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LOS CONTINENTES VIVOS

Trazaron un arco hacia las estrellas.

El sistema solar original era un reino hostil, donde todos los mundos, menos la Tierra, oscilaban entre lo muerto y lo asesino. Entonces se produjo la fabulosa remodelación, que duró eones. La Tierra pasó a ser el hijo más cercano al Sol, Venus el siguiente, y luego Marte. Todos eran ahora jardines en flor.

Más allá de Marte se encontraba el auténtico centro del sistema solar, el complejo Jove. Su gigantesco núcleo fue una vez el planeta Júpiter. El hinchado superplaneta que ahora se hallaba en el centro de Jove brillaba con un débil tono infrarrojo propio. Había engordado engullendo la masa de los antiguos Urano y Neptuno. La colisión de esos mundos fue uno de los hechos más espectaculares de la historia humana, aunque se remontaba tanto en el pasado que apenas quedaban registros, ni siquiera en Diaspar.

Después de que su profunda atmósfera se hubiera calmado, el firme brillo del hinchado Júpiter calentó las heladas extensiones de sus lunas. Entonces Saturno, que giraba en torno a Júpiter, fue despojado de gran parte de su masa. Este brillante botín fue repartido entre las antiguas lunas. Un encogido Saturno cubierto de fríos océanos azules orbitaba ahora alrededor de Júpiter. Después de toda esta prodigiosa obra de ingeniería orbital, los anillos saturmanos fueron reemplazados, y ahora eran exactamente iguales que los originales.

La roca fundida de Mercurio llegó entonces, arrancada de la órbita inmediata al Sol por innumerables bailes cinemáticos. La luz licuada de Saturno inundó las duras llanuras de Mercurio durante un millar de años, y ahora el antiguo mundo estéril también giraba en torno a Júpiter, rebosante de un extraño aire anaranjado y rosa.

Todo esto sucedió a través de diestros encuentros gravitacionales que consumieron milenios. Cuidadosamente sintonizados, cada mundo albergaba ahora vida, aunque de formas diferentes. El sistema Jove gravitaba ahora en el borde de la zona de vida del Sol, y Júpiter añadía el brillo suficiente para hacer útil toda la masa de los antiguos planetas gigantescos y gaseosos. Más allá de Jove sólo se encontraban las órbitas de peñascos y hielo, y más allá, los cometas en cultivo.

Cley contempló expectante la aproximación al sistema Jove. A su alrededor el Leviatán crecía de nuevo, pero el fervor primaveral de su renovación no alegraba su estado de ánimo. Buscador no ofrecía mucha ayuda; dormía con frecuencia y no parecía preocupado por el inminente conflicto. Para distraerse, Cley miraba a través de las ampollas transparentes, intentando imaginar los misterios que se desplegaban ante ella.

Tuvo que vencer un hábito de pensamiento común a toda la vida planetaria. El espacio no era simple vacío, sino la suma de energía, materia y espacio. Los planetas, en contraste, eran lugares inconvenientes, importantes sobre todo porque en sus superficies había comenzado la vida. Después de todo, las atmósferas que no son adecuadas producen polvo, bloquean la luz solar, oxidan los metales, molestan con sus vientos, el calor y el frío. La gravedad obligaba incluso a los habitantes más modestos a utilizar sus cuerpos con el casi exclusivo fin de permanecer de pie. Incluso los mundos sin aire privaban a sus superficies de luz la mitad del tiempo. Y nada era negociable: los planetas daban un día y una noche fijos, gravedad y atmósfera.

En contraste, la luz solar inundaba la calma sin clima del espacio. Láminas endebles podían recolectar energía de alta calidad que no quedaba reducida por el aire. Copas podían sorber de la luz partículas esparcidas por el Sol. Los asteroides ofrecían masa sin la exigente tenaza de la gravedad. De la misma manera que un origen en el mar no significaba que el agua fuera el mejor sitio para la vida posterior, los planetas también se convirtieron inevitablemente en habitáculos secundarios.

La diversidad biológica requiere espacio para la variedad, y el espacio tenía una abundancia de volumen en bruto para ofrecer a los primeros organismos especiales. Éstos desarrollaron pieles duras pero flexibles, livianas y tensas, rebosantes de gases y líquidos internos. La evolución usó sus nuevas geometrías ingrávidas para diseñar alternativas a las tripas y esqueletos de la vida terrestre.

