—¿Puedes hablar? —preguntó Buscador, mostrando su preocupación en los ondulantes dibujos de su pelaje y en su barbilla inclinada.
—Creo…, creo que sí. —Cley había dormido durante muchas horas. Cuando revivió, Buscador le sirvió un banquete de bayas, frutas y hojas gruesas y carnosas. Ahora ella intentaba explicar lo que había sentido en la breve colisión de mentes. Como Seranis, el capitán enviaba información con más rapidez y a más profundidad de lo que Cley podía soportar.
—¿No lo sentiste tú también? —preguntó.
—No tengo tu talento.
—¿Qué hizo el capitán después de que me desmayara?
—Se dispersó como una bandada de pájaros al escuchar un disparo.
—Hummm. Tal vez no sabía cómo hablarme sin producir una sobrecarga.
—Tal vez. He visto capitanes antes. Éste era diferente. Ah…
Buscador agarró a una criatura parecida a una rata que pasaba y mordió su gruesa cola.
La rata chilló y siseó, y Buscador la soltó amablemente. Mientras la rata escapaba, mordisqueó la cola.
—Un manjar —explicó—. Producen colas sabrosas para que se deje escapar el resto.
—¿Vivirá?
—En cuestión de días desarrollará otra sabrosa cola.
Buscador chascó la lengua y tendió a Cley el resto de la cola.
—Nada de culo de rata para mí, gracias. Me decías algo sobre el capitán.
—Era extraño.
—¿Cómo?
—Nunca había visto a uno preocupado antes.
Cley se mordió los labios, llena de recuerdos. Había sentido ramalazos de la ansiedad del capitán. Las vibrantes imágenes ya se perdían. Sospechaba que su inteligencia era incapaz de archivar y estructurar por categorías la enorme infusión que había recibido, y por eso lo olvidaba.
—Los supras podrían tratar con él —dijo—. Tiene miedo de la Mente Loca.
Buscador asintió.
—Entonces la Mente ha llegado del todo.
—¿Del todo?
—Todos los componentes unidos.
—Capté algo de eso en el capitán. —Cley frunció el ceño, preocupada, los ojos distantes—. Placas de fino alambre de cobre envueltas en llamas azules…
—¿Dónde?
—En algún lugar ahí fuera. Donde está oscuro y hace frío. Tuve la sensación de que la Mente Loca se extendía a través de estrellas enteras. Soles… como fogatas de campamento.
—Se expande. —Buscador unió sus zarpas, un gesto de amenaza que le hizo, de algún modo, parecer un profesor antiguo.
Cley le contó a Buscador lo que había atisbado. Gran parte era un tapiz de historia redescubierta.
La Mente Loca había sido confinada al pliegue de espacio-tiempo cercano a un gran agujero negro. Sólo la restringente curvatura de ese lugar podía contener a la Mente durante mucho tiempo, cosa que hicieron eones atrás, una hazaña que la humanidad consiguió en colaboración con elementos y seres que Cley ni siquiera podía empezar a describir. Alrededor del agujero negro orbitaba un disco hecho de materia convulsa, convertida en una delgada placa que giraba incesantemente. El borde interior del disco era mordido ferozmente, hasta volverse incandescente, por las tensas zarpas de las enormes pendientes de mareas del agujero negro. La Mente Loca quedó contenida allí por los pliegues y nudos del espacio-tiempo convulso. La materia entraba permanentemente en el disco por su borde exterior, mientras las nubes de polvo e incluso las estrellas eran atraídas por la fricción y los efectos desmenuzantes de la tenaza del agujero negro.
La Mente Loca fue forzada a nadar perpetuamente contra este flujo de materia en el disco. Si éste reducía su velocidad, la Mente habría sido arrastrada por el flujo al borde interior del disco. Allí habría sido absorbida más y más, para caer en espiral hacia el agujero.
Ésa fue la prisión y la tortura de la Mente Loca. No pudo malgastar nada en su pugna por sobrevivir. Y eso fue lo que salvó al resto de la galaxia de su extraña ira.
—Pero escapó —dijo Buscador.
—Se… difuminó. —La extraña palabra brotó en su cabeza, convocada por las imágenes evanescentes del capitán—. Está hecha de campos magnéticos, y éstos se difuminaron a través del disco conductor. Requirió mucho tiempo, pero la Mente lo consiguió.
