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LA PRISIÓN DEL TIEMPO

La extraña conversación entre Buscador y los supras continuó mientras Cley trataba de pensar.

Al final, vio que no tenía elección. Debía tomar parte en lo que fuera a suceder, no importaba lo poco que tuvieran que ver los colosales acontecimientos con su propio destino. Su pueblo había empezado ya a desvanecerse en su memoria, arrinconado por los rápidos sucesos acaecidos desde que fueron calcinados por la Mente Loca. Ahora sentía la plenitud de lo que significaba aquel acto maligno. Asesinar no sólo a personas, sino a un pueblo, a una especie. ¿Se volvía más parecida a los supras ahora que una abstracción así podía alcanzarla, provocar lo que Alvin sin duda llamaría su «espíritu animal»?

Sin embargo, no podía sentir fácilmente lo que los supras y sus juegos cósmicos importaban para lo que ella seguía considerando «auténtica» gente, su propio pueblo. Sentía que esta misma actitud era tal vez un síntoma de su especie, pero si es así, que así sea, pensó tozudamente.

Los supras parecieron satisfechos con su decisión. Buscador no mostró ninguna reacción. Después de tanto sufrimiento, Cley se sorprendió de que no sucediera nada inmediatamente. Se dirigieron hacia el disco de vida y mundos que era el complejo Jove. Trenes de vida espacial iban y venían desde el Leviatán, ejecutando intrincados intercambios.

En los momentos en que Alvin y Seranis no estaban ocupados con sus tareas, Cley aprendió más de ellos. Recordó el momento en que Seranis soltó sus barreras, inundando su mente de impresiones y pensamientos sin diluir. Cley durmió entonces largas horas, plácidamente, sudando, dejando que su cerebro hiciera parte de la limpieza. Había aprendido a no resistirse. Cada vez que despertaba la aguardaban nuevas sorpresas, ideas frescas que rebullían en su mente.

Pasó algún tiempo contemplando la titilante majestad de Jove, pero ahora comprendía que esto no era el límite exterior del sistema solar vivo. Sus propios ojos la habían engañado.

La vida terrestre veía a través de una estrecha franja del espectro. El tiempo había enseñado a la vida planetaria a aprovecharse del flujo que penetraba más habilidosamente la atmósfera, prefiriendo el amplio flujo de la luz verde. Ninguna vida terrestre usó jamás las perezosas longitudes de onda de la radio.

Así que no pudieron ser testigos del paso de las enormes nubes de plasma que llenaban los grandes brazos en espiral. Visto con un gran ojo radial, el abismo entre los soles muestra ahora nudos y protuberancias, remolinos y grietas. El viento que sopla desde los soles sacude estas nieblas externas. Sólo un ojo más grande que el propio Leviatán podría percibir la incandescente riqueza que se oculta en esos confines. Los seres que flotan allí producen grandes llamadas de advertencia y viven entre el flujo de las corrientes eléctricas.

Cley se percató de todo esto después de un largo sueño. El conocimiento le llegó casi de forma casual, como un viejo recuerdo. Nunca vería aquellos nudos de materia iónica atrapada por campos magnéticos, ardiendo y rebosando de suaves energías más allá de la visión de toda criatura nacida de la carne.

Sin embargo recordaba, a través de Seranis, el vasto aleteo de las venas de plasma, las arterias y órganos electromagnéticos. La luz tardaba una semana en alcanzar a aquellos seres. Cuerpos tan enormes debían de ser dirigidos por delegaciones, y por eso las inteligencias que habían evolucionado para gobernar tanta masa parecían parlamentos más que dictaduras.

Vio un destello de cómo consideraban aquellos seres a su especie: pequeños conjuntos que recibían energía de la torpe acumulación y destrucción de las moléculas. ¡Cuánto más limpio era el claro arrebato de las fuerzas electromotrices!

Pero entonces sus percepciones volvieron a su propio nivel, las memorias prestadas se difuminaron, y comprendió.

