36
LA HEREJÍA DEL HUMANISMO

Al final no fue como ella esperaba o temía.

Cley se encontraba en una cómoda enredadera en el Leviatán, sola, con los ojos cerrados. No sentía nada, ni siquiera su cuerpo.

La lucha teñía de rojo los paisajes de su mente.

El enlace con los supras suavizaba los ásperos bordes. Sin embargo, el caldero de sensaciones fue sólo un fragmento de las amplias perspectivas que se abrieron para ella en las horas y días del conflicto.

Había esperado grandes destellos de energía fosforescente, tormentas climáticas de violencia magnética. Hubo algunas, pero apenas fueron luces secundarias que bailaron alrededor del conflicto principal, como calor ardiendo en un horizonte lejano.

Para Cley, la lucha requirió sus sentidos cinestésicos, sobrecargados, tensos y rotos, la quebraron en fragmentos de percepción incorpórea. Esto fue todo lo que fue capaz de captar.

Sin embargo, cada fragmento era intensamente vibrante, y la rodeaba.

Una vez, se sintió correr. El roce agradable y firme de los músculos al deslizarse, de las perspectivas reduciéndose por el impulso de la velocidad…, y entonces se encontró sumida en un frío vacío negro, el sol bloqueado por montañas movedizas. Esas sombras húmedas rebullían de olores acres. El aire duro y abrasador se le metió por la nariz.

El terreno (como una llanura de capas gris plomizo) se deslizaba bajo sus pies invisibles, agitándose como un mar granuloso, veteado de tormentas. Dulces olores inundaron sus sentidos, estallaron en húmedo verdor, y Cley se topó con otra sacudida de veloces impresiones. De profundidades insondables. Y luego de fuerzas aceitosas que reptaban por su piel. Continuó y continuó, una riada que no podía controlar ni sondear.

Pero en ocasiones sentía pálidas inmensidades trabajando a enormes distancias, como icebergs surgiendo de un océano sacudido por los huracanes.

Tenuemente distinguió atisbos de una mente infantil, incomparablemente grande, y reconoció a Vanamonde. Vio que había surcado el sistema solar, bloqueando los ataques de la Mente Loca. Ella le debía la vida, pues de otro modo la Mente la habría encontrado sin duda en su viaje exterior.

Bajo las airadas olas que la barrían, Cley sentía corrientes infinitesimales, diminutas voces aflautadas. Las reconoció como pertenecientes a la nueva hornada de ur-humanos, personalidades uniformes moteadas por puntos de tensión cinestésica. Todos eran como unidades elementales en un enorme circuito, sirviendo como componentes que repartían mensajes y fuerzas que ya no podían reconocer, igual que un hilo de cobre ignora lo que es un electrón.

Y Buscador estaba allí. No el Buscador que ella conocía, sino algo extraño y con muchas patas, inmenso, corriendo con gracia atemporal sobre la llanura gris sin fisuras.

¿O se trataba de muchos Buscadores? Toda la especie, una raza que había surgido mucho después de los ur-humanos y que ahora era igualmente antigua, una raza que se había esforzado por vivir y se había perdido y había vuelto a vivir, curtida y desaparecida en silencio, que se asomaba al futuro con una risa hueca, casi un ladrido, aún poderosa y siempre preguntándose, como debe hacer toda vida, aún peligrosa y en movimiento.

Y algo más.

Buscador. Estaba enzarzado de algún modo en niveles que ella sólo podía atisbar. Buscador se debatía en lo que a Cley le pareció una esfera de cristal, luminosa, viva. Sin embargo, la mota que brillaba en el centro de la esfera era una estrella.

Entonces sintió a los seres de plasma. Redes de campos y gas ionizado se deslizaban como peces a través de la negrura. Convergían hacia el sistema Jove. Grandes rayos azules que rebullían lentamente se abrían paso hacia las balsas de vida que allí orbitaban. El simple remolino dejado por su paso manchaba amplias zonas de vida espacial. Las lanzas quebraban a seres del tamaño de mundos enteros.

El mordiente dolor de todo aquello hizo que Cley se retorciera y gritase. Sus ojos se abrieron una vez y entonces descubrió que tenía las uñas clavadas en las palmas, y que su sangre escarlata manchaba sus brazos. Pero no pudo detenerse.

