamente largo.
Con la música, astuta y sutilmente distinta de la grabación original, sonando aún en su entorno, Hiram dijo:
—No están mirando hacia lo alto, hacia el cielo, hacia el espacio sideral; por el contrario, están mirando hacia abajo, al interior de la estructura más profunda de la materia.
»Éste es un cristal de diamante. Los puntos blancos que ven son átomos de carbono. Los enlaces son las fuerzas de valencia que los unen. Quiero destacar que lo que verán a continuación, aunque mejorado, no es una simulación. Con tecnología moderna, éstos son microscopios de efecto túnel con barrido electrónico; podemos aumentar imágenes de la materia, aun en éste, el más fundamental de los niveles. Todo lo que ven es real. Ahora, adelantémonos.
Imágenes holográficas surgieron hasta colar el recinto, como si la sala y todos sus ocupantes se hubieran estado hundiendo en el cubo, y disminuyendo de tamaño al mismo tiempo. Átomos de carbono se dilataron sobre la cabeza de Kate en globos gris pálido, en su interior se podían visualizar provocadoras indicaciones de estructuras. Alrededor de la joven, el espacio centelleaba, puntos de luz que parpadeaban, se generaban y extinguían intermitentes. Todo era de una extraordinaria hermosura, como flotar a través de una nube de luciérnagas.
—Están mirando el espacio —dijo Hiram—, el espacio vacío. Ésta es la materia que llena el universo. Pero ahora estamos viendo el espacio con una resolución mucho más precisa que lo permitido por el ojo humano, un nivel en el cual los electrones individuales son visibles; y, en este nivel, los efectos cuánticos se vuelven importantes. El espacio vacío en realidad está lleno, lleno de campos de energía fluctuante. Y estos campos se manifiestan como partículas: fotones, pares electrón, positrón, quarks. Surgen como un fulgor en su breve existencia, y están conformados por masa y energía prestadas. Luego de ser utilizadas son restituidas a sus orígenes; y, conforme a la ley de conservación de la energía, las partículas desaparecen. Nosotros, seres humanos, vemos espacio, energía y materia desde muy arriba, como si un astronauta flotara sobre un océano. Desde nuestra altura es difícil distinguir en las olas los diminutos corpúsculos de espuma que ellas llevan. Pero están ahí.
»Y todavía no hemos llegado al final de nuestro viaje. ¡Agárrense del vaso, amigos!
La escala volvió a explotar. Kate se halló volando hacia el interior vítreo y constituido por varias capas, como una cebolla, de uno de los átomos de carbono. En el centro mismo había una protuberancia dura y refulgente, un enjambre de esferas que había sufrido un desafortunado accidente. ¿Era ése el núcleo… y las esferas internas eran protones y neutrones?
Cuando el núcleo voló hacia ella, Kate oyó gente que gritaba. Todavía agarrada del brazo de Bobby trató de no echarse atrás cuando se precipitaba hacia el interior de uno de los nucleones.
Y entonces…
No había forma aquí. No había conformación discernible; ni luz definida; ni color, más allá de un carmesí rojo sangre. Y, aun así, había movimiento; un retorcimiento lento, insidioso, interminable, señalado por burbujas que ascendían y estallaban. Era como la lenta ebullición de un líquido espeso y pestilente.
Hiram dijo:
—Hemos llegado a lo que los físicos denominan el nivel de Planck. Estamos veinte órdenes de magnitud más profundo que el nivel de partícula virtual que viéramos antes. Y en este nivel ni siquiera podemos estar seguros sobre la estructura del espacio en sí: topología y geometría se desbaratan, y el espacio y el tiempo se desenmarañan.
En éste, el más fundamental de los niveles, no había secuencia de tiempo, no había orden para el espacio. A la unificación del espacio-tiempo la desgarraban de punta a punta las fuerzas de la gravedad cuántica, y el espacio se convertía en una espuma probabilística borboteante, entrelazada por agujeros de gusano.
—Sí, agujeros de gusano —dijo Hiram—. Lo que estamos viendo aquí es la boca de agujeros de gusano que se están formando espontáneamente, entretejidos con campos eléctricos. El espacio es lo que evita que todo esté en el mismo lugar, ¿de acuerdo? Pero en este nivel el espacio es granoso y ya no podemos confiar en que haga su trabajo. Y así, la boca de un agujero de gusano puede conectar cualquier punto de esta región pequeña del espacio-tiempo con cualquier otro punto… en cualquier parte: el centro de la ciudad de Seattle, o Brisbane, Australia, o un planeta de Alfa del Centauro. Es como si puentes espaciotemporales estuviesen cobrando y perdiendo existencia de manera súbita. La enorme cara sonrió a los presentes desde lo alto, brindando confianza. No entiendo todo esto más que ustedes, decía la imagen. Confíen en mí. Mi personal técnico estará a su disposición para brindarles información básica explicada con tanta profundidad como les pudiera ser cómodo entender.
