Ni una sola vez en el transcurso de toda una generación había cambiado la voz de la ciudad como lo estaba haciendo ahora. Día y noche, era tras era, nunca había vacilado. Para miríadas de hombres, fue el primer y último sonido de sus vidas. Era parte de la ciudad: cuando cesara, la ciudad habría muerto y las arenas del desierto se adueñarían de las grandes calles de Diaspar.
Incluso aquí, a un kilómetro de altura sobre el nivel del suelo, el súbito silencio hizo que Convar se asomara al balcón. Muy por debajo, los caminos móviles seguían extendiéndose entre los grandes edificios, pero ahora estaban repletos de multitudes silenciosas. Algo había sacado de sus casas a los lánguidos habitantes de la ciudad, que deambulaban a millares entre las torres de metal coloreado. Y entonces Convar vio que todos aquellos rostros se volvían hacia el cielo.
Por un instante el miedo inundó su alma, miedo a que después de tantos años los Invasores hubieran regresado a la Tierra. Entonces también él miró el cielo, arrebatado por un prodigio que no esperaba volver a ver. Lo contempló durante varios minutos antes de ir a recoger a su hijo.
Al principio, el pequeño Alvin tuvo miedo. Las torres de la ciudad, las manchas móviles a mil metros bajo ellos formaban parte de su mundo, pero lo que había en el cielo estaba más allá de toda su experiencia. Era más grande que ninguno de los edificios de la ciudad, y su blancura eran tan deslumbrante que lastimaba los ojos. Aunque parecía sólido, los inquietos vientos cambiaban sus contornos.
Alvin sabía que antiguamente los cielos de la Tierra estuvieron llenos de formas extrañas. Grandes naves venían del espacio, llevando tesoros desconocidos, para descargarlos luego en el Puerto de Diaspar. Pero eso había sucedido quinientos millones de años atrás: antes del principio de la historia, el Puerto había sido enterrado por las cambiantes arenas.
Cuando habló a su hijo, Convar lo hizo con tristeza.
—Mírala bien, Alvin —dijo—. Puede que sea la última que vea el mundo. Sólo he visto otra en toda mi vida, y una vez llenaron los cielos de la Tierra.
Observaron en silencio, y con ellos los miles de personas en las calles y las torres de Diaspar, hasta que la última nube desapareció lentamente de la vista, absorbida por el aire estancado y caliente de los desiertos interminables.