Sus ojos se cerraron contra su voluntad. Una sensación de hinchazón se apoderó de ella. Se sintió ampliada, envolviendo el espacio a su alrededor como si ella misma fuera un sol gigante que curvara rayos de luz.

Sabía que esto significaba que de algún modo había sido incorporada a Vanamonde. Pero al instante otra presencia lamió su mente. Se sintió atrapada en una grieta, aplastada, y luego sacada de un tirón, para ser lanzada a un pantano negro y caliente.

La Mente Loca la tenía. Apretaba, como si ella fuera fruta húmeda que escupiera semillas.

(una naranja, encogida por la edad, marrón y agujereada, cubierta de gusanos blancos que sorbían la riqueza interna)

Vio esto de repente. La boca se le hizo agua. Tenía que apartar los repulsivos gusanos antes de poder comer. Envió un fuego y lavó la naranja con su llama dorada. Gritando, los gusanos se abrieron.

(y la naranja era un planeta)

Limpia y pura y liberada de la misma atmósfera que había contenido a los blandos gusanos.

(y los gusanos, lanzados al olvido)

Eran escamosos, con cuatro patas, rápidos de mente. Pero no lo suficientemente veloces. Apenas comprendieron lo que los apartaba de las fauces en el centro de la galaxia.

Cley fue la naranja y luego el fuego y luego los gusanos y después, con largos jadeos entrecortados, otra vez el fuego.

Era bueno ser el fuego. Bueno saltar y quemar y crepitar y volver a saltar.

Mucho mejor que arrastrarse y morder y sorber y defecar y morir.

Mejor, sí, que flotar y correr y titilar con fuegos blanquiazules. Colgar en cortinas entre las estrellas y ser más grande que ningún sol que jamás hubiera ardido. Rugir a las enjoyadas estrellas.

Mejor saber y temblar y apestar. Rozar contra los débiles coágulos de campos magnéticos entrelazados, sumarse a sus lentos valses. Acuchillar y lastimar y seguir haciendo daño cuando las semillas magnéticas se plantaban a tus pies, rotas, convertidas en polvo.

Mejor ser de nuevo un apetito móvil, una inteligencia mayor que los sistemas solares. El placer rebullía en su hedor, más brusco y musculoso a cada movimiento.

(y ella se soltó de él un instante, en lo que parecía un espacio abierto y fresco, vacío de la agitada violencia…)

¡Ah!, pensó con alivio.

Pero era simplemente otra parte de la Mente Loca. Aceitosa y viscosa y parecida a una serpiente, y se deslizó sobre ella. Se introdujo en sus oídos. Subió por su vagina. Profundamente, buscando sus ovarios. Bajó por su garganta, tanteando con fluida insistencia.

El hedor se alzó y la mordió. Su afilado pico cortó y entonces tuvo un atisbo de lo que era la lucha exterior.

De repente supo que ahora podía sentir abstracciones. La división entre pensamiento y sensación, tan fundamental para el ser humano, quedó reducida a añicos por el loco huracán de la Mente.

Atrapada, comprendió.

La Mente Loca sostenía que este universo era una de las muchas burbujas que se expandían a la deriva dentro de un metauniverso. La nuestra no era más que una de las posibilidades en un cosmos imposible de contar.

Creía que la gran aventura de las formas de vida avanzadas era trascender la mera burbuja que veíamos como nuestro universo. Tal vez había civilizaciones de esencia inimaginable al otro lado de la misma curvatura del cosmos. La Mente Loca deseaba crear un túnel que abriera un agujero en nuestro universo-burbuja y se extendiera a los demás.

Una oscuridad viscosa se arrastraba, como si fuera un conjunto de dedos. Ideas tranquilizadoras la acunaron.

Vio que el Imperio Galáctico era un puñado podrido de insectos. Cuando se detuvo a verlos mejor, tenían todas las formas, y charlaban, llenos de charla sin sentido.

