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CORRIGIENDO AL SOL

Los grandes seres se comunican a través de emisarios. Lentas y poderosas oscilaciones empezaron a recorrer el Jonás. Cley vio una burbuja acuosa surgida de la correosa piel del Jonás salir al espacio. Avanzó temblorosa, buscando una definición, y se convirtió en un elipsoide.

—Deprisa —dijo Buscador—. En marcha.

Buscador la arrastró a través de los verdes laberintos. Cuando llegaron a la boca hinchada de lo que parecía una gigantesca raíz hueca, la empujó. Ella tropezó y cayó sobre un parche suave y resistente. Cabellos finos como terciopelo de los que manaba una especie de savia blanca la golpearon. Un brusco sabor carnoso la asaltó. Cley se sintió mareada y advirtió que el aire estaba lleno de vapor que se formaba, se disolvía y se reunía de nuevo en nubes transparentes. Buscador apartó una masa esponjosa del tamaño de un hombre, pero no parecía preocupado. Se produjo un silbido. Gravitaron a través de un estrecho tubo. Las paredes brillaban con una suavidad coralina, y Cley sintió la savia cubrirle los pies y la espalda.

Buscador agarró un plato tembloroso y se lo lanzó como si fuera un disco. La pegajosa sustancia se enroscaba a su alrededor y Buscador golpeó el otro extremo contra un filamento más denso. Ganaron velocidad en un torbellino de luz refractante. Cley aguantó la respiración, asustada por el siseo que los rodeaba.

—¿Qué…? —empezó a decir, pero una fría bola de savia se le metió en la boca. La escupió y sintió a Buscador a su lado mientras el brillo de la pared remitía. El tubo irregular que tenían delante se dobló, se hinchó y salieron disparados al duro resplandor del espacio. El Jonás había exhalado una burbuja elástica. Un envoltorio de savia los cubrió, creando rápidamente una esfera perfecta.

—El Jonás está haciendo el amor al Leviatán —dijo Buscador, sujetándola con firmeza.

—¿Somos semillas?

—Eso le hemos hecho creer, sí.

—¿Qué sucederá si algo intenta penetrarnos?

—Rechazaremos la invitación.

Esa amabilidad parecía dudosa. Se acercaban al amplio bajo vientre moteado, y el Jonás se agitaba detrás. Las motas eran placas de espuma rubí oscuro. El Leviatán tenía al menos diez veces el tamaño del Jonás, lo que daba al acto sexual un aire de comedia. Al aproximarse, Cley sintió un nuevo temor ante su enormidad: la criatura tenía el tamaño de una pequeña montaña.

Esta vez cedieron aceleración a su nuevo anfitrión a través de una telaraña de burbujas que parecieron estallar y volver a formarse mientras seguían avanzando, cada impacto, un pequeño bofetón que hacía que Cley rebotara contra las paredes elásticas de su propia esfera-semilla.

Cuando se detuvieron, una larga aguja taladró habilidosamente su burbuja. La luz de rubí prestaba a todo un aspecto infernal y amenazante. La aguja entró, pareció olisquear, moviendo su aguda punta poderosamente, capaz de perforarlos a ambos. Buscador alzó una pata y orinó directamente encima. La aguja retrocedió y huyó.

—No, gracias —dijo Buscador.

La burbuja estalló, liberándolos.

Buscador volvió a guiarla a través de un deslumbrante laberinto de plantas, siguiendo pistas que ella no podía entender.

—¿Adónde vamos?

—A buscar al capitán.

—¿Alguien guía esto?

—¿No te guía a ti tu cuerpo?

—Bien, ¿adónde va este Leviatán?

—A los mundos exteriores.

—¿Crees que por ahora estamos a salvo aquí?

—No estamos a salvo en ninguna parte. Pero aquí nos esconderemos bien.

—¿Crees que la Mente Loca no sabe dónde estoy? Me ha seguido sin problemas hasta ahora.

—Aquí hay formas mucho más complejas que tú. Camuflarán tu rastro.

—¿Y qué hay de mi talento? ¿No podrá la Mente captar mi «olor»?