—¿Dónde estaba el agujero negro? —preguntó Buscador.
—Era el más grande que pudo encontrar la humanidad; el agujero del centro de la galaxia.
Los dos miraron a través de la membrana de presión transparente. El vibrante resplandor de un millón de soles cubría el centro de la galaxia con su majestuosa serenidad. Sin embargo, sabían que en el centro de aquel brillo había una oscuridad total. Diez mil millones de años de progresión galáctica habían alimentado el agujero negro. Las estrellas que se acercaron demasiado fueron destrozadas y absorbidas. Cada sol moribundo se sumaba a la compacta oscuridad, el centro dinámico alrededor del cual giraban cien mil millones de estrellas en danza.
—Entonces, ¿trasladar el sistema solar allí, cerca del centro galáctico, fue parte del esquema para atrapar a la Mente Loca? —susurró Cley.
—Debió de serlo —respondió Buscador.
—¿No habría sido más seguro irse lo más lejos posible?
—Sí. Pero no responsable.
—¿Así que la humanidad trajo el Sol y los planetas aquí como una especie de guardia?
—Ésa es una posibilidad. Puede que nuestra estrella haya sido trasladada aquí para que desafiara a la Mente Loca cuando emergiera.
—¿Cómo podemos hacer eso?
—Con dificultad.
—Dijiste que ésa es una posibilidad. ¿Cuál es la otra?
—Que hemos sido colocados aquí como centinelas, para advertir a los demás.
—¿A quiénes?
—No lo sé.
—Es difícil avisar a alguien cuando no sabes quién puede ser.
—Hay otra posibilidad más.
—¿Cuál?
—Que estemos aquí como sacrificio.
Cley no dijo nada.
—Tal vez, si la Mente Loca encuentra y destruye a sus cautivadores, se sentirá satisfecha —continuó Buscador.
La indiferencia con que Buscador dijo estas palabras dejó helada a Cley.
—¿Qué está pasando aquí?
—Tal vez los supras lo sepan.
—Bien, pues entonces que ellos luchen contra la Mente Loca. Quiero salir de esto.
—No hay salida.
—Bueno, acercarse al Sol no parece muy inteligente. Es ahí donde se acumula la Mente Loca.
Buscador estudió las estrellas, brillantes agujeros prendidos en la noche absoluta.
—Tu talento te hacía demasiado fácilmente localizable en la Tierra. Aquí te mezclas con muchas mentes-voces.
Cley abrió la boca para mostrar su desacuerdo y se detuvo, sintiendo una leve nota resonar en sus pensamientos. Parpadeó. Era una llamada de caza, un sabor que no había borrado el paso de miles de años, como surgido de algún rápido pájaro que surcara el aire de terciopelo, los ojos fijos en la indefensa presa de debajo.
Volvió a mirar el resplandeciente centro de la galaxia. Recortado contra él había formas negras, angulosas y rápidas, que crecían. No eran de metal, como las naves supras, sino verdes, marrones y grises.
—¡Llama al capitán! —dijo.
—Lo he hecho.
Mientras Cley seguía contemplando las estilizadas criaturas que se acercaban, vio que eran más grandes que la vida espacial que conocía hasta ahora, y que era ya demasiado tarde para evitarlas, aunque el Leviatán pudiera haber girado su enorme masa.
Tiburones del cielo, pensó Cley, las palabras manaban de su vocabulario oculto. El término encajaba, aunque no conocía su origen. Las criaturas estaban elegantemente moldeadas para ser veloces, con propulsores para expulsar gases. El impulso lo añadían velas solares, pero el tiburón líder las había plegado al aproximarse, contrayendo las placas plateadas en bolsas situadas en su costado. Parábolas en forma de cuenco a babor y estribor mostraban que tenía desplegado su sentido del radar; también las parábolas se desmoronaron segundos antes de entrar en contacto, salvándose de la refriega.
El primer tiburón del cielo se abalanzó contra el Leviatán sin intentar frenar su trayectoria. Golpeó contra la piel situada delante de la ampolla que contenía a Buscador y Cley, que pudieron ver cómo abría un agujero gigantesco en la piel moteada.