Cley esperaba ver menos formas espaciales a medida que el Leviatán se alejaba del Sol, En cambio, la abundancia y el ritmo de las vidas se multiplicaron. Aunque la luz remitía con el cuadrado de la distancia al Sol, el volumen disponible aumentaba al cubo. La ciega habilidad de la evolución había llenado este nicho con miles de formas. Estiradas, con amplias velas, barrocamente elegantes, revoloteaban en torno al Leviatán.

Sus exploraciones llevaron a Cley a extrañas zonas del Leviatán, a lo largo de lagos poco profundos e incluso un desierto oscuro en forma de cuenco. Encontró un trozo de hielo del tamaño de una colina, cubierto de animales. El Leviatán había capturado el núcleo de este cometa y explotaba sus fluidos con el cuidado de un avaro.

Cley pagó su precio por sus excursiones. Los humanos no se contaban entre las especies privilegiadas desde mucho antes de que Diaspar fuera un sueño. Dos veces evitó por los pelos convertirse en comida de depredadores que parecían matorrales animados. Encontró a Buscador justo donde lo había dejado días antes, y la bestia se ocupó de sus cortes, mordeduras y arañazos.

—¿Por qué me ayudas, Buscador de Pautas? —preguntó mientras la bestia lamía un corte.

Buscador tardó un rato en responder, concentrado en presionar su nariz contra un corte hecho por los matorrales de afiladas hojas. Cuando alzó la cabeza, el corte se había cerrado tan bien que sólo quedaba una señal fina como un cabello.

—Para hacerte más fuerte.

—Bueno, está funcionando. La ingravidez me ha dado músculos que no sabía que tenía.

—No tu cuerpo. Tu talento.

Ella parpadeó bajo la pálida luz amarilla que se filtraba entre las ramas.

—Me preguntaba por qué sigo oyendo cosas. Ese último matorral…

—Captaste su placer-cazador.

—Buena cosa. Fue rápido.

—¿Puedes sentir a algún humano ahora?

—No, no hay… —Frunció el ceño—. Espera, algo… Vaya, es como…

—Supras.

—¿Cómo lo sabes?

—Se acerca el momento.

—¿El momento de qué?

—La lucha.

—No estabas dando solamente oportunidad para que mi talento creciera, ¿verdad? También me llevas a alguna parte.

—A Jove.

—Cierto, pero quiero decir…, oh, ya veo. Ahí es donde todo sucederá.

—Los humanos tienen dificultad para comprender que la Tierra ya no es importante. El centro de la vida es Jove.

—Entonces la Mente Loca tiene que ganar allí.

—Puede que no haya ningún ganador.

—Bueno, yo sé cómo será perder. —Cley trató de no recordar los cuerpos calcinados y masacrados de todas las personas que había amado.

—Resistimos porque no sabemos cómo será perder.

—¿De verdad? Mira, nos aplastó como si fuéramos insectos.

—Para la Mente, lo sois.

—¿Y para ti?

—¿No tienen muchos usos los insectos? Desde mi punto de vista, son más parecidos en las corrientes de la vida que, digamos, otra especie de los cordados.

—¿Cor qué?

—Los que tienen espinas cordadas.

—Bueno, ¿no sois sólo otra especie de vertebrados? —dijo Cley, irritada.

—Cierto. No he dicho que fuera más importante que tú.

—¡Has comparado a los ur-humanos…, a mí, puesto que soy la única que queda, con insectos!

—Sin insectos, pronto no habría humanos.

Exasperada, Cley resopló ruidosamente, haciendo que su pelo revoloteara.

—Los supras pudieron pasarse sin ellos en Diaspar.

—Los supras no son de tu especie.

—¿No son humanos?

—No del todo. —Buscador terminó de atender sus heridas y le dio un afectuoso lametón.

Cley se colocó torpemente la blusa sobre los cortes.

—Tengo que admitir que yo siento lo mismo.

—No pueden ser verdaderos compañeros para ti.

—Son lo único que queda.

—Quizá no, después de lo que hemos hecho.

Cley suspiró.

—Sólo estoy concentrándome para evitar a esa Mente Loca.

—No se preocupará tanto por ti cuando hayas servido.

—¿Servido? ¿Te refieres a que haya luchado?

—Ambas cosas.