—Es posible.

—¡Maldición! Desearía que Seranis no hubiera despertado esta actividad en mí.

—Tuvo que hacerlo.

Cley seguía a Buscador de cerca, esforzándose por mantener su ritmo mientras rebotaban de una pared a otra y se deslizaban por pasadizos curvos, internándose cada vez más en el Leviatán. La observación de Buscador la hizo detenerse un instante, jadeando en el aire dulce y asfixiante.

—¿Tuvo que hacerlo?

—Lo necesitarás. Y el talento requiere tiempo para crecer.

Cley quiso dejar patente su frustración ante la velocidad y la confusión de los hechos, pero sabía que Buscador sólo le dirigiría su salvaje sonrisa. Buscador redujo el paso y contempló un conjunto de grandes y anchas hojas. Parecían unidas a ramas, pero la escala era tan grande que Cley no pudo ver dónde terminaba la gruesa madera oscura. Entre las hojas corrían y saltaban muchas pequeñas criaturas.

Descubrió que sin advertir ninguna transición esta zona había ganado algo de gravedad. Cayó de una rama a otra, se deslizó por una tercera y aterrizó sobre una criatura parecida a un gato. Murió en sus manos, provocando un estertor de culpa. El gato tenía alas y la piel anaranjada. Buscador avanzó por una fina rama, vio al gato-pájaro y con unos cuantos movimientos lo despellejó y arrancó pedazos de carne.

El objetivo de encontrar al capitán quedó olvidado, ya que ambos tenían hambre.

Cley advirtió que este inmenso territorio interior no era una cómoda sala de espera verde para pasajeros. Era un mundo, intacto y con su propio sentido.

Los pasajeros no eran especiales en modo alguno. Tenían que competir para conseguir ventajas y comida. Este punto quedó claro cuando encontraron una gran bestia que yacía en una rama, parcialmente desmembrada. Buscador se detuvo, estudiando pensativo la carcasa destrozada. Cley vio que las marcas en la piel, el morro y los anchos dientes se parecían a los de Buscador.

—¿Tu… especie?

—Tuvimos orígenes comunes.

Cley no pudo interpretar en el rostro de Buscador nada que pareciera tristeza.

—¿Cuántos sois?

—No los suficientes. Aunque el número no significa nada.

—¿Conocías a éste?

—Mezclamos información genética.

—¡Oh! Lo siento, yo…

Buscador dio una patada al cadáver, que atraía ya a una nube de mosquitos carroñeros.

—Era un enemigo.

—¿Después de que os «mezclarais»? Quiero decir…

—Antes y después.

—¿Pero entonces por qué…? Normalmente, nosotros no…

Buscador le dirigió una mirada que combinaba una fiera mueca con una sonrisa picara.

—Nunca pensamos en una cosa cada vez.

—¿Ni siquiera durante el acto sexual? —Cley se echó a reír—. ¿Tienes hijos?

—Dos partos.

—¡Buscador! ¡Eres una hembra! ¡Nunca lo habría imaginado!

—No soy hembra como lo eres tú.

—Bueno, desde luego no eres macho si eres capaz de parir.

—El sexo simple como el tuyo fue una adaptación momentánea.

Cley se echó a reír.

—Buscador, me parece que te has perdido un montón de diversión.

—Los humanos son famosos por su experiencia sexual y sus grandes órganos.

—Hummm. Aceptaré eso como un cumplido.

Un leve movimiento distrajo a Cley. Apartó una rama enorme y vio una forma humana en la lejanía.

—¡Eh! —llamó.

La silueta se dio la vuelta y se marchó.

—¡Eh, alto! Somos amigos.

Pero la sombra se mezcló con las hojas verdes y marrones y desapareció. Cley corrió tras ella. Después de deslizarse por ramas y troncos se detuvo, prestó atención y no oyó más que el suspiro de la brisa y los trinos de pájaros desconocidos.

Buscador la había seguido.

—¿Deseas aparearte?

—¿Eh? No siempre estamos pensando en eso. ¿Es lo que crees? Sólo quería hablar con él.

