28
LEVIATÁN

Las criaturas ya estaban atareadas en los compartimientos. Con muchas patas, apenas antologías de palos de ébano y músculos nudosos unidos por cartílagos grises, recogían y apilaban el cargamento en largas procesiones.

Aunque eran rápidas y capaces, Cley sintió que en cierto modo no eran individuos auténticos. No tenían más vida propia que una célula extraída de su propia piel.

Buscador y ella siguieron a la procesión por la portilla principal, la entrada que habían usado en el bosque tan sólo dos horas antes. Salieron flotando en una confusa mezcla de trabajadores parecidos a arañas, paquetes oblongos y pasadizos tubulares que desfilaban en verde profusión.

Cley se sorprendió al ver lo rápidamente que se había ajustado a la extrañeza de la gravedad cero. Como muchas habilidades que parecían naturales una vez aprendidas, como el complejo truco de caminar, los reflejos ingrávidos habían sido «soldados» en su especie. Si se hubiera detenido un momento a reflexionar, esto habría sido otro recordatorio más de que nunca podría representar a los primeros humanos, encadenados al planeta.

Pero no reflexionó. Se lanzó por entre el húmedo aire de los grandes pozos, rebotando con facilidad en las paredes porosas. Las arañas la ignoraron. Varias se le unieron en su prisa mecánica por transportar lo que parecía una especie de árbol invertido. Su exterior era una dura corteza que formaba un contenedor hueco y de gruesas paredes abierto en los extremos. Dentro brotaban finas ramas grises que se reunían en el centro en grandes frutas azules y ondulantes.

Hambrienta, Cley extendió la mano para coger una, pero una araña se lo impidió de una patada. Buscador, sin embargo, cogió sin problemas dos y las arañas pedalearon en el aire para evitarlo. Cley se preguntó qué olor o qué gestos había usado Buscador. La bestia apenas parecía despierta, mucho menos preocupada.

Comieron. El jugo gravitó en gotitas en el aire húmedo. Cañones de luz se perdían en todas direcciones. Cley se agarró a un tubo transparente cercano, tan grande como ella, donde borboteaba un fluido ámbar. Desde este punto de anclaje, pudo orientarse en el confuso cenagal de lanzas marrones, follaje verde, varas grises y protuberancias nudosas. Su árbol-nave gravitó en el abrazo de las finas hojas. Desde el duro vacío del espacio, el árbol parecía haber sido impulsado a través de un pasadizo transparente que Cley pudo ver replegándose ya hacia el guante que los había detenido. Pequeños animales correteaban por los cables retorcidos y las enredaderas, chirriando, canturreando, lanzando visibles pedos amarillos. Por todas partes había animación, una sensación de que nada duraba demasiado tiempo.

—Vamos —dijo Buscador. Se puso en marcha rápidamente y Cley le siguió por un tubo ancho como una boca, color verde oliva. Se sorprendió al descubrir que podía ver a través de las paredes.

La luz del sol se filtraba a través de un dosel encantado. Las nubes se formaban a partir de meros manojillos, creaban gotas, y las ansiosas hojas las sorbían. Cley se entretuvo observando el perpetuo ritmo a cámara lenta de este lugar, hasta que Buscador salió velozmente del túnel para llegar a una gran sala dominada por huecas semiesferas de moho verde. Cley vio que el otro hemisferio era transparente. Dejaba pasar una lanzada de luz amarilla que se reflejaba y refractaba en las profundidades del laberinto viviente que los rodeaba.

Buscador se encaminó hacia la concavidad y se agarró a una planta. Cley rebotó torpemente en el elástico moho, se aferró a un árbol estirado y por fin alcanzó a Buscador, que comía bulbas escarlata que crecían por todas partes. Cley las probó y le gustó el sabor rico y granuloso. Pero su irritación aumentó a medida que su hambre era saciada. Buscador parecía a punto de echarse a dormir cuando le dijo:

—Nos has traído aquí a propósito, ¿verdad?

—Claro. —Buscador parpadeó perezosamente.

—¡Quería encontrar a mi pueblo! —gritó Cley, enfurecida por esta muestra de despreocupación.

—Han desaparecido.

lo dices, el todopoderoso Alvin lo dice, pero yo quiero comprobarlo por mí misma.

—Alvin y los suyos son buenos en unas cuantas cosas. Entre ellas, adquirir información. Creo que su búsqueda fue concienzuda.

—¡Me pasaron por alto!