Mucho tiempo atrás, algunas de aquellas alimañas habían escapado, recordó, atravesando los velos situados más allá de la galaxia. Salieron a través de cadenas de galaxias, siguiendo trazos de luz. Abarcando las grandes criptas y vacíos donde sólo ardían unas cuantas chispas luminosas.

Esos gusanos del Imperio habían desaparecido, dejando heces que se convirtieron en ciudades petrificadas: Diaspar, Lys.

Y en todas las demás partes de los brazos en espiral, otras razas se habían reducido en sus éxtasis obsesivos.

¿Pero debía el sagrado fuego seguir al Imperio a través de la curva de este universo? ¿Debería perseguirlo la Mente?

Cley supo al instante que esos objetivos eran mezquinos. La materia de las mentes-gusano.

No…, mucho más grande era escapar por completo a las ataduras de este universo. No simplemente viajar en él. No simplemente surcar su abrazo.

Cley se debatió, pero no pudo encontrar una salida al asfixiante calor negro que se le metía por la garganta, por las entrañas.

Sintió débilmente que aquellas turgentes sensaciones eran, de hecho, ideas. No podía comprenderlas como frías abstracciones. Apestaban y la golpeaban, la cortaban y la laceraban, la rozaban y la atravesaban.

Y en este escenario las ideas se movían como actores monstruosos, capaces de cualquier cosa.

Ahora comprendió, en cuanto pudo formar la pregunta, lo que quería la Locura que la cubría. Deseaba crear profundos pozos en el espacio-tiempo. Comprimir la materia para conseguir esto requería a cambio la cooperación de muchas mentes magnéticas, pues al final sólo la inteligencia fríamente divorciada de la materia podría controlarla de verdad.

El riesgo de una aventura de aquellas características era la destrucción de la galaxia entera. Había que crear y comprimir materia nueva. Esto podría curvar lo suficiente el espacio-tiempo para atrapar a la galaxia en una esfera autocontraída, apartada del Universo mientras sangraba hacia dentro en un pozo gravitacional abierto.

La galaxia no podía aceptar ese peligro. Las mentes magnéticas habían debatido la sabiduría de esa aventura mientras la Mente Loca estuvo confinada. Su discusión fue desapasionada, pues no estaban amenazadas. Las inteligencias magnéticas podían seguir a la Mente Loca más allá de aquel olvido geométrico, pues no estaban atadas al destino de la simple materia.

Pero la galaxia rebosaba de vida menor. Y en los últimos mil millones de años, mientras la humanidad dormía en Diaspar, la vida se había integrado.

La mayoría de las estrellas cercanas rebosaban de incontables entidades, unidas a planetas u orbitándolos. Más allá, entre los soles, las estructuras magnéticas contemplaban todo esto con espíritu reflexivo. Su incapacidad para trascender la velocidad de la luz excepto en puntos diminutos implicaba que ellas, las más grandes inteligencias, hablaban lentamente a través de los abismos de los brazos galácticos.

Y sin embargo, despacio, muy despacio, a través de estos enlaces había surgido una auténtica Mente Galáctica. Había sido llevada a niveles más complejos de percepción por el conocimiento seguro de que, tarde o temprano, la Mente Loca escaparía.

Así, las bestias magnéticas no pudieron abandonar la materia a la extinción. Se habían unido antes contra el experimento de la Mente Loca, y ahora se dispusieron a aplastarla de nuevo antes de que pudiera comprimir la masa.

Cley vio todo esto en un intento de pugna, mientras nadaba en una blanca bruma satinada, y luego, mucho después, a través de capas de colores de sangre y bronce. Era como una nave ciega, a la deriva, donde sólo funcionaba el giroscopio de sus sentidos.

El dolor empezó entonces.

Rugió a través de ella. Si una vez se había considerado a sí misma y a los otros ur-humanos como elementos de un circuito eléctrico, ahora comprendió lo que eso podía significar.

La agonía fue intemporal. Abrió la boca, sacó la lengua, rosada y ardiente. Los ojos rebullían en sus cuencas, aunque todavía una mano gigantesca que le sujetaba la nariz los mantenía cerrados. Sintió pánico, y luego fue más allá, a un ansia, a una necesidad de extinción simplemente por escapar del terror. Su agonía carecía de rasgos. El paso del tiempo no la consolaba. Su vida anterior, sus recuerdos, sus placeres… todo quedaba reducido a la nada junto a la gigantesca montaña de su dolor.