»Lo que es más importante es lo que pretendemos hacer con todo esto. Dicho con sencillez, vamos a llegar adentro de esta espuma cuántica y arrancar el agujero de gusano que queramos: un agujero de gusano que conecte nuestro laboratorio aquí, en Seattle, con una instalación idéntica en Brisbane, Australia, y cuando lo tengamos estabilizado, ese agujero de gusano formará un enlace a través del cual podremos enviar señales… a una velocidad mayor que la velocidad de la luz misma.
»Y esto, señoras y señores, es la base de una revolución en las comunicaciones. No más costosos satélites acribillados por micro-meteoritos y que se caen del cielo cuando su órbita entra en pérdida; no más el frustrante retardo de tiempo; no más tarifas espantosas. El mundo, nuestro mundo, por fin estará verdaderamente enlazado.
Mientras los virtuales seguían tocando había un ruido confuso de conversación; algunas que sólo buscaban el simple cuestionamiento.
—¡Imposible!… ¡Los agujeros de gusano son inestables. Toda la gente sabe eso!… ¡La radiación incidente que penetra hace que los agujeros de gusano se desplomen de inmediato!… ¡No existe manera alguna…!
La gigantesca cara de Hiram asomó por encima de la borboteante espuma cuántica. Hizo chasquear los dedos. La espuma cuántica desapareció para ser reemplazada por un solo artefacto que colgaba en la oscuridad, debajo de los pies de los asistentes.
Se oyó un suave suspiro.
Kate vio una acumulación de puntos luminosos incandescentes… ¿átomos? Las luces formaron una esfera geodésica, cerrada sobre sí misma, que giraba lentamente. Y, dentro de ella, según vio Kate, había otra esfera que giraba en sentido opuesto… y dentro de ella otra esfera, y otra, hasta los límites que permitiera la vista. Era como si fuese una pieza de relojería, un planetario de átomos. Pero toda la estructura pulsaba con una luz azul pálido y Kate percibió la acumulación de energías de tremenda intensidad.
Era, tuvo que admitirlo, verdaderamente hermoso.
Hiram dijo:
—A esto se lo llama motor de Casimir. Es, quizá, la máquina de construcción más exquisita que el hombre haya fabricado jamás, una máquina a la que hemos desarrollado con extrema minuciosidad durante años, que contiene menos de unos pocos centenares de diámetros atómicos de ancho.
»Pueden ver que las capas están constituidas por átomos; de hecho, átomos de carbono. La estructura se relaciona con las estructuras estables naturales conocidas como «manchas de venado», carbono-60. Las capas se fabrican quemando grafito con haces de láser. Alimentamos el motor con carga eléctrica, utilizando jaulas llamadas trampas de Penning, verdaderos campos electromagnéticos. A la estructura se la mantiene unida por medio de campos magnéticos poderosos, y a las diversas capas lo más cerca posible, guardando entre sí una distancia de sólo unos pocos diámetros electrónicos. Y en esas separaciones, que son las más pequeñas que se pudiere concebir, se produce el milagro…
Kate empezaba a cansarse de la verborrágica jactancia de Hiram; rápidamente consultó el motor de búsqueda. Se enteró de que el «efecto Casimir» se relacionaba con las partículas virtuales a las que había visto cobrar y perder existencia en forma de destellos. En la reducida separación que quedaba entre las capas atómicas, debido a efectos de resonancia, se le permitía existir a nada más que algunos tipos de partículas. Y, por ello, dichos espacios estaban más vacíos que el espacio «vacío» y, en consecuencia, tenían menos energía.
Este efecto de energía negativa podía dar origen, entre otras cosas, a la antigravedad.
Los diversos niveles de la estructura estaban empezando a rotar sobre sí mismos con mayor rapidez. Pequeños relojes aparecieron alrededor de la imagen del motor, contando pacientemente en forma regresiva desde diez hacia nueve, ocho, siete… la sensación de acumulación de energía era palpable.
—Las concentraciones de energía en los intervalos de Casimir se están incrementando —dijo Hiram—. Vamos a inyectar energía negativa para el efecto Casimir dentro de los agujeros de gusano de la espuma cuántica. Los efectos de antigravedad estabilizarán y agrandarán los agujeros de gusano.
»Calculamos que la probabilidad de encontrar un agujero de gusano que conecte Seattle con Brisbane es, con una precisión aceptable, de una en diez millones. Así que nos tomará unos diez millones de intentos ubicar el agujero de gusano que queremos. Pero esto es maquinaria atómica y trabaja tremendamente rápido: aun cien millones de intentos deben de tomar menos de un segundo… Y lo más hermoso de todo esto es que en el nivel cuántico, los enlaces a cualquier sitio que queramos ya existen: todo lo que tenemos que hacer es hallarlos.
