Esperaron a que terminara el ataque. Las columnas de humo se fueron haciendo más escasas a medida que el Leviatán sanaba sus roturas internas, conteniendo el torrente de aire. Los tiburones del cielo restantes revolotearon con amenazante tranquilidad sobre la piel del Leviatán, pero no volvieron a abalanzarse contra él. No prestaron atención a los periódicos anillos de vida vegetal del centro del Leviatán. Al parecer, aquellos gruesos desarrollos tenían veneno u otras defensas, y quedaron allí para extender sus correosas hojas al sol, ajenos al asalto al cuerpo del Leviatán.
Los tiburones se alimentaron primero de los despojos. Luego sintieron a Cley y Buscador y se cernieron sobre ellos. Abrieron las bocas, mostrando sus afilados dientes azules. Cley sintió ominosas y silenciosas presencias en su mente, como la súbita presión de un vaso helado contra el rostro.
—Ódialos —dijo Buscador.
—¿Cómo?
—Que los odies. Eso nos protegerá.
—Yo…
—Ahora.
Ella dejó escapar parte de sus emociones contenidas, dándoles la forma de una afilada lanza arrojada directamente contra el tiburón más cercano. Esta vez sintió la transmisión como una brillante chispa de violento color anaranjado. El tiburón del cielo se agitó, se dio la vuelta y huyó.
—Bien. Hazlo cada vez que se acerque uno.
—¿Por qué no se libra de ellos el Leviatán de esta forma?
—En manada, se defienden de las pautas de pensamiento del Leviatán. Pero les cuesta mucho, pues no son muy inteligentes. Cuando se nutren en la vida indefensa expulsada al exterior, ese modo de defensa se desconecta.
Los tiburones del cielo se alejaban ya del Leviatán, rebosantes de las criaturas y plantas que habían caído al espacio. Sus cuerpos angulosos estaban hinchados, y sus vientres aún se agitaban con los inútiles esfuerzos del banquete que habían ingerido. A proa y a popa, desplegaron apéndices. Las antenas parabólicas florecieron y empezaron a escrutar con vigilancia paciente y metronómica. Cley sospechó que había especies que se nutrían de estos estilizados cazadores, aunque al contemplar su voraz apetito no pudo imaginar cómo podían ser vulnerables.
—¿Entonces crees que vinieron a por nosotros?
—Rara vez asaltan a un Leviatán: las pérdidas son demasiado grandes. Normalmente es una táctica desesperada, cuando las demás presas son escasas.
—Bueno, tal vez haya sido un mal año.
—No se los veía famélicos. No, los dirigieron para que hicieran esto.
—¿La Mente Loca?
—Debe de ser eso.
Cley sintió una helada aprensión.
—Entonces sabe dónde estoy.
—Sospecho que está sondeando, intentando todas las ideas que se le ocurren.
—Ha matado a un montón de criaturas al hacer esto.
—No le importa.
La irregular burbuja donde se hallaban se estaba empezando, a nublar a causa de la humedad. Cley frotó la superficie para ver mejor, olvidando a los tiburones del cielo y preguntándose cómo podrían sobrevivir allí mucho tiempo, con Mente Loca o sin ella. Buscador no parecía preocupado. Extendió sus cuartos traseros, adoptando la postura que quería decir que pretendía excretar.
—¡Buscador! Ahora no —dijo Cley.
—Pero si tengo que hacerlo.
—Mira, vamos a asfixiarnos aquí a menos que…
Buscador pedorreó ruidosamente y dirigió un fino chorro directamente contra la pared más cercana.
—Inspira profundamente —dijo.
Cley notó un ligero olor, y entonces sus oídos zumbaron. El excremento de Buscador había abierto un pequeño agujero en la protección. El vacío sorbió el guano marrón.
Cley se agarró a la pared más cercana mientras la brisa le tiraba del pelo. El miedo la inundó y tomó aire ansiosamente, al descubrir que le faltaba. En la pared opuesta un pequeño agujero aullaba en protesta, como una banshee. La pared se disparó hacia ella. Cley la golpeó, rebotó en medio del repentino frío. La velluda piel de Buscador llenó bruscamente su cara y se agarró a ella como pudo.