Deseó gritar. ¡Alvin! Los músculos se negaban a soltarse en su garganta, en su rostro. El tormento atemporal la convirtió en una estatua.

Y entonces, sin transición, se encontró de pie, el agua cayendo en cascada a su alrededor, el pelo revuelto, los hombros y pechos cubiertos de manchas jabonosas. Su piel brillaba y se fundía y sus pezones eran gruesas espitas. Producían burbujas y dejaban caer ricas gotas. El aire lamía ansiosamente las lágrimas mientras caían. Cley tenía los ojos cerrados, pero podía sentir el pulso en su garganta, la humedad de seda deslizarse sobre sus pechos bamboleantes.

Supo que también esto era parte de la Mente. O un último beso de despedida por su parte. Pues estaba verdaderamente loca, y contenía en su interior una madeja que los humanos veían como amor, u odio, o maligna resolución. Pero eran categorías aplicables a una especie. Ya no describían otra clase de ser, igual que los violines y los tambores no describen una tormenta.

Parte de esta locura era humana. Atrapada en hélices magnéticas yacía la mentalidad del hombre. Varias razas habían creado a la Mente y cada una dejó su firma.

La ambición de la Mente por escapar de las bandas del espacio-tiempo nacía de la humanidad. Y envueltas en el dolor había vetas de antigua culpa.

Cley comprendió que Alvin sabía esto. Era parte del peso que llevaba consigo.

La Mente procedía también de un sustrato de seres magnéticos. Los sintió ahora, poderosos y extraños.

Deambulaban por el sistema solar. Sus inteligencias no eran superiores ni inferiores a las de los humanos, pues no habían nacido de las fuerzas evolutivas que habían impulsado a la humanidad a resolver problemas. Habían sobrevivido alterando sus percepciones. Cley no podía imaginar siquiera cómo había sido esto posible.

Pero durante un leve instante pudo atisbar a la humanidad desde su punto de vista.

Una gran águila gravitaba en el negro espacio, cerca de un planeta sulfuroso, agitando perezosamente sus largas alas. Sus ojos aguzados como un diamante brillaban. Tenía el pico entreabierto, como dispuesto a emitir una canción estridente. Cley contempló el movimiento de las inmensas plumas durante un rato, mientras los músculos se hinchaban bajo las alas. Sólo entonces vio que el ave volaba hacia un sol distante, una estrella roja y salpicada de inmensos destellos cromáticos.

Y a lo largo de las inmensas alas se acurrucaban pequeños insectos aterrados. En la punta de un ala se alzaban pirámides. Montañas de blancas cimas cubrían amplias llanuras, que a su vez conducían a altas ciudades de plata. A lo largo de las alas se extendían eras de grandeza y largas noches de desesperación. Pero siempre el fermento, las destacadas torres de ambición sin límites, las ruinas polvorientas provocadas por el desgaste y el fracaso. En la punta de la otra ala se extendían tierras cubiertas de niebla cuyos detalles no podía distinguir.

La humanidad. Todo lo que había llevado ese nombre se encontraba bajo aquellos ojos brillantes, estaba allí.

Reunida en el largo tapiz del tiempo, a lomos del águila. Se debatían y luchaban y sólo veían su limitado momento. No sabían que volaban entre esferas ilegibles, en el aire perfumado de la noche eterna.

Mientras el ave pasaba volando junto a ella, se volvió. Los brillantes ojos negros la miraron una vez, y el pico se abrió levemente. Entonces de pronto se giró y siguió volando. Intensa. Decidida.

Se produjo un momento como una palabra inmensa a punto de ser dicha.

Y entonces se acabó.

Cley se sentó. Las enredaderas que la sujetaban eran como aliento caliente y rasposo.

Vomitó con violencia. Tosió. Jadeó.

La sangre se había coagulado en sus muñecas. Las uñas se le habían roto. Tenía las puntas enterradas en las palmas. Aturdida, Cley se las lamió.

—Toma una rata —dijo Buscador. Tendió un verde manjar atravesado en un palo.