Ella sintió un ligero escalofrío surcar su mente. Al principio lo confundió con el trino de los pájaros, pero entonces recordó la sensación de ceguera, el rápido pensamiento, las conversaciones mantenidas a ritmo ciclónico.

—Supras. De camino.

Ahora sintió su presencia como varias notas en el fondo de su mente, pequeñas como ratones y rápidas como abejas.

—¿Qué haremos?

—Nada.

—Se acercan.

—Ya era hora de que lo hicieran.

Buscador señaló el intrincado rizo de luz visible a través de una alta cúpula situada sobre la verde vegetación. Tras las grandes lunas originales de Júpiter orbitaban ahora Mercurio y el encogido Saturno. Cada uno tenía un brillo diferente. Pero estos puntos luminosos flotaban entre pinceladas de magenta brillante y oro viejo: formas de vida más grandes que continentes.

Buscador había descrito algunas con más detalles de lo que Cley podía entender. Todas parecían variaciones complejas de la antigua habilidad de convertir luz y productos químicos en estructuras hermosas. Buscador dio a entender que eran inteligencias completamente distintas de las terrestres, y ella luchó con la idea de que lo que parecían ser enormes jardines pudieran albergar mentes superiores a la suya propia.

Cley se echó hacia atrás y escuchó la charla supra, cada vez más fuerte. No podía distinguir las palabras, pero captaba claramente un fino tono de preocupación y alarma.

Lánguidamente, dormitó, escuchó y pensó. Las manchas de luz que gravitaban en torno al gran disco orbital de Jove le recordaban las algas marinas que se formaban en las costas de la antigua Tierra. Sabía de ellas a través de leyendas tribales, que trataban en gran parte de las duras perspectivas de la vida.

Emparedadas entre capas de suciedad y tierra, incluso aquellas primeras formas de vida habían encontrado una manera de hacer la guerra. ¿Por qué iban las cosas a ser distintas ahora? Alguna alga microscópica había usado, tres mil millones de años antes, la luz solar para escupir agua, liberando oxígeno letal. Envenenaron a sus rivales expulsando gas. La batalla se extendió por las amplias playas que rodeaban a un mar marrón. Las algas victoriosas disfrutaron de su momentáneo triunfo bajo un cielo sonrosado. Pero ese nuevo recurso gaseoso permitió el comienzo de nueva vida más compleja que con el paso del tiempo condujo a las algas al borde de la extinción.

Lo mismo había sucedido en el espacio. La vida planetaria había saltado a aquel reino nuevo y enorme, primero usando simples máquinas, y luego formas de vida creadas deliberadamente. Las máquinas demostraron ser como las primeras algas, que excretaron oxígeno para envenenar a sus vecinos. Una vez que empezó, nada pudo impedir que la diestra mano de Darwin convirtiera a los seres humanos en instrumentos más sutiles. Durante mil millones de años la vida se unió y luchó y aprendió entre el duro vacío y el resplandor de la luz solar.

Con el tiempo, las máquinas espaciales fueron conducidas a nuevos enclaves reducidos, como las primeras algas. Allí fuera, al borde del reino del hielo, las máquinas se unieron finalmente con las plantas para crear criaturas antológicas. Este desesperado compromiso las salvó. Cley había visto a varias entrar en el Leviatán: seres que parecían muebles mohosos o edificios de acero animados.

Algún tiempo atrás, la vida espacial empezó a competir por materiales con las zonas de vida planetaria. Después de todo, la mayor parte de los elementos livianos del sistema solar se encontraban en los planetas exteriores y en el núcleo cometario situado más allá de Plutón. En esta competición, los planetas no tenían ninguna esperanza de vencer.

Desde la perspectiva del espacio, pensó Cley, la vida planetaria incluso se parecía a aquellas algas: plana, atrapada en una fina cuña de aire, inconsciente de los enormes espacios que se extendían más allá. Y ahora las algas sobrevivían sólo en oscuros enclaves de la Tierra, acobardadas ante la carnicería del oxígeno.

En el plazo de mil millones de años, la vida planetaria lo había hecho mejor que las algas. Lentamente, las biosferas planetarias forjaron conexiones con la vida espacial a través de gigantescas bestias como la Noria, el Jonás, el Leviatán.

¿Pero se trataba sólo de una pausa momentánea, un trato temporal antes de que los planetas se volvieran completamente irrelevantes?

¿O (el pensamiento golpeó a Cley con fuerza) acaso ya lo eran?