Los tiburones eran grandes, musculosos, poderosos, Cley vio cómo los primeros se zambullían en la parte trasera del Leviatán y se preguntó si se arriesgarían a causar tanto daño solamente para alimentarse. Pero entonces sus oídos zumbaron.
—¡Están rompiendo los sellos!
—Sí —dijo Buscador tranquilamente—. Ésa es su estrategia.
—Pero matarán a todo lo que hay a bordo.
—Penetran unas pocas capas. Esto hace que el aire al salir les lleve a los animales más pequeños.
Cley vio a un tiburón retirarse de la herida que había abierto. El viento nubló las estrellas, la única evidencia de que el aire escapaba. Entonces de la herida surgieron puntos y motas, un géiser de presas indefensas y serpenteantes. El tiburón del cielo las capturó con su boca ancha y rápida, como si las inhalara.
Cley tuvo que recordarse que estas veloces formas y sus movimientos fríos y silenciosos eran de hecho un ataque salvaje, implacable y eficaz. El vacío daba incluso a la muerte un tono de gracia silenciosa. La belleza de la amenaza resplandecía, una cualidad compartida por el oso pardo, el halcón y la serpiente de cascabel.
Los oídos volvieron a zumbarle.
—Si perdemos el aire…
—No lo haremos —dijo Buscador, aunque estaba claramente preocupado y su pelaje trazaba extrañas espirales—. Las membranas se cierran para limitar la pérdida.
—Bien —dijo Cley, insegura. Pero mientras hablaba se levantó el viento, arrastrando consigo un ciclón de hojas secas.
—Esto no debería suceder —anunció Buscador, envarado.
—Mira.
En el exterior, dos tiburones del cielo se cebaban en viejas heridas. El aire había dejado de fluir de ellas, así que las bestias pudieron entrar fácilmente.
Otros se apartaron de las grietas que habían abierto después de unos cuantos bocados sañudos. Recorrieron la ancha piel, buscando otros puntos débiles. En sus colas había cámaras nudosas e hinchadas. Cley vio una llama brillante cuando en ellas se combinaron peróxido de oxígeno y catalasa, produciendo vaharadas y estelas que los hacían avanzar con pericia sobre la arrugada piel marrón.
De las aberturas por las que habían entrado los tiburones brotaban vaharadas de aire. Algunas llevaban consigo animales, y los tiburones los capturaron ansiosamente.
—Los que entraron… deben de estar destrozando estas membranas —dijo Cley—. Rompen las zonas protegidas.
Buscador se debatió contra los vientos cada vez más potentes.
—Una táctica modificada. Aunque los de dentro mueran, sus compañeros se beneficiarán. Es bueno para la especie en general, a pesar del sacrificio de unos cuantos.
—Sí, ¿pero qué vamos a hacer nosotros?
—Ven.
Buscador se puso en marcha y Cley le siguió. Rebotando en los troncos, Buscador se convirtió en una pelota para reducir la atracción de la aullante abertura. Cley le imitó, entornando los ojos contra la lluvia de hojas, corteza y ramas que la asaltaban.
Buscador la condujo por un camino en zigzag bajo la piel del Leviatán. A pesar de los vientos, ella oía los gritos y gemidos de los animales. Una criatura parecida a un gato no consiguió mantener su asidero en una raíz tubular y salió despedida. Una mata triangular con patas pasó junto a Buscador y rebotó en Cley antes de perderse en la bruma de locura.
Llegaron a un sistema parecido a un corazón, con venas y arterias que se extendían en todas direcciones. El viento gemía y se arremolinaba aquí, prometiendo que lo peor estaba aún por venir. Las heridas abiertas tras ellos probablemente eran rasgadas todavía más, evacuando más y más habitantes del Leviatán. Por primera vez, Cley pensó que incluso esta criatura colosal podía morir, cuando sus fluidos y su aire se perdieran sangrando en el espacio.
Corrió tras Buscador. Una nube gris pasó junto a ellos, dirigiéndose a las susurrantes brisas. Cley reconoció el enjambre que componía al capitán, que ahora se agrupaba para defender su nave. Tal vez hubiera más de un capitán, o una tripulación entera de seres-antología. O tal vez la distinción de entidades individuales carecía de sentido.