—¡Buscador! —llamó—. La Mente Loca…, los humanos no la crearon de la nada, ¿verdad?

—No del todo, no. —Buscador llevaba mucho rato en silencio, con el rostro misteriosamente calmo.

—Seranis me ofreció imágenes, imágenes de cosas magnéticas que parecen vivir de modo natural.

Buscador sonrió, como un lobo.

—Son nuestros aliados.

Alvin habló a su espalda.

—Y los necesitamos desesperadamente.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Cley.

—Porque no lo sabía, no del todo. El conocimiento… —La voz de Alvin, normalmente fuerte, se apagó. Parecía más cansado y pensativo que antes—. No, no fue el conocimiento. Descarté el testimonio de Vanamonde cuando nos habló de esos seres magnéticos. Nuestro Guardián de los Archivos dijo que no existían. Después de todo, no había ninguna referencia en ninguna parte. —Sonrió débilmente—. Ahora somos más sabios. La leyenda dice que la arrogancia de Diaspar es tan grande como sus verdades.

—¿Los humanos lograron atrapar de algún modo a una de esas criaturas magnéticas? —preguntó Cley lentamente.

Alvin se acomodó en una rama inclinada, los hombros hundidos.

—Los humanos intentan abarcar más de lo que pueden coger.

—¿La Mente Loca escapó?

Él asintió.

—Y de algún modo, gracias a sus asociaciones con los humanos, aprendió a ejecutar hazañas que ningún otro ser magnético conocía. Destrozó enormes territorios, masacrando estructuras magnéticas.

—Hasta que alguien volvió a atraparla. ¿Esa civilización galáctica de la que no dejo de oír hablar?

La charla era inquietante. Encendió un pequeño fuego para cocinar la cena.

—La civilización galáctica fue majestuosa —dijo Alvin—. Creó las mentalidades puras como Vanamonde, basándose en los seres magnéticos. —Alvin parecía dolorido—. Buscador, ¿qué piensas de la civilización galáctica?

—Creo que sería una buena idea —respondió Buscador en voz muy baja.

—¡Pero si existe!

—¿De veras? Sigues mirando las partes…, esta o aquella especie o filo, de carne o magnético. Considera el conjunto.

—¿El conjunto de qué? El Imperio abandonó nuestro universo conocido, dejando…

—Dejando espacio para que crecieran nuevas formas. Muy amables, diría yo. Desde luego, no fue ninguna tragedia.

Alvin frunció el ceño.

—Para los humanos lo fue. Nosotros…

Cley dejó de escuchar, refugiándose en los rituales familiares de la cocina. Suponía que había algo en la mente humana que agradecía la tranquilidad de la repetición. Alvin seguía hablando, explicando facetas de ciencias que ella ni siquiera podía identificar, pero le dejó continuar. El hombre estaba preocupado, aferrándose a su propia imagen de lo que significaba la acción humana. Era mejor dejar que su torrente de palabras disipara su frustración, pues ése era el más antiguo de los consuelos humanos. Cley cocinó tres grandes serpientes, cubiertas de una negra costra de especias, y le ofreció una.

Alvin ni siquiera mostró vacilación.

—Una costumbre curiosa —recalcó, después de morder un gran trozo amarillo cuyo sabor sazonó el aire—. Un procedimiento tan simple proporciona el poder de la carne.

—¿Nunca has cocinado antes?

—Nuestras máquinas se encargan de eso.

—¿Cómo pueden saber las máquinas lo que sabe bien?

—Tienen algo mejor: buen gusto.

—¡Ja!

Alvin pareció ofendido.

—Diaspar tiene programas preparados por los más grandes chefs.

—Preferiría agitar las brasas y atender la carne yo misma.

—¿No te fías de las máquinas?

—Sólo lo necesario.

—Pero fue una subespecie ur-humana la que nos puso en el camino de la tecnología.

Ella escupió un trozo de cartílago.

—Todo tiene sus límites. ¿Crees que la tecnología ha hecho mucho por ti?