—No encontrarás a nadie —dijo Buscador.

—¿Quién era? Mira, no era una ilusión, ¿verdad? No era como ésos que mataron a mi tribu y que según Alvin no eran más que imágenes.

—No, ése era el capitán.

Cley sintió un arrebato de orgullo. Los humanos dirigían este lugar.

—Alvin dijo que mi especie había desaparecido, todos menos yo.

—Es verdad.

—¿Entonces ese capitán es de otra especie? ¿Un supra?

—No. Y no creo que quieras de verdad explorar ese tema. Son inmateriales.

—Mira, estoy sola. Si puedo encontrar a cualquier tipo de humano, lo haré.

Buscador echó hacia atrás su enorme cabeza, alzando y bajando las cejas de una forma que Cley encontró vagamente inquietante.

—Tenemos otros objetivos.

—Si no me ayudas, encontraré al capitán yo sola.

—Bien.

Cley no comprendió esta respuesta, pero estaba acostumbrada a las salidas de Buscador. Sonrió, sabiendo lo difícil que sería encontrar a alguien en este lugar.

Buscador no dijo nada más y pareció distraído. Subieron, esforzándose contra la leve gravedad centrípeta, y finalmente llegaron a una ancha pendiente hecha tan sólo de grandes hojas. La luz del Sol fluía fiera y dorada desde un cielo abierto que enmarcaba la Luna cada vez más pequeña. Cley sabía que cuando la Tierra cobró vida, más de cinco mil millones de años antes, empezó envuelta en una membrana de aire y agua, cuyo propósito era corregir el Sol. Enterrada en los bosques de la Tierra, nunca se había molestado en pensar en otros planetas, pero ahora vio que también la Luna había aprendido de la Tierra esta habilidad. Había algo fresco y vibrante en ella, como si no hubiera compartido la larga sequía impuesta por los robots de los supras. Donde antaño marea significaba las oscuras manchas de los flujos volcánicos, ahora auténticos mares lamían las abruptas montañas de picos nevados. Ahora el voraz verde de la Tierra parecía imitar el exuberante desequilibrio de su compañera menor.

Buscador se inclinó y apoyó una oreja contra un tallo púrpura. Mordisqueó las jóvenes raíces que asomaban por la corteza, pero también parecía estar escuchando. Entonces se enderezó.

—Nos dirigimos a Venus.

—¿Qué es eso?

—El segundo planeta a partir del Sol, el que va después de la Tierra.

—¿Podremos vivir allí?

—Espero que la pregunta sea si podremos evitar la muerte.

Con eso, Buscador se quedó dormido, y Cley, temerosa de la jungla, no se aventuró más allá. Vio que la Tierra y la Luna se encogían, planetas gemelos recortados contra el resplandor atemporal de la galaxia.

Supo instintivamente que la Luna no era sólo un invernadero cubierto mantenido en el exterior de manera constante. ¿Quién la atendía, después de todo? Durante largos eones, la humanidad había permanecido encerrada en sus desiertos. No, la riqueza venía de organismos que se adaptaban a un entorno material que a su vez estaba hecho de otros organismos. Imaginar lo contrario (como los antiguos humanos) era ver el mundo como una gama de reglas fijas, como los deportes, estrictos y estáticos. Sin embargo, incluso los planetas tenían que ceder ante la presión de los soles.

El Sol había quemado hidrógeno durante casi cinco mil millones de años antes de que la Tierra desarrollara una especie que pudiera comprender ese simple hecho. El hidrógeno fundido creaba helio, una ceniza gaseosa que se posaba en el núcleo del Sol. El helio se mantiene radiactivo mejor que el hidrógeno y por eso aumenta la temperatura del núcleo. A su vez, el hidrógeno arde más fieramente. El Sol se calienta más. Contrariamente a los fuegos de campamento, los hornos solares arden más cuanta más ceniza tienen.

La vida terrestre había escapado a esta imposición de la física… durante un tiempo. Mucho antes de que surgieran los humanos, una capa de dióxido de carbono ayudó a calentar la Tierra. A medida que el Sol se calentaba, la vida fue reduciendo esa capa para mantener un clima confortable.

