Se alzaron con sorprendente rapidez. La Noria siguió girando, y su grandioso giro proyectaba grandes sombras sobre su longitud.
A pesar de los vientos que soportaba, los matorrales se aferraban a sus flancos. El extremo superior, que acababan de dejar, rotaba ahora hacia el crepúsculo. Su punto medio era más grueso y ovalado, y seguía una órbita circular de un tercio del radio de la Tierra sobre la superficie. En su extensión más lejana, rugiendo y chasqueando por el esfuerzo, el gran leño alcanzaba una distancia de dos tercios del radio de la Tierra, extendiéndose hacia el frío del espacio.
Habían sido lanzados a más de trece kilómetros por segundo. Esto era suficiente para llevar a los árboles a otros planetas, aunque ése no era su destino.
Corrían por delante de la protuberancia, viéndola girar con firme resolución, como plegándose gravemente a la necesidad de regresar al planeta que la mantenía atrapada.
Su destino era ser eternamente el mediador entre dos grandes océanos por los que otros navegarían con serenidad, mientras que sólo conocía el incesante tumulto del aire y la fría mordedura del vacío. Cley observó en silencio, agarrándose a uno de los pegajosos parches de las paredes del compartimiento. La Noria tenía una solemne majestuosidad, una despreocupada resignación ante el hundimiento de su brazo principal en los fuertes vientos. Vio que el punto donde habían amarrado mostraba un destello de luz marfileña: plasma creado por el shock de la reentrada. Sin embargo, el gran brazo continuó, cautivo de la aceleración, hacia su siguiente toma de contacto.
Cley vio por qué había gravitado momentáneamente sobre el bosque: al final, la rotación casi cancelaba la velocidad orbital. Esa habilidad anunciaba un control enorme.
—¿Es inteligente? —preguntó con un susurro.
—Por supuesto —dijo Buscador—. Y muy antigua.
—Hacer eso…
—Siempre moviéndose, sin ir nunca a ninguna parte.
—Qué pensamientos, qué sueños debe de tener…
—Es una inteligencia diferente de la vuestra…, ni mayor ni menor.
—¿Quién la creó?
—Se creó a sí misma, en parte.
—¿Cómo puede algo tan grande…?
Buscador giró juguetonamente en el aire, chasqueando los dientes en un ritmo improvisado. No parecía interesado en contestarle.
—La crearon Alvin y los demás, ¿verdad?
Buscador aulló, divertido.
—El tiempo es más digno de confianza que la inteligencia.
—Alguien planeó esa cosa.
—¿Alguien? Sí, es el cuerpo el que planea…, no la mente.
—¿No? Quiero decir…
—En la remota antigüedad había bestias diseñadas para buscar asteroides de hielo entre los fríos espacios… ¡Uf…! Sabían lo bastante de genética para modificarse a sí mismas. ¡Ah! Tal vez encontraron otras formas de vida que vinieron de otras estrellas…, no lo sé. ¡Uh! Dudo que eso importe. La mano del tiempo convirtió a esas criaturas en esto. ¡Uf!
Buscador rara vez hablaba tanto, y en esta ocasión había conseguido recalcar cada frase rebotando en las paredes.
—¿Criaturas que comían hielo?
Buscador se posó sobre un parche pegajoso, se sujetó con dos patas y agitó las restantes en el aire.
—Los mandaban a buscarlo, y enviarlo luego a los mundos interiores.
—¿Agua para la Tierra?
—En esa época los robots habían decretado ya un planeta seco. El halo de los asteroides de hielo fue empleado en otras partes.
—¿Por qué no usar naves espaciales?
—¿De metal? No se reproducen.
—¿Esas cosas dan a luz ahí, en el frío?
—Lentamente, sí.
—¿Cómo crearon la Noria? No es un comedor de hielo, eso lo sé.
—El tiempo es profundo. Las circunstancias han operado en ella. Más que en tu especie.
—¿Es más lista?
—Los humanos siempre volvéis a ese tema. Es diferente, no superior.