—Por poco tiempo.

—Dijiste que podría encontrar gente como yo si te seguía.

—Eso creo.

—¡Sigo queriendo comprobarlo!

—El precio de verlo será la muerte —dijo Buscador suavemente.

—Hasta ahora nos ha ido bien.

—Una serie numérica puede tener muchos términos y seguir siendo finita.

—Pero…, pero… —Cley quiso expresar su desazón por haber sido despojada de todo lo que conocía, pero el orgullo la obligó a decir—: Algo en el cielo quiere matarme, ¿no? ¿Y para escapar nos vamos al cielo? ¡Tonterías!

—Veo que estás intranquila. —Buscador cruzó los brazos sobre su vientre, en un gesto que de algún modo implicaba preocupación—. Pero debemos escapar lo más lejos posible.

—¿Por qué?

—Sin mí estarías indefensa.

La boca de Cley se retorció, mezclándose irritación y burla.

—Eso supongo. Aquí arriba. En los bosques estaríamos igualados.

Buscador no dijo nada, y Cley advirtió que estaba siendo diplomático. En verdad, a pesar de toda su experiencia y sus habilidades, Buscador se había movido a través de terrenos diferentes con una seguridad inconsciente y una habilidad que envidiaba.

—¿Adónde vamos entonces?

—Por ahora, a la Luna.

—La… —Ella había supuesto que estaban en la órbita de la Tierra, pero que regresarían en algún punto lejano. Sabía que los supras también iban a otros mundos, pero nunca había oído que su propia especie lo hiciera—. ¿Para qué?

—Debemos movernos hacia fuera y tener cuidado.

—¿Para salvar nuestros pellejos?

—Tu pellejo.

—Supongo que no tienes pellejo, sólo pelo.

—No está buscando mi pelo.

—¿Quién?

Buscador se echó hacia atrás y se acomodó, cruzando sus seis miembros. Empezó a hablar, suave y melodiosamente, de tiempos tan remotos que incluso los nombres de las eras se habían perdido. La gran bestia peluda le contó cómo la humanidad encontró inteligencias superiores ante el golpe infligido a su orgullo. Intentaron crear una mentalidad superior, y su fracaso fue tan grande como su intención. Crearon a la Mente Loca, un ser que no necesitaba inscribir pautas en la materia. Y que resultó maligno sin mesura. Sólo tras una heroica lucha consiguieron capturar y reducir a la Mente Loca. Enjaularla firmemente fue el trabajo de millones de vidas.

Y sin embargo la raza siguió esforzándose, hasta crear una réplica a la Mente Loca llamada Vanamonde. Ambos habitaban en las profundidades del espacio. Pero con ese último acto grandioso la humanidad perdió la luz. Las especies posteriores de humanos se retiraron, dejando que sus máquinas robaran la variedad y el sabor de su mundo, hasta que sólo las luces de Diaspar ardieron en las arenas que un día lo inundarían todo.

—Cobardía —dijo Cley.

—Vano orgullo —replicó Buscador.

—¿Por qué? Eso no tiene sentido.

—¿Creer que los humanos eran la cima de la evolución?

—Oh. Ya veo.

Cley guardó silencio durante la mayor parte del viaje hasta la Luna. Conocía parte de la historia de Buscador, pues era una fábula de su tribu. Pero la Mente Loca era ahora mayor que las montañas, un mito brumoso narrado por los supras. También hablaban de Vanamonde, pero se decía que esa otra entidad igualmente tenue vivía entre los racimos de estrellas y nubes radiantes.

La Luna asomó, verde y exuberante, mientras se acercaban. La leve rotación del Jonás daba un tono tranquilo a los segmentos externos de la gran nave, y Cley se internó con Buscador a través de frondosos laberintos para contemplar su aproximación. El paisaje lunar era una creación irregular de abruptas montañas y colosales cascadas. El contraste había sido formado por los elementos livianos que los cometas lanzaban contra el Sol. Una película de moléculas cubría el aire lunar, conteniéndolo en una densa mezcla de gases. La película tenía agujeros permanentes que permitían acceso a las naves y formas de vida espaciales, y todo era renovado constantemente gracias a la erupción de los volcanes. Este mecanismo capturaba tan bien la leve fuerza gravitatoria de la Luna, que perdía menos aire que la Tierra.