¡Alvin!

Ella sacudió la cabeza y volvió a vomitar.

—Se acabó —dijo Buscador.

—Yo… ¿Quién ha ganado?

—Nosotros.

—¿Qué…, qué…?

—¿Pérdidas? —Buscador hizo una pausa como si escuchara una canción lejana y agradable—. Miles de millones de vidas. Miles de millones de amores, que es otra forma de contar.

Cley cerró los ojos y sintió un extraño eco seco de la voz de Buscador. Éste era el talento de Buscador. Gracias a él vio los grises desiertos arrasados que se extendían por todo el sistema solar. Cuerpos aplastados y calcinados. Leviatanes expulsando sus entrañas al vacío. Lunas fundidas y reducidas a escoria.

—¿La Mente Loca?

—Devorada por nosotros —dijo Buscador.

—¿Nosotros?

—La vida. La Mente Galáctica.

Ella todavía captaba filamentos de la visión de Buscador.

—Lo ves todo, ¿verdad?

—Sólo dentro del sistema solar. La velocidad de la luz lo limita.

—¿Toda la vida? ¿En todos los mundos?

—Y entre ellos.

—¿Cómo puedes hacer eso?

Buscador alzó sus enormes orejas. Oleadas de ámbar y amarillo se persiguieron a lo largo de su piel.

—Así.

—Bien, ¿pero qué es eso?

—Esto.

En un destello, ella vio la frágil y solitaria Tierra, ahora el más dolorido de todos los mundos.

Pero había sido dañada por los humanos; la Mente Loca no la había arrasado. La Tierra centinela había jugado su papel y ahora podía regresar a la oscuridad. O a la grandeza.

—¿Qué le sucederá? —preguntó Cley en voz baja. Le dolía todo el cuerpo, pero lo ignoró.

—¿La Tierra? Imagino que los supras seguirán soñando allí. —Buscador mordisqueó la rata con claro deleite.

—¿Sólo soñar?

Buscador sacudió una zarpa, que acababa de quemarse con el espetón. Gimió. Por la expresión vacía de sus ojos, Cley supo que había sufrido mucho desde la última vez que lo vio, pero el animal no lo dejaba entrever en su forma de hablar.

—Los sueños humanos pueden ser poderosos, como acabamos de comprobar —dijo.

Durante un largo instante, a través del extraño talento ilimitado de Buscador, Cley vio la Tierra encogerse hasta volverse insignificante. Se convirtió en una mota dentro de una gran esfera, la misma pelota brillante que había visto durante la batalla.

—¿Qué es eso?

—Un oasis.

—¿Todo el sistema solar?

—Un oasis biome, uno de los miles de millones esparcidos por la galaxia. Entre ellos sólo viven los campos magnéticos. Y pequeños viajeros de paso, claro.

—Ésta es tu «causa superior», ¿verdad? ¿Lo que dijiste cuando Alvin te preguntó si ayudarías a defender el destino de la humanidad?

Buscador pedorreó ruidosamente.

—Era culpable de la herejía del humanismo.

—¿Cómo puede eso ser herejía?

—¿La devoción narcisista hacia las cosas humanas? «¿El hombre es la medida de todas las cosas?». Es fácil.

—Bueno, tiene que hablar por su especie.

—Su género, querrás decir, si te incluyes a ti misma.

Cley frunció el ceño.

—No sé qué relación tengo con él. O qué uso me darán ellos ahora.

—Compartís la igualdad de vuestro orden, que es quizá lo más importante.

—¿Orden?

—El orden de los primates. Un útil paso intermedio. Poseéis la propiedad general de ver los hechos con claridad. Tus oídos oyen los sonidos proporcionalmente al logaritmo de la intensidad. De otro modo no podrías oír una abeja zumbando y tolerar a la vez una palmada junto a tu oreja. O ver a la vez a la luz de la Luna y al mediodía: tu visión es lo mismo.

—Son terriblemente útiles —dijo Cley, a la defensiva. No entendía el razonamiento de Buscador.

—Cierto, pero consideras el tiempo de la misma forma. Tu percepción logarítmica refuerza el presente, reduciendo el pasado o el futuro. Lo que sucedió en el desayuno reclama tanta atención como el origen del universo.