Pero el dióxido de carbono era también el medio por el cual la rica energía del hidrógeno en fusión del Sol se transmutaba en materia viva. También era el alimento fundamental para la fotosíntesis. Reducir la capa de dióxido de carbono amenazaba la reacción esencial. Así, poco después de la evolución de los humanos (apenas cien millones de años), el aire tuvo tan poco dióxido de carbono que el reino vegetal peligró.

En ese punto, la vida de la Tierra pudo haber ajustado radicalmente su ritmo químico. Otros planetas habían atravesado esta situación antes y habían sobrevivido. Pero las inteligencias de aquella época, incluyendo los antepasados de Buscador, intervinieron.

Acercar la Tierra al horno solar dispararía la creación de fuegos internos. Esto condujo a las grandes maniobras que reajustaron los planetas, abriéndolos a nuevos usos.

Todo esto yacía enterrado en los polvorientos archivos de Diaspar, y los datos cruzaron la mente de Cley sólo como mitos. Las historias embellecidas que su tribu contaba en torno a las hogueras explicaban esas cosas a través de parábolas y grandiosos relatos. Su especie no era estudiosa en el sentido estricto del término, pero sus habilidades forestales necesitaban mitos y sabiduría, la «sensación» de cómo y por qué las biosferas se unían y alimentaban. Algunos conocimientos estaban incluso insertados en Cley en un nivel de comprensión instintiva.

Así, la belleza envuelta en nubes de los mundos gemelos le hizo contener la respiración, mientras su corazón latía con un amor que era quizá la señal de la verdadera inteligencia. Mientras Buscador seguía durmiendo, ella contempló las motas del aire lunar ascender para encontrarse con otras manchas en un baile lento y grandioso. Otro Jonás se acercaba desde la Tierra. Las motas convergían en él desde órbitas excéntricas alrededor de la Luna. Cley ajustó sus ojos para captar el brillo infrarrojo que anunciaba calor interno, y vio una nube mayor, un destello de bullicio. Las corrientes gravitaban entre la Tierra y la Luna, interminables transacciones de especies. Un arroyo más pequeño se apartó de las órbitas que enlazaban a los gemelos. Se plegó hacia dentro y Cley, protegiéndose con una mano del brillo del Sol, vio que se dirigía hacia un denso enjambre que se agrupaba sobre el mismo Sol.

Sintió a la vez asombro, miedo a la inmensidad y soledad. Deseó que su clan pudiera ver esto, que hubiera otras mentes como la suya para compartir este espectáculo.

Su atención estaba tan centrada en el cielo que no oyó las zarpas acercarse… Pero sí notó el movimiento cuando algo saltó en la leve gravedad.

La forma la atacó por detrás. Ella sólo pudo verla un instante, una cosa negra y roja. Tenía alas como un murciélago y tres ágiles patas que le permitían encogerse como una pelota para descargar su ataque.

Las mandíbulas chasquearon en el aire donde Cley estaba un segundo antes.

Se agachó y saltó a un lado, rebotando en una rama. En vez de escapar hacia el bosque desconocido, donde podía estar esperando una carnada de atacantes, se abalanzó contra la cosa silenciosa y escurridiza.

Ésta no se lo esperaba. Acababa de ver a Buscador y estaba intentando decidir si era una amenaza o un banquete inesperado.

Cley la golpeó. Una pata restalló; la ingravidez crea constituciones frágiles. Había convertido en agujas dos de sus dedos, que habitualmente utilizaba para atender a otras criaturas heridas. Las hundió en las orejas rojas de su atacante, atravesando los grandes pabellones que eran su principal órgano sensor. La criatura se marchó, convertida en un destello lastimero de dolor y furia.

Cley aterrizó en una ancha rama, las manos preparadas. Temblaba con una mezcla de ansiedad y miedo que mil millones de años de selección todavía mantenían como fundamentales para la constitución humana. El follaje respondió a su intensa vigilancia con silenciosa indiferencia.

Buscador se despertó, se desperezó y bostezó.

—¿Más comida?