Alvin pareció perplejo.

—Nos mantenía vivos.

—Os mantenía dentro de una botella, como piezas de museo. Sólo que nadie acudió a veros.

Alvin frunció el ceño.

—Y yo escapé.

A Cley le gustaba la forma en que la llama de la hoguera daba sabor a la comida y calentaba el aire, envolviéndolos en un velo perfumado. Algo profundamente humano respondió a la fragancia y el olor a humo. Tocó a Alvin, suavizó su rostro. Buscador olisqueó el humo, lamiendo el aire.

—¿Nunca te has preguntado por qué no fue nadie a visitar el museo?

Alvin pareció sorprendido.

—Pues no.

—Tal vez estaban demasiado ocupados haciendo otras cosas.

—¿Ahí fuera?

Cley pudo ver que no importaba lo inteligentes que fueran los supras, también tenían valores y asociaciones virtualmente soldadas dentro de ellos.

—Claro. Mira eso. —Señaló el cuenco transparente encima de ellos, donde Jove giraba como un enorme fuego artificial viviente—. Y dime que la vieja y reseca Tierra fue una idea mejor.

Alvin no dijo nada durante largo rato.

—Ya veo. Yo creía que el destino humano giraba sobre el eje de Diaspar.

—Lo hacía —dijo Buscador. Alvin se retorció como si algo lo hubiera pinchado. Cley sospechó que había olvidado que Buscador estaba allí—. Pero ésa es sólo una historia parcial.

Alvin miró a Buscador de forma penetrante.

—Hace tiempo que sospecho que representas algo… desconocido. He interrogado intensamente a los archivos de Diaspar en lo referido a tu especie. Evolucionasteis durante una época en que los humanos eran relativamente poco ambiciosos.

—Se habían causado un gran daño a sí mismos —dijo Buscador suavemente—. El remordimiento los pudo. Pero sólo durante algún tiempo.

Alvin asintió.

—Con todo, nuestros archivos no muestran una inteligencia tan elevada como la tuya.

—Sigues pensando en tendencias encerradas en individuos, en especies —dijo Buscador.

—Bueno, claro. Eso casi define a la especie.

—¿Y si una tendencia es compartida por muchas especies simultáneamente? —preguntó Buscador.

Alvin sacudió la cabeza.

—¿Por telepatía, como en Lys?

—O algo más avanzado.

—Bueno, eso podría alterar la característica de la inteligencia, seguro. —El rostro de Alvin asumió su preciso tono de bibliotecario, las mejillas huecas como si se contrajera hacia dentro—. Me pregunto si esos talentos podrían surgir de modo natural.

—Así es —dijo Buscador—. Soy miembro de un sistema superior. Igual que vosotros, pero no os comunicáis bien…, una característica típica de las inteligencias primitivas.

La boca de Alvin formó una curva airada.

—La gente parece considerar que hablo muy claro.

—La gente sí.

Alvin sonrió, envarado.

—Nosotros os recreamos, os hicimos a partir de la Biblioteca de la Vida. A veces creo que nos equivocamos.

—¡Oh, no! —ladró Buscador alegremente—. Fue vuestra mejor idea.

—Los archivos dicen que sólo erais apropiados para la Tierra.

—Se equivocan.

—Eso explicaría por qué os movéis con tanta facilidad por el espacio.

—No del todo. —Los ojos de Buscador bailaban alegremente.

—¿Tienes otras conexiones?

—Con todo. ¿Vosotros no?

Alvin se encogió de hombros, incómodo.

—Yo no lo pienso así.

—Entonces no pienses tanto.

Cley se echó a reír, pero en el fondo de su mente un creciente grito llamó su atención.

—Algo-Buscador asintió.

—Sí.

Ella sintió a los supras de Lys, y Seranis no era más que una voz entre muchas otras voces en cascada.

Formaban tensos enlaces, algunos en sus naves, otros en este Leviatán, otros dispersos entre Jonases y Leviatanes y las algas vivientes del sistema Jove.