Por delante había una zona de brillantes superficies transparentes iluminada por vetas fosforescentes. Buscador agarró una porción de la pegajosa materia, que parecía ser una gran membrana donde se depositaba polen. Incluso en el caos de los escombros a la deriva, Cley pudo ver que era parte de una enorme planta. Estaban en la punta de un gran pistilo. Buscador arrancaba un trozo de sus pegajosas paredes. Encima había una amplia cúpula transparente que llevaba la luz al correoso capullo de la planta. Su bulbo interno tenía superficies de espejo que reflejaban la intensa luz solar, iluminando los huecos internos del Leviatán.
Cley vio todo esto de una sola ojeada. Entonces Buscador la colocó en posición en la pared bulbosa, donde sus pies quedaron atrapados en la pegajosa sustancia. Buscador ladró órdenes y Cley las siguió, convirtiendo la dura plancha en una forma piramidal. Buscador pegó los bordes con el adhesivo de la pared. Dobló el último lado, dejándolo dentro de la pirámide. Flotaron hacia el techo transparente, arrastrados por la corriente de los vientos. Buscador se acurrucó en un extremo de la pirámide. Tocó el techo e hizo rápidamente algo a la pared, y salieron al espacio desnudo.
—Esto sólo durará un rato —dijo Buscador.
—Hasta que nos quedemos sin aire.
—Ni siquiera eso.
La ventaja del material de construcción viviente era que crecía junto, animado por un adhesivo, y se volvía más fuerte que ningún sello artificial. La naturaleza amaba lo liso y sin fisuras. Pronto la pirámide aguantó firme y segura.
Se alejaron del Leviatán. Cley esperaba que los tiburones del cielo no se interesaran por ellos, y de hecho los depredadores siguieron mordisqueando ansiosamente las heridas abiertas en la cubierta. Alrededor del Leviatán había un enjambre de escombros. En aquella nube había vida espacial de todos los tipos. Algunos eran depredadores más pequeños que carroñeaban lo que dejaban los tiburones. Otros extendían grandes placas cristalinas para capturar el aire que brotaba de las heridas del Leviatán. Las criaturas más pequeñas se agrupaban en grandes bolsas gaseosas, rebosantes de rara salud. Las lapas se arrastraban lentamente a lo largo de la correosa piel, hacia las grietas. Cuando llegaron a ellas, capturaron los chorros de fluido que manaban irregularmente al vacío.
Para algunos era una buena cosecha. Cley pudo ver la alegría en los excitados movimientos de los escarabajos de finas conchas que mordisqueaban los fragmentos arrancados de antiguos helechos gloriosos.
Las heridas creaban fuentes que disparaban nubes de plantas y animales a una muchedumbre de ansiosos consumidores cuyo apetito aumentaba por el botín que les traían las ráfagas de aire.
—Espero que no les apetezca nuestro sabor —dijo Cley.
Tenía la boca seca y hacía tiempo que había dejado atrás el miedo. Ahora simplemente observaba. Las presiones gigantescas tenían la virtud de volverla pensativa, meditabunda. Esta tendencia fue más efectiva en la supervivencia de los ur-humanos que la agresión directa o los engaños sibilinos, y no la abandonó ahora. El miedo visible habría llamado la atención. Flotaron entre miles de formas de vida espacial, una nave quizá demasiado extraña para alentar un ataque. Incluso los depredadores hambrientos seleccionaban sabiamente la comida que conocían.
—¿Crees que matarán al Leviatán? —preguntó Cley.
—Las montañas no temen a las hormigas.
—¡Pero se están cebando en él!
—No pueden pasar mucho tiempo dentro de la montaña. Para las criaturas del espacio, el aire en plenitud es un veneno rápido.
—¿Oxígeno?
—Dispara el fuego que nos anima. Demasiado y…
Buscador señaló. Ahora manaban columnas de humo de las heridas. Las vaharadas se habían vuelto más pequeñas, pero estaban teñidas de negro.
—Los tiburones pueden comer dentro hasta que el aire haga que su interior arda. —Buscador contempló el espectáculo con interés casi erudito.
—¿Mueren para que otros puedan comer al Leviatán?
—Al parecer. Aunque sospecho que esta conducta tiene también otros propósitos.
—¿Todo este pillaje? Es horrible.
—Sí. Han muerto muchos. Pero no aquéllos para los que fue pensada esta incursión.
—¿De quién hablas?
—De nosotros.