Cley se encogió de hombros.

—Infiernos, tenemos que sobrevivir.

—Sí, e infierno es lo que conseguiréis de continuar con vuestra herejía.

Ella dirigió a Buscador una mirada perpleja. Aquellas palabras eran graves, pero Buscador se tumbó perezosamente y se balanceó entre dos lianas, usándolas para retorcerse en el aire y saltar.

—Habríais impedido la integración de nuestro oasis biome con vuestros grandiosos planes —dijo entre jadeos.

Cley sintió un arrebato de irritación. ¿Quién era este animal para ignorar la historia de mil millones de años de la humanidad?

—Mira, puede que no me gusten mucho Alvin y los demás, pero…

—Vuestro problema es que contrariamente al sentido del tiempo logarítmico, la evolución avanza exponencialmente. Y el argumento del exponente es la complejidad de las formas de vida.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Cley, decidida a navegar sobre este tema en una nave práctica.

—Los organismos unicelulares tardaron mil millones de años en aprender el truco de unir dos o más. El paso de los dinosaurios a los ur-humanos requirió sólo cien millones. Y luego las máquinas inteligentes (de acuerdo, un experimento que tuvo corta vida) requirieron sólo mil.

—Buscador hizo una pirueta y aterrizó sobre un miembro, la lengua fuera.

—No parecéis mucho más avanzados que nosotros —dijo Cley.

—¿Cómo lo sabes? Si mi especie hubiera evolucionado en forma de nubes, no me divertiría con esto, ¿no? —Buscador tragó el resto de la rata.

—Ni tampoco te divertirías arrastrándome por todo el sistema solar.

—También está el deber.

—¿A qué?

—Al sistema solar. Al biome.

—Yo… —empezó a decir ella, pero un grito taladrante perforó su mente.

Era Seranis. Su gemido-talento rompió en una oleada de pesar sin esperanza, la discordancia hirviendo con fragmentos de sonido.

Cley echó a correr, trastornada por el poder rechinante y lastimero. Casi chocó con un hombre en la espesura.

Él la miró aturdido. Algo en su rostro inexpresivo le recordó de pronto a su padre.

—¿Quién eres? —preguntó ella.

—No tengo… nombre.

—Bueno, qué… —Y entonces lo sintió por completo. Ur-humano, una diminuta mota de habla-talento ronroneando en él.

Eras uno de esos enlaces que sentí, le envió.

Sí. Nos hemos… reunido. Tenemos miedo. Sus sentimientos eran curiosamente planos y exentos de fervor.

Eres como un niño.

Soy como nosotros. La voz-talento no albergaba rencor, y su rostro era suave y sin arrugas, aunque se trataba de un hombre adulto.

Ella miró más allá y vio a una docena de hombres y mujeres con la misma altura y constitución.

¡Sois yo!

En cierto modo, respondió él mansamente.

De los ur-humanos llegó una oleada de blanda certificación. El tiempo y los problemas no los habían tocado jamás.

La batalla, ¿cómo fue?, preguntó Cley.

¡Muy divertida!, respondió una mujer. Nunca habíamos hecho algo así.

—Bien, ni volveréis a hacerlo —dijo Cley en voz alta. Prefería la sensación concreta del habla a la sensación de dejar caer piedras en un profundo pozo—. Pero mirad, ¿qué…?

Entonces vio el cuerpo. Los ur-humanos lo llevaban entre ellos en la baja gravedad.

—¡Alvin!

Seranis seguía el cadáver, la cara de piedra, el cuerpo envarado, sin emitir ahora ningún rastro de talento.

——¿Qué sucedió? —preguntó Cley al hombre.

—Él… dio… demasiado. —La garganta infantil del hombre sonaba áspera y temblorosa, como si nunca hubiera hablado antes.

Cley miró los ojos abiertos de Alvin. Una mancha azul de venas reventadas les daba el aspecto de pequeños mares atrapados.

Seranis venía detrás de los blandos ur-humanos. No dijo ni envió mentalmente nada.

