A la mañana siguiente la niebla empezó a despejarse. Buscador no dejaba de estudiar el cielo. Habían hecho buenos progresos al escalar los flancos de la dentada cordillera, y ahora el terreno y la rica fauna se parecían al territorio donde Cley había crecido. Ella estudiaba las distantes montañas en busca de escondites. La suya no era la única tribu de ur-humanos, y tal vez hubiera escapado alguien más, a pesar de la certeza de Alvin. Le pidió a Buscador que sintonizara su nariz con los olores humanos, pero ninguna huella agitaba las reparadoras brisas.
Tuvieron que ponerse a cubierto dos veces, cuando se acercaron zorros voladores. A estas alturas los supras ya habrían enviado a sus pájaros en misión de reconocimiento, pero ni Cley ni la aguda visión de Buscador pudieron distinguir ninguna de las poderosas siluetas de anchas alas.
Contemplaban un amplio grupo de diáfanos zorros plateados recorrer las corrientes del valle cuando Buscador se acercó a ella. Hubo un rumor lejano, como si las montañas se frotaran contra un cielo ronco. Los zorros reaccionaron, cerrando su formación como hojas plateadas que formaran un árbol.
Unas estrías azules cubrieron el aire. Las pocas nubes restantes se disiparon en un arrebato huracanado.
—¿Qué…? —dijo Cley.
Lanzadas de luz amarilla cubrieron el cielo. Una muralla de sonido las siguió, haciendo que Cley se apretujara contra Buscador. Se encontró boca abajo, entre las hojas del suelo, sin ningún recuerdo de cómo había llegado hasta allí.
A su alrededor el bosque estaba aplastado, como si algo lo hubiera arrasado velozmente. Las explosiones se desvanecieron poco a poco.
Un extraño silencio se apoderó de ellos. Cley se levantó e inspeccionó los árboles masacrados, sorprendida ante el humo que brotaba de un matorral hendido. Dos zorros voladores yacían uno junto al otro, como emparejados en la muerte. Sus ojos vidriosos estaban todavía abiertos y se agitaban erráticamente en sus estrechas cabezas huesudas.
—Sus cerebros todavía luchan —dijo Buscador—. Pero en vano.
—¿Qué ha sido eso?
—Como el asalto de antes a tu pueblo.
—¡Sí, pero esta vez lo ha aplastado todo! —Hizo un gesto con la mano, abarcando hasta el horizonte, para señalar el bosque arrasado.
—Estos zorros se han llevado la peor parte.
—Sí, pobrecillos… —Su voz se apagó mientras los brillantes ojos de los animales se oscurecían hasta cerrarse.
—No sabe exactamente dónde estamos, y por eso envía fuertes sacudidas de energía eléctrica para hacer su trabajo.
Buscador alzó amablemente a los dos zorros e hizo un gesto lento y grave, como ofreciéndolos al cielo. Cuando Buscador bajó las zarpas, Cley no pudo ver a los zorros y no estaban ya en el suelo ni en ningún sitio cercano.
—¿Qué…?
—Creo que debemos ocultarnos durante un rato —dijo Buscador, cortante.
Escalaron rápidamente el abrupto promontorio y llegaron a un conjunto de árboles, el más grande que Cley había visto en su vida. Largas ramas en forma de dedos se alzaban al aire, doblándose como garfios al final. Cley se sintió incómoda al dirigirse a terreno elevado, más cerca del cielo que escupía muerte. Desde allí, pudo ver distantes bancos de nubes púrpura que rodaban con lanzadas de violenta luz. Filamentos anaranjados trazaban largas curvas en la lejanía.
—Siguen el campo magnético de la Tierra —dijo Buscador cuando ella los señaló—. Buscan.
Cley vio por qué los supras no habían enviado ningún pájaro explorador. Muy lejos, rápidos dardos azules y anaranjados aparecían sobre la Biblioteca de la Vida. En su mente, sintió una tenue sensación de pugna y frenesí.
—El talento —dijo. Buscador la miró intrigado—. Puedo sentir… emociones.
Recordó la observación de Seranis: Tenéis emociones, las emociones os poseen. ¿Cómo debía de ser no sentir esos arrebatos? ¿O sentía Buscador algo completamente distinto?
—Los supras están luchando… preocupados… temerosos.
—El ser que está sobre ellos los mantiene ocupados mientras busca.
Siguieron avanzando rápidamente. Cley quería dejar atrás los picos más altos y abrirse paso hacia las montañas en las que había vivido. Tenía su imagen en la cabeza desde el vuelo con Alvin, y sentía la poderosa urgencia de regresar a lo familiar.
Cuando se lo dijo a Buscador, éste replicó llanamente:
—Te buscarán allí con el tiempo.
—¿Y qué? Buscarán en todas partes.
—Cierto —dijo Buscador, y ella pensó que había ganado un pequeño tanto.
Buscador olisqueó el viento y señaló con la nariz.
—Ven por aquí.
—¿Por qué? —preguntó ella. Los territorios que le eran familiares se encontraban en dirección opuesta.
—Deseas encontrar ur-humanos.
—¿Mi pueblo?
—Todavía no.
—Maldición, quiero a mi especie.
—Por aquí se encuentra la única esperanza de comunidad.
—Buscador, sabes lo que quiero —se quejó ella.
—Sé lo que necesitas.
Ella dio una patada a una roca, sintiéndose frustrada, confusa, exhausta.
—¿Y qué es?
—Tienes que venir por aquí.
Se movieron a ritmo firme. Cley había sido siempre una buena corredora, pero Buscador le mantenía la delantera sin mostrar signos de esfuerzo. Cuando lo alcanzó, la bestia se había detenido junto a un árbol muy grande y olisqueaba las raíces. Buscador se tomó su tiempo, moviéndose con cautela, y Cley sabía que tenía que dejarlo a su aire.
Unos grandes matorrales cercanos desprendían un aroma a carne cocida, y Cley los observó, inquieta. Una pequeña rata de los pantanos de cabeza alargada se acercó corriendo, lo suficientemente inteligente para saber que Cley y Buscador no eran una amenaza. Captó el olor a carne y se detuvo, atraída. El matorral estalló y esparció semillas que cubrieron a la rata. Ésta aulló y se marchó. Otra victoria para las plantas: la rata transmitiría la semilla, nutriéndola a cambio de su savia narcótica, hasta que muriera. Entonces un nuevo matorral brotaría del cadáver de la rata.
Cley pensó en capturar a la rata para comérsela, y no sólo por el narcótico, pero Buscador se lo impidió.
—Vamos.
De algún modo, Buscador había abierto