La música de los virtuales estaba cobrando intensidad, encaminada hacia el coro final. Kate se quedó mirando con fijeza cómo la máquina frankesteiniana que estaba debajo de sus pies giraba locamente sobre sí misma, refulgiendo palpablemente con energía.
Y los relojes terminaron su cuenta.
Se produjo un destello cegador. Algunos de los presentes lanzaron una exclamación.
Cuando Kate pudo ver otra vez, la máquina atómica, todavía rotando sobre sí misma, ya no estaba sola: una bolilla plateada, perfectamente esférica, flotaba a su lado. ¿Una boca de agujero de gusano?
Y la música tuvo un cambio. Los V-Fabs habían llegado al coro de su canción, que se escuchaba como un salmo. Pero la música estaba distorsionada por una cadencia mucho más tosca, que precedía en unos segundos al sonido de alta calidad.
Fuera de la música, el salón estaba en completo silencio.
Hiram jadeó, como si hubiera estado conteniendo el aliento.
—Eso es —dijo—: la nueva señal que oyen proviene del funcionamiento mismo, pero ahora transmitida hacia aquí a través del agujero de gusano… sin que se produzca un retardo importante del tiempo. Lo logramos. Esta noche, por primera vez en la historia, la humanidad está enviando una señal a través de un agujero estable de gusano…
Bobby se inclinó hacia Kate y dijo con ironía:
—La primera vez… sin contar todos los ciclos de prueba de funcionamiento continuo.
—¿De veras?
—Claro que sí. No pensará que iba a dejar todo esto librado al azar, ¿no? Mi padre es un consumado actor. Pero no hay que sentirse mal porque tenga su momento de gloria.
La gigantesca pantalla mostró a Hiram sonriendo ampliamente.
—Señoras y señores, no olviden jamás lo que vieron esta noche. Éste es el comienzo de la verdadera revolución en las comunicaciones.
El aplauso empezó con lentitud, disperso pero ascendiendo con rapidez a un climax atronador.
A Kate le resultó imposible no unirse al resto de la gente. Me pregunto adonde llevará todo esto, pensó. Seguramente las posibilidades de esta nueva tecnología —basada, después de todo, en la manipulación del espacio y del tiempo mismos— no iban a quedar limitadas a la simple transferencia de datos. Kate presintió que nada volvería a ser igual, jamás.
Atrajo su mirada un deslumbrante haz de luz, que estaba en alguna parte por encima de su cabeza. Uno de los robots teleguiados estaba llevando la imagen de la nave cohete que Kate había advertido antes, ascendía hacia su parche de cielo gris azulado de Asia central, en completo silencio. Parecía extrañamente anticuada, una imagen que venía a la deriva desde lo pasado más que del futuro.
Nadie más la observaba y resultaba de poco interés para Kate, que apartó la mirada.
Llamaradas rojas y verdes surgían con violencia y chocaban dentro de canales curvos de acero y hormigón armado. La luz palpitaba de un extremo a otro de la estepa, yendo hacia donde estaba Vitali. Era brillante, al punto de ser cegadora, y disipaba por completo los mortecinos reflectores que todavía iluminaban la torre de lanzamiento; inclusive también ocultaba la brillantez del sol de las estepas. Y todavía antes de que la nave hubiera dejado el suelo, el rugido llegó hasta Vitali, como un trueno que le sacudió el pecho.
Sin hacer caso al dolor cada vez mayor que experimentaba en el brazo y el hombro, ni al entumecimiento de manos y pies, Vitali se paró, abrió los agrietados labios y añadió su voz a ese divino bramido; en momentos como ése, siempre se volvía un viejo tonto y sentimental.
A su alrededor había mucha agitación. La gente, los técnicos mal adiestrados y hambrientos como ratas, y los administradores gordos y corruptos por igual, se estaban alejando del lanzamiento y apiñando en torno de radios y televisores que cabían en la palma de la mano, pantallas flexibles parecidas a joyas que mostraban imágenes desconcertantes provenientes de Estados Unidos. Vitali no conocía los detalles, ni le interesaba conocerlos, pero era más que obvio que Hiram Patterson había alcanzado renombre con su promesa… o amenaza.
Incluso mientras se elevaba desde el suelo, este hermoso pájaro de Vitali, este último Molniya, ya estaba obsoleto.
Vitali se mantuvo bien erguido, decidido a observarlo durante tanto tiempo como pudiera, hasta que ese punto de luz ubicado en la punta de la gran columna de humo se fusionara con el espacio.
… Pero ahora el dolor que sentía en el brazo y el pecho llegaron a un punto máximo, como si una mano huesuda lo hubiese estado apretando. Boqueó, falto de aire. Así y todo, trató de mantenerse parado. Pero ahora había una luz nueva que estaba surgiendo en derredor de él, aún más brillante que la luz proveniente del cohete y bañaba la estepa de Kazajstán, y Vitali no pudo resistir más.