Cley miró los ojos rotos y preocupados de Alvin y trató de imaginar a qué se había enfrentado finalmente. Supo de pronto que de algún modo la había liberado de la tenaza de la Mente Loca. Y el precio pagado fue que su propia mente ardiera, que su propio cerebro se fundiera.

Tenía dignidad en la muerte, y Cley sintió una punzada de pérdida. Alvin era extraño, pero majestuoso. Buscador estaba equivocado: los supras seguían siendo esencialmente humanos, aunque ella nunca sería capaz de definir lo que significaba aquello.

En el lapso de un latido sintió algo más allá de los efectos cinestésicos que había cabalgado, más allá de las explicaciones que había atisbado. Las retorcidas complicaciones de la ambición, el loco plan para salir de su propio espacio-tiempo…

Eso era parte de aquello, sí.

Pero recordó las algas de los primeros océanos de la Tierra, miles de millones de años antes. Vivían en las entrañas de animales, bacterias ocultas en lugares oscuros donde la química todavía sobrevivía sin oxígeno. Recordó que su propia tribu las usaba como fermento en la fabricación de cerveza. Si esas bacterias podían pensar, ¿qué sucedería con la espuma de la cerveza? Como catalizadores, formaban parte de procesos que las trascendían, produciendo beneficios que no podían imaginar. Si pudieran saberlo, se sentirían inconmensurablemente exaltadas.

Pero para los que producían los placeres casuales de la cerveza, las bacterias estaban inimaginablemente por debajo del reino de la importancia, eran meras heces de la evolución. Y las tenues percepciones que pudieran conseguir las algas apenas se parecerían a la verdadera naturaleza del habla y la risa y la discusión que rebullían en las mentes que sentían los agradables efectos de esa cerveza.

Su propia comprensión sobre la pasada lucha, ¿podría ser similar? Era válida, tal vez, pero quedaba empequeñecida por los abismos insondables que separaban a las especies de los propósitos de entidades enormemente distanciadas.

¿Podría estar relacionado de algún modo con lo que Buscador había dicho sobre el tiempo logarítmico y el crecimiento exponencial? ¿Qué ella ni siquiera podría imaginar ese abismo?

La idea la sorprendió durante un instante aturdidor. Entonces desapareció y ella regresó a la cómoda progresión lineal de los acontecimientos que conocía.

Se apartó del cadáver. Los ur-humanos deambularon inseguros a su alrededor.

—Buscador, yo…, esta gente. Mi gente.

—Eso son —dijo Buscador tranquilamente, a su lado.

—¿Puedo quedarme con ellos? Es decir, ¿puedo llevarlos de vuelta? —Hizo un gesto hacia la cúpula transparente donde todavía giraba la Tierra, cansada pero receptiva.

—Por supuesto. Los supras no podrían ayudarlos.

—Intentaré llevar a unos pocos al principio —dijo Cley con cautela. La enormidad de ser madre de una raza la abrumaba—. Ya veremos cómo sale.

—Nadie sondea la profundidad de un río sin ambos pies —dijo Buscador.

Seranis había continuado su marcha, solemne y silenciosa, sin mirar atrás. Cley se preguntó si volvería a ver a los supras.

Todos los ur-humanos estudiaron a Cley.

—¿Crees que habrá un lugar para ellos?

—Si tú lo creas.

—¿Y tú?

—Éste es mi lugar. —Agitó una grasienta zarpa, señalando la silenciosa inmensidad.

—El… ¿cómo lo llamas? ¿Sistema solar?

Las orejas de Buscador se doblaron y cambiaron de color cinabrio al amarillo quemado.

—Ella dio a luz a la humanidad y su edad es la tercera parte del Universo. Es la fuente de la vida eterna.

—Y tú…, tú eres su agente. ¿Verdad?

Buscador asintió y se echó a reír. O al menos eso le pareció a Cley. Nunca estaba segura de esas cosas, y tal vez era lo mejor.

—Supongo que es tranquilizador ser parte de algo tan grande.

—Desde luego. Alvin lo sabía. Pero lo describía como interminables cadenas de mensajes reguladores entre mundos, de intrincada interacción, y por eso no comprendió el tema.

—¿Qué tema?

—Alvin sólo vio metabolismo. Pasó por alto el sentido.