—¿A qué velocidad se acerca? —preguntó Alvin. El ambiente de relajación quedó roto, sus dudas momentáneamente resueltas. Ahora no era más que fría eficiencia.

—No lo sé. —Cley frunció el ceño—. Hay refracciones… ¿Es posible que la Mente Loca pueda moverse más rápido que la luz?

—Ése no es más que uno de sus logros —dijo Alvin, la preocupación arrugando su frente—. Los humanos lo conseguimos hace mucho tiempo, pero sólo para pequeños volúmenes, naves. La Mente Loca estaba limitada, igual que los seres magnéticos. Su existencia implica que en enlace de los campos naturales magnéticos avance lentamente por la galaxia. Nada tan grande puede moverse más rápido que la luz. O eso creíamos.

—Es así como la Mente Loca consiguió escapar del sol negro, ¿verdad? —preguntó Cley. En su mente captó débiles gritos de alarma.

—Usó el vacío cuántico —dijo Alvin. Sus mejillas volvieron a hundirse con un tono de alivio. La oportunidad de sentirse seguro en su conocimiento, supuso Cley.

Alvin se inclinó hacia delante, los ojos tiernos mientras contemplaba la hoguera moribunda.

—De media, el espacio vacío tiene energía cero.

Pero al contener un volumen con una esfera de magma conductor, la Mente Loca impidió la creación de olas con longitud de onda más grande que ese volumen. La ausencia de esas olas dio al vacío una red de energía negativa, y permitieron la formación de un agujero de gusano en el espacio-tiempo. Todos esos procesos son gobernados por probabilidades que requieren un gran cálculo. La Mente Loca se escabulló a través de ese agujero.

—Y llegó a nuestro sistema solar —concluyó Cley.

—Ninguna mente magnética había hecho eso —dijo Alvin—. Escapó de la prisión del tiempo…, ni siquiera el Imperio previo una hazaña de tal magnitud.

—¿Coincidencia, Alvin? —susurró Buscador. Era la primera vez que Cley oía a Buscador emplear su nombre. Había cierto tono de piedad en la voz de la bestia, o así lo interpretó ella.

Alvin alzó la cabeza. Miró receloso a Buscador.

—También se nos ocurrió esa idea. ¿Por qué iba a emerger ahora la Mente Loca?

—¿Justo cuando volvéis a liberaros de la Tierra? —preguntó Cley.

—Exactamente —dijo Alvin—. Estudiamos toda la evidencia física. Observamos el rastro de daños que ha dejado la Mente Loca mientras abandonaba el centro galáctico. —Vaciló—. E hicimos una suposición.

—Fuiste tú —dijo Buscador.

Los ojos de Alvin se apartaron del fuego, como si buscara refugio en la penumbra que los rodeaba.

—Tal vez. Yo encontré a Vanamonde. ¡La alegría de Vanamonde al ser descubierto fue tan grande! Eso envió latigazos magnetosónicos a través de las espirales de un brazo galáctico. Y alcanzaron a la Mente Loca en su jaula. Ver que sus antiguos enemigos volvían a reunirse la llenó de furia, una malicia tan fuerte que hizo un esfuerzo supremo, y forzó su salida.

Permanecieron en silencio durante un largo instante. Los oscuros recovecos del Leviatán no quedaban al descubierto por la distante promesa de las estrellas.

—No lo sabías —dijo Cley por fin—. Toda la sabiduría de Diaspar no te advirtió.

Alvin sonrió sin alegría.

—Pero lo hice igualmente.

—Ese Imperio debería haberse preocupado en crear una jaula que aguantase.

Alvin sacudió la cabeza.

—No hay nada mejor en este espacio-tiempo.

—Bueno, maldición, al menos no tendrían que haber dejado un problema así para que lo resolviéramos nosotros.

Buscador alzó el hocico, como si escuchara algo distante.

—Lo que debieron haber hecho ya no tiene importancia —dijo—. El problema ha llegado.