La brillante Luna colgaba casi encima del Sol, y por eso quedó casi cubierta por las sombras cuando el Jonás empezó a maniobrar hacia su cara oculta. Durante un instante, el Sol, la Luna y la Tierra quedaron alineados con perfección geométrica, antes de volver a reemprender sus complicados rumbos. Cley contempló este increíble momento de equilibrio y sintió la paradoja de que mantenían balance y quietud en el corazón de todo el cambio.

—Mira —dijo Buscador—. Tormentas.

Cley contempló el remolino de aire lunar, pero la perturbación se encontraba más allá. En la negrura sobre ambos polos serpenteaban filamentos de brillante color anaranjado.

—Maldición —susurró Cley, como si los filamentos helicoidales pudieran oír—. ¿La Mente Loca?

—Nos busca. Creí que cogería primero cualquier otra cosa.

Buscador señaló con sus orejas lo que parecía espacio vacío alrededor de la Tierra. Describió cómo el campo magnético del planeta es comprimido por los vientos solares y escapa dejando estelas. Cley parpadeó para pasar al ultravioleta y captó el delicado titilar de un gran volumen en torno al planeta. Vio un territorio que jamás había imaginado, un reino dominado por los florecientes campos magnéticos del planeta. Era una pelota brillante, extendida al sol, acariciada por los vientos solares que la trenzaban. Arcadas de adornos momentáneos crecían y morían en la inquieta arquitectura de la magnetosfera, y Cley supo que también eran huellas del paso de la Mente Loca.

—Está buscando allí.

—Examina las bandas del campo magnético —dijo Buscador sombríamente—. Esperaba que sólo nos buscara en ese reino.

—Pero también ha llegado aquí.

—Debe hacerlo.

Cley sintió un escalofrío. Fuerzas inmensas recorrían estos enormes espacios, y ella era una mujer nacida para surcar los silenciosos senderos de los bosques, para atender y plantar y captar el sabor de los vientos susurrantes. Éste no era su sitio.

—¿Puede atravesar la capa de aire? —preguntó.

Buscador señaló simplemente con una oreja el polo sur lunar. Ella pasó al infrarrojo y vio leves nubes de humo bajo la curvatura de la atmósfera. Había chispas anaranjadas.

—Ya ha alcanzado la capa de aire. —Se mordió los labios y casi perdió su asidero en una rama.

—Y puede cazar a voluntad, una vez dentro. Sigue las líneas del campo magnético lunar adonde quiere. —Buscador se soltó sin avisar, pateó una enorme orquídea y se internó en un tubo de conexión.

—¡Eh, espera!

Lo alcanzó en una cúpula elipsoide donde un ejército de arañas negras montaba hileras de contenedores ovales. En la deslumbrante actividad, apenas pudo mantener el ritmo de Buscador. Animales más grandes pasaron junto a ella, algunos tan enormes que eran capaces de aplastarla con un simple aleteo, o de partirla en dos con el pico, pero todos la ignoraron. Un silbido febril resonó por encima de todos los demás ruidos. Buscador se había detenido y descansaba justo bajo la cúpula superior.

—¿Qué podemos hacer ahora? ¿Regresar a la Tierra?

—Pensaba en coger la nave que se acerca.

A través del domo, ella vio una versión menor de su Jonás que se acercaba desde uno de los agujeros abiertos en la capa de aire. Buscador había dicho que el Jonás era uno de los instrumentos de su especie, capturado en un ciclo interminable entre la Tierra y la Luna. El Jonás más pequeño se zambulló en el aire lunar, disfrutando de su diminuta libertad. Cley sintió piedad por aquellas naves vivientes, pero entonces vio algo que le hizo olvidar sus preocupaciones menores. Divisó una gran masa que se acercaba a ellos desde una órbita superior.

—¿Qué…?

—Nos acercamos a un apareamiento momentáneo.

—¿Apareamiento? ¿En pleno vuelo?

—Siempre lo hacen en vuelo.

—Pero… esa cosa, es tan grande…

—Es un Leviatán. Los Jonás son sus crías. Mientras se acerca al Sol, su deseo aumenta, como ha sucedido durante milenios. Nosotros simplemente nos aprovecharemos de la dicha del encuentro.

Mientras la gran masa se deslizaba sin esfuerzo hacia ellos, Cley observó su piel moteada de un verde agrisado, las enmarañadas junglas que alzaba al eterno fulgor nutritivo del Sol.

Cley no pudo dejar de sonreír.

—Creo que prefiero la lujuria en pequeñas dosis.