Buscador sacó otra rata y empezó a comer.

—¿Fue «ella», tu sistema solar, lo que destruyó realmente a la Mente Loca?

—Por supuesto.

—¿Qué hay de los supras?

—Hicieron lo que debían. Ayudamos a esculpir sus usos.

—¿Qué quieres decir? ¿«Ella» o «nosotros»?

—Ambos.

Cley suspiró.

—Bien. ¿Entonces los humanos no contaron para nada?

—Por supuesto. Aunque no como tú imaginas.

—Me ayudaste a causa de tu biome, ¿verdad?

Buscador pareció captar la decepción de su voz.

—Ciertamente. Pero llegué a quererte. Eres un elemento que no había abarcado.

—Sólo hice mi parte en el sistema solar —dijo Cley para cubrir sus emociones (un manierismo muy humano, pensó amargamente).

—Así fue —respondió Buscador, frunciendo gravemente el ceño.

—Venga, tenía otros motivos.

—Eran incidentales. —Buscador se abalanzó contra un pájaro que pasaba, falló y aterrizó en una maraña de enredaderas. Cley se echó a reír. ¿Era éste el superser que había visto surcando los planetas durante la batalla? ¿La misma criatura que ahora se debatía entre las enredaderas, babeando de irritación? ¿O había realmente una contradicción?

—Este biome…, ¿cómo es que le eres tan leal?

—Es la forma más elevada que puede evolucionar en este universo…, hasta ahora. —Buscador se retorció entre las gruesas enredaderas, pero no consiguió liberarse. Mientras tanto, continuó hablando con tono medido—. El biome ha estado presente en las leyes de gobierno desde el principio, y surgió aquí como intrincadas redes de la antigua Tierra.

—Entonces Alvin tuvo su parte después de todo.

Buscador se debatió, enredándose aún más.

—Sólo una visión estrecha.

—Dijiste una vez que tenías contacto con todo.

Buscador sacudió la cabeza, frustrado.

—Con el todo y la nada.

—¿Qué es «la nada»?

Buscador mordió una liana y la soltó.

—Cuando un ser pensante decide no pensar durante un rato.

—¿El subconsciente?

—El transconsciente. La separación en seres aislados es un rasgo de evolución en la era humana y de antes. Yo soy un fragmento de la autoconciencia que surgió de esa primera red, y ahora crezco.

—Parece muy rimbombante, Buscador de Pautas.

—Tú también eres una pauta —dijo Buscador suavemente.

—No me siento nada cósmica en este momento —dijo Cley, advirtiendo cuánto le dolía todo el cuerpo. Las palmas le latían. Se preguntó si los supras tendrían a mano algún milagro médico.

—El biome es corriente. No es una gran abstracción.

Buscador se liberó de las enredaderas.

—¿Y tú eres el portero del sistema solar? —Cley sonrió tristemente.

—En cierto modo. Una vez viajé a otro biome, y…

Cley se sorprendió.

—¿A otra estrella?

—Sí. Viajé para hablar con ese lejano biome. Era bastante distinto.

—¿Qué le dice un biome a otro?

—Al principio poco. Tuve dificultades.

—Creía que Buscador de Pautas podía hacerlo todo.

Buscador emitió su risa ladrido.

—Sólo lo que mis planetas nos permiten.

—¿Ellos te enviaron?

—Sí. Con el tiempo, los biomes que existen en los brazos en espiral se conectarán. Hay mucho trabajo que hacer para comprender a esos extraños seres.

—¿Los biomes son seres?

—Por supuesto. La evolución actúa más allá de la magnitud de los individuos, o de las especies y filos. Los biomes son órdenes distintos de seres.

Al decir esto, Buscador dejó de parecer una mascota amistosa. Cley sintió extraños y silenciosos poderes en él.

—Buscador, hablas como si fueras el sistema solar.

—Lo somos.

Cley se echó a reír y acarició a Buscador bajo su amplia barbilla.

—Bien, basta de palabras. Quienquiera que haya vencido, no importa a qué precio, estamos vivos.

—Es mucho más importante que el biome viva.

—Sí, gracias a Dios.

—No hay de qué —dijo Buscador.