—Suponía que debe de ser más lista que yo para hacer todo eso —dijo Cley, avergonzada sin saber por qué.
—Vuela como un pájaro, sin preocuparse. Y piensa mucho, como es propio de una criatura de los grandes espacios lentos.
—¿Cómo piensa? El viento sólo…
Una vez hecha la pregunta, vio la respuesta. Cuando el otro brazo se alzó hasta el tope de su arco circular, pudo ver finas columnas blancas tras ella. Había visto la habilidad supra hacer eso, dejar una hilera de nubes en su estela.
—Piensa que es un árbol que vuela —dijo Buscador.
—¿Eh? Los árboles tienen raíces.
—Los árboles andan, ¿por qué no volar también? Somos invitados de un árbol volador.
—Hummm. ¿Qué come?
—Algo de aire, algo… —Buscador señaló hacia delante, a su trayectoria. Volaban por encima del coloso giratorio. Y Cley vio una fina bruma que gravitaba contra la negrura del espacio, más tenue que las estrellas, pero más plena. Había un halo alrededor de la Tierra, luciérnagas atraídas por el inmenso brillo del planeta. Tras la línea nocturna, el fino halo colgaba como un fantasma sobre la sombra de la Tierra. Una mota creció mientras seguían avanzando. Se convirtió en una compleja estructura de columnas y globos medio hinchados. Tenía nervios como castañas nudosas. Enredaderas carnosas cubrían sus intersecciones. Cley intentó imaginar la Noria dirigiendo esta rareza y decidió que tendría que ver para creer.
Pero este asunto menor se desvaneció mientras seguía observando. Otros árboles como el suyo yacían a la deriva, algunos girando levemente, otros chocando entre sí. Pero todos se dirigían hacia una cosa que le recordó a una piña, llena de púas y pelaje. Alrededor de esta cosa giraba lentamente, se arracimaba una bruma de pálidas motas.
—¿Todo esto está… vivo?
—En cierto modo. ¿Viven los robots?
—No, por supuesto. ¿Es que son robots?
—No de metal. Pero incluso los robots pueden hacer copias de sí mismos.
—Sabes a qué me refiero cuando digo que algo está vivo —dijo Cley, exasperada.
—En eso soy deficiente.
—Bien, si no lo sabes, no puedo decírtelo.
—Bueno.
—¿Qué?
—El habla es un truco para quitar el misterio del mundo.
Cley no supo qué decir y decidió dejar que los misterios continuaran. Su árbol se acercaba a la bruma luminosa que rodeaba a la piña.
La gravedad impone suelos planos, paredes rectas, rigideces rectangulares. La ingravidez permite las amplias simetrías del cilindro y la esfera. Entre el bullicio de objetos, grandes y pequeños, Cley vio una expresiva libertad de nuevas geometrías sin esfuerzo.
La necesidad dicta la forma, y las miríadas de lanzas y miembros que sobresalían de los muchos caparazones y duras pieles se plegaban a las demandas del momento.
Contempló una esfera anaranjada extender un fino tallo hasta un cercano conjunto de cilindros. Éste empezó a girar a su alrededor, dándole estabilidad, de forma que el tallo atravesó las finas paredes de su presa. Cley se preguntó cómo giraba la esfera, y sospechó que fluidos internos tenían que girar en sentido inverso. ¿Pero se trataba de un ataque? La extraña disposición de columnas gomosas no se comportaba como una víctima. En cambio, se congregaba alrededor de la esfera. Lentos tallos abrazaron y latieron a lo largo de su longitud marrón. Cley se preguntó si contemplaba un intercambio donde los cilindros latían enérgicamente para negociar una transacción bioquímica.
La flotilla de árboles atravesó la bruma de vida, pasando junto a miles de formas que a veces giraban para evitarlos. Sin embargo, algunas trataban de agarrarlos. Tenían formas angulares, narices como agujas, y eran sorprendentemente rápidas.
Pero los árboles siguieron avanzando, evitando la persecución, directamente hacia la piña.