Habría exigido una explicación, pero eso habría requerido aire. Buscador saltó, llevándola consigo con musculosa agilidad. Cley sintió que le atravesaban los oídos con un par de dagas. Buscador clavó las garras en las paredes, hasta conseguir que los dos quedaran acurrucados en una esquina. Cley se debatió para ver qué sucedía.
El aire al escapar formaba un cohete fino y aullante, que los impulsaba de vuelta al Leviatán. Alcanzaron su sombra.
Cley vio una amplia herida en la piel. Una pálida membrana rosada surgía de sus bordes. El agujero parecía un ojo que se cerrara majestuosamente, herido y pintado de rojo. Se dirigían hacia la estrecha abertura.
Buscador se agitó. Esto alteró momentáneamente la dirección del aire expulsado. Entonces golpeó la pared opuesta y el chorro volvió a brotar. La corrección del rumbo los llevó directamente a través del iris de la abertura que ya se cerraba.
Golpearon un helecho grande y suave, y rebotaron en una confusa red de ramas. La membrana rosada se cerró tras ellos, suturando la grieta.
Cley ya no podía contener la respiración más tiempo. Exhaló, tosió y absorbió el aire escaso, pero cálido. Respiró ansiosamente, parpadeando.
A su alrededor dieron comienzo los pequeños movimientos y acciones escurridizas. El Leviatán ya había empezado a revivir.
—¿Cómo…, cómo has podido hacer eso?
—Un simple problema de dinámica —bostezó Buscador.
Vivieron durante dos días en las cámaras segmentadas de esta zona. Ejércitos de pequeños obreros parecidos a insectos lo recorrían todo, colocando parches y reparando. La membrana rosa se espesó lo suficiente para mantener el aire, pero permitía pasar rayos de luz que aceleraron el crecimiento de las plantas. Cley encontró comida y descansó, mientras contemplaba la multitud de presurosos obreros. A través de la membrana transparente, pudo ver la vida espacial en el exterior, y por fin comprendió su papel.
Las pequeñas formas reptantes curaban la piel herida con sus pegajosas deposiciones. Otras criaturas parecían traer materiales desde partes lejanas del Leviatán. Extrañas criaturas oblongas acudían desde lugares distantes, con bolsas de fluidos y grandes semillas.
Cley comprendió lentamente el significado del Leviatán, sus misterios entrelazados. El cadáver de un tiburón del cielo, consumido por sus propios fuegos internos, se convirtió en alimento para el crecimiento de miles de plantas. Los ejércitos que distribuían partes del tiburón no mostraban malicia o furia vegetativa cuando rompieron el cuerpo en pedazos, deteniéndose a veces para tomar un bocado. Mostraban interés por su tarea, nada más.
Aunque muchas partes podían ser reparadas, estaba claro que la gran criatura-mundo estaba malherida. Grandes abismos se abrían donde los tiburones del cielo habían roto zonas cerradas de presión, esparciendo su contenido. Regiones enteras mostraban el gris de la muerte. El hedor de los cadáveres hizo que Cley y Buscador se apartaran de las plantaciones antaño tranquilas de gruesas higueras.
Pero el verdadero signo del enorme daño llegó cuando Cley sintió la fuerza que la arrastraba hacia las capas de proa.
—Nos movemos —dijo.
—Debemos hacerlo. —Buscador estaba escogiendo cuidadosamente las zarzas de un hermoso montón de bayas rojas. Aseguraba que las espinas eran muy sabrosas, mientras que las bayas eran venenosas: la planta era una maestra del engaño.
—¿Adónde vamos?
—A Jove. Las cosas se aceleran.
—¿Está muriendo el Leviatán?
—No, pero su dolor es grande. Busca socorro.
—¿De ese Jove?
—No, aunque gasta sus fluidos para llevarnos allí. Puede recibir la ayuda de sus muchos amigos mientras viajamos.
—¿Nosotros? ¿Tan importantes somos?