Pero Cley vio ahora que sólo algunas partes de la enorme cosa parecían sólidas. Había grandes puntas que parecían firmes, pero el cuerpo principal revelaba más y más detalles a medida que se aproximaban. La luz del sol destellaba en las motas multifacetadas, hasta que Cley advirtió que eran una multitud de desarrollos giratorios proyectados por un eje central. Pudo ver el eje enterrado en la profusión de tallos y redes, como una raíz marrón y bulbosa. Dejó de considerarlo una piña y sustituyó el término por «pera con púas». Mientras se acercaban a la corona verde lima de un extremo de la «pera», una ola la atravesó. El súbito destello la hizo parpadear, y se tuvo que cubrir los ojos. Sus iris corrigieron rápidamente el problema, para permitirle ver a través del resplandor. La ola se había detenido casi a la mitad de la punta; un lado todavía verde, el otro como brillante. El brillo le recordó lo fuerte que era la luz del sol cuando no contaba con el filtro del aire.
—Nada —dijo Buscador.
—¿Dónde?
—O mejor, sigue el ritmo de su jaula.
—Yo… —empezó a decir Cley; entonces recordó la observación de Buscador de que las palabras robaban el misterio. Vio que la mitad brillante reflejaba la luz, dando a la pera un pequeño empujón desde ese lado. Mientras rotaba, la ola de color giró alrededor de la cúpula, manteniendo el impulso siempre en la misma dirección.
—Agárrate a la pared —dijo Buscador.
—¿Quién, qué…? Oh.
El espectáculo la había distraído. Inconscientemente, esperaba que los árboles redujeran el ritmo. Ahora el fibroso conjunto de tallos que brotaba del eje se volvió alarmantemente rápido. Se dirigían a una región repleta de filamentos entrelazados.
En la claridad absoluta del espacio, Cley vio rasgos cada vez más pequeños, muchos no unidos a la pera, sino gravitando como insectos hambrientos a su alrededor. Sólo entonces advirtió la verdadera escala de la complejidad hacia la que se abalanzaban. La pera era grande como una montaña. Su árbol era una cerilla que se zambullía de cabeza en ella. El primer árbol chocó contra una amplia tela oscura. Alcanzó la membrana y entonces rebotó, pero sólo una vez. La gran tela convirtió el choque en oleada. Entonces un segundo árbol chocó cerca del borde de la tela, produciendo más ondas circulares. Un tercero, un cuarto… y entonces les tocó el turno.
Buscador no dijo nada. Un tirón súbito y mareante recordó a Cley los problemas de la aceleración, entonces se invirtió, haciendo que su estómago se contrajera. La sensación duró sólo un largo instante, y entonces descansaron. Por la ventana, Cley pudo ver a los otros árboles enredándose en la tela, y sintió sus impactos haciendo oscilar la tela.
—Buen… aterrizaje —dijo entrecortadamente cuando los temblores remitieron.
—El precio del pasaje. La Noria paga de esta forma su deuda al impulso —dijo Buscador, soltándose del parche pegajoso.
—¿Deuda? ¿De qué?
—Del impulso que recibe a su vez, mientras toma pasajeros.
Cley parpadeó.
—¿También hay gente que baja en la Noria?
—Funciona de las dos formas.
—Sí, claro, pero… —No había imaginado que alguien pudiera atreverse a descender a través de la atmósfera para terminar colgando de la cola del gran árbol del espacio mientras vacilaba sobre el suelo. ¿Cómo saltaban? Cley se sintió abrumada por las complejidades. Se concentró en el presente—. Mira, ¿a quién se debe este impulso?
—A nuestro anfitrión.
—¿Qué es esto?
—Un Jonás.
—¿Qué significa eso?
—Un término realmente antiguo. Sin duda tu amigo Alvin podría decirte su origen.
—No es amigo mío…, somos primos, distanciados por mil millones de años.
Cley sonrió sardónicamente; entonces frunció el ceño al sentir lentos tirones a través de las paredes de su árbol.
—Dime, ¿qué hace un Jonás?
—Desea tragarnos.