Como Buscador no dijo nada, Cley se marchó. Después de perderse tres veces, encontró una burbuja transparente que permitía una visión de la popa.
Largas nubes coralinas surgían del Leviatán. Brotaban de una especie de verrugas que Cley estaba segura de no haber visto antes. Habían crecido con sorprendente velocidad, y de algún modo estaban unidas a un sistema químico que se alimentaba a su vez de la química interna del Leviatán. Sintió cosquillas en la nariz ante el olor del perióxido, y el trueno de firmes detonaciones hacía que los árboles cercanos temblaran.
Mientras la inmensa mole aceleraba, Cley pudo sentir grupos de seres soltarse y marcharse.
Parecía que algunas especies abandonaban la nave, sintiendo tal vez que las esperaba algún peligro. Desplegaron amplias alas plateadas que reflejaban imágenes del Sol cada vez más lejano. Otras tenían velas completamente negras, y Cley supuso que debían de ser la presa natural de los tiburones del cielo. Los reflejos llamarían la atención, y por eso estas extrañas criaturas desplegaban alas en forma de paracaídas que absorbían la luz solar, y luego se plegaban para soltar el calor acumulado a través de amplias aspas refrigerantes.
Tales adaptaciones conducían a todo tipo imaginable de superficies. Criaturas parecidas a pinturas abstractas eran aquí posibles, donde la gravedad no tenía influencia alguna en las presiones de la evolución. Sus puntales, placas, tubos y cubiertas hacían uso de todas las ventajas geométricas. Ejes aparentemente frágiles como el tallo de una flor servían para hacer girar enormes planos y velas. Venas transparentes llevaban fluidos verdes y marfil.
Sin embargo, mientras aquellas criaturas abandonaban el gigante herido, llegaban otras. Grandes pliegues se acercaron para reunirse con el Leviatán, cosas que a Cley le parecieron simples conjuntos de palillos de dientes verdes. Sin embargo, estos extraños seres desaceleraron, se unieron al Leviatán y soltaron su carga. Cley comprendió que el Leviatán desempeñaba un papel que no tenía ninguna analogía humana fácil. Deambulaba entre los mundos, aunque no era una simple nave. Flotas de vida espacial intercambiaban alimento y semillas, y sin duda muchas más cosas, interceptando la órbita del Leviatán, entregando bagatelas biológicas, y luego regresando a las negras profundidades donde vivían. El Leviatán era a la vez embajador, casamentera, grandes almacenes y director de funeraria, y también otras muchas cosas inimaginables.
Sin embargo, la enorme bestia estaba profundamente dañada, y una febril nota de ansiedad cubría el aire alrededor de Cley. Se apartó del espectáculo que podía contemplar desde las zonas de popa y apenas tuvo tiempo de ver un pequeño disco rojizo. Entonces los pelos de su cuello se erizaron, y se volvió, sabiendo de antemano lo que vería detrás.
Tú me has traído esto, dijo el capitán.
Se alzaba sobre ella. Sus componentes zumbaban, como llenos de energía reprimida, dando a la estirada forma humana la apariencia de una estatua convulsa iluminada a retazos, como las sombras de los árboles sacudidas por la brisa.
—Ni siquiera sabía que existieran los tiburones del cielo. Tienes que comprender que yo…
Comprendo mucho. Pero carezco de tolerancia.
Cley ansiaba escapar. ¿Pero cómo podría eludir este furioso y veloz enjambre? Era mejor seguir hablando.
—Venir aquí no fue idea mía.
La alargada forma humana se abultó. Su brazo izquierdo se mezcló con el cuerpo. Cley sintió una enorme amenaza detrás de aquellos movimientos, subrayada por rayos de furia que atravesaban la pastosa voz-talento del capitán.
Ni mía. Me desharé de ti.
—Me marcharé en cuanto pueda.
La Mente Loca envía sus tentáculos a todas partes. Me hicieron esto.
—¿Crees que puede encontrarme?
La forma cambiante alzó sus piernas y las unió al cuerpo, como si sus componentes tuvieran que acercarse para reflexionar sobre este tema.
Pronto, sí. Me sondea.
—¿Cuánto tiempo me queda?
Ya te habría localizado, si no se le opusiera otra habilidad similar. No puedo predecir el estallido de colisiones tan grandes.
Cley intentó obligarse a considerar a esta cosa como una comunidad de partes, no sólo un organismo. Pero la nube móvil se esforzaba tanto en parecer humana que producía en ella preocupantes y atávicos temores. Y se preguntó si también ésa era su intención.
—¿Qué otra «habilidad»? ¿Otra mente magnética?
Similar en poder. Vive en los dobleces de los campos. Se llama Vanamonde.
—¿Es peligrosa para ti? —A su pesar, Cley se mantenía apartada de la nube cambiante. Decidió permanecer de pie en la leve pseudogravedad de la aceleración del Leviatán, para no mostrar ningún signo de su miedo interno. ¿Pero cuánto podía detectar el capitán en sus desprotegidos pensamientos?
No lo sé. Desprecio todas las invenciones humanas.
Esto la hizo olvidar su aprensión.
—Vanamonde…, ¿nosotros lo creamos?
De forma típicamente humana, como correctivo a vuestro anterior error, la Mente Loca.
—Mira, incluso los Leviatanes deben de cometer errores —dijo Cley, mareada.
Los nuestros no permanecen, atrapados en el lazo de los campos magnéticos, mientras la galaxia gira una y otra vez. Nuestros errores mueren.
La nube-capitán zumbó y se sacudió, agitada. Su cabeza se alzó, su boca se abrió como un agujero de bala que ocupara toda la cabeza, de forma que Cley pudo ver la vegetación de detrás. Oleadas de furia recorrían el torso.
—Así que construimos las cosas para que duren —dijo Cley, con desdén. No iba a dejar que esta bruma parlante la intimidara—. No se nos puede reprochar, ¿verdad?
¿Por qué no?
—Nosotros no duramos. Los ur-humanos, al menos. Nuestras creaciones tienen que vivir por nosotros.
Ni deberíais durar. El tiempo honró una vez a tu especie. Ahora os arrastra en su estela.
A pesar de su temor, esto irritó a Cley.
—¿Ah, sí? Pareces muy asustado de las cosas que hacemos.
El capitán perdió por completo su forma humana, explotando en el aire como metralla. Sus componentes zumbaron enfurecidos alrededor de Cley. Ella permaneció absolutamente inmóvil, recordando la ocasión en que en la Tierra cerró su nariz contra una nube. Pero eso no serviría de nada aquí. Miró hacia delante y mantuvo la mente lo más firme que pudo. Su cerebro podría ser pequeño y limitado, pero no iba a dar ninguna satisfacción a aquella nube enloquecida. Los componentes del capitán revolotearon a su alrededor como un abrazo húmedo, insistentes, pegajosos, repulsivos. Voces diminutas chillaban y aullaban en su mente y cubrirse los oídos con las manos no servía para nada.
—Continúa amablemente tu tarea —dijo una voz. Era Buscador.
Cley dio un respingo, sorprendida por la suave calidad del sonido, casi líquido. Buscador colgaba de un árbol, agarrado por una mano, y contemplaba el centro de la nube.
—Ahora —añadió.
Los componentes se asentaron, girando en un ciclón alrededor de Buscador y Cley, pero manteniendo una respetuosa distancia.
¡Sufro una agonía por vosotros!
—Como debe ser, pues para eso existes —replicó Buscador.
¡Marchaos!
—A su debido tiempo.
Con eso, los componentes se dispersaron, como si los esperaran innumerables tareas. Cley sintió una chispa de compasión por los extraños seres y su aún más extraña suma. Suponía que de algún modo también era una antología de seres, y que sus células sufrían en silencio por ella. Pero el capitán era un tipo distinto de ser, más abierto a la alegría y la agonía de una forma que ella no podía expresar, aunque lo sentía profundamente gracias al talento.
—Gracias —susurró con la garganta todavía tensa.
Buscador aterrizó sin problemas cerca de la burbuja transparente.
—Incluso un ser grande puede causar daño en un momento de autopérdida.
—¿Enfadarse es autoperderse? Curioso término.
—Para el Leviatán, el dolor es de una cualidad distinta del que tú puedes sentir. No cree que tú puedas sentir su sacrificio.
Cley no supo qué decir. Había visto el terrible daño, las zonas masacradas, las criaturas que habían muerto mientras su sangre hervía, y cosas peores.
—Mientras tanto, disfruta del panorama —dijo Buscador, con la forma que tenía de cambiar de tema sin darse cuenta.
El disco rojizo era ahora mucho más grande. Era un planeta de mares plateados y continentes marrones cubiertos de nubes.
Mientras se acercaban rápidamente, Cley vio que un círculo colgaba sobre el ecuador, como un cinturón. Parecía alzarse sobre la atmósfera gracias a grandes torres.
Aquellos finos zancos eran como la Noria, pero fijos. Sus centros orbitaban, con los pies plantados en el suelo, mientras su cabeza se unía al gran anillo que circundaba el planeta. Cada torre podía permanecer erecta por sí misma, y quizá lo habían estado alguna vez. Ahora el anillo se unía a los demás, reafirmando el conjunto.
Buscador le dijo que el Leviatán pasaría junto al gran círculo. Desde la distancia, Cley pudo ver compartimientos deslizándose por las torres, conectando la vida espacial a la vida planetaria. Y formas más grandes corrían por el mismo anillo, llevando su carga de la torre más cercana a su eventual destino. Así era como el Leviatán y sus múltiples pasajeros mezclaban sus fortunas con la verde superficie de debajo. Algunas torres se hundían en los mares de plata, mientras que otras lo hacían en la cima de enormes montañas.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Cley.
—Marte —respondió Buscador.
—¿Qué hay de Venus?
Buscador señaló un punto blanquiazul.
—No muy lejos. Ahora no lo necesitamos, así que le dije al capitán que nos trajera cerca de Marte. Ganaremos impulso gracias al planeta, y aceleraremos.
—O nos movemos muy rápido o esos lugares no están muy distanciados.
—Las dos cosas. Todos los mundos antiguos están ahora apiñados en una estrecha zona alrededor del Sol, cada uno manteniéndose a cómoda distancia del fuego.
—Parece mucho mejor que la Tierra.
—Cierto, pues ningún humano lo ha tocado durante más de mil millones de años. Una vez, también fue un desierto.
Cley se negó a creer aquello, pues Marte era una alfombra de ricas convulsiones. Imaginó que sin los supras y sus robots amantes de los desiertos, la Tierra podría haber sido así.
—¿Podemos vivir aquí?
—Debemos pasar de largo. Es demasiado peligroso para nosotros.
Buscador señaló. A lo largo del anillo se retorcían filamentos anaranjados y azules. Subían y bajaban de las torres, como buscando una forma de entrar. Cley pudo distinguir ahora la textura de las torres y con sorpresa vio que eran las mismas capas de madera de la Noria; de hecho, todo el sistema del anillo era como un puente viviente en suspensión, con el contrapeso de Marte en el gran abismo del vacío.
—El rayo —susurró Cley.
—Nos busca.
Ella pudo imaginar las tormentas magnéticas venidas de más allá de Marte, recorriendo el anillo como las olas de un inmenso océano.
—¿Puede dañar el anillo?
—Puede destruir a toda esa enorme criatura, si piensa que estás allí.
—¡La Mente Loca está en todas partes!
—Se extiende, siempre se extiende. Cuando dejamos la Tierra se dirigió al Sol momentáneamente, y con un gran coste. Ahora caza entre los mundos. Busca y sondea e incluso ha aprendido a domar carnadas como los tiburones del cielo.
—Las cosas empeoran muy deprisa.
—Es lo que deseamos —dijo Buscador suavemente.
—¿Eh? ¿Porqué?
—Si se escondiera entre las estrellas, nunca podríamos estar seguros de su muerte.
Cley sacudió la cabeza.
—¿Crees que puedes matarla?
—Yo, no.
—¿Quién puede?
—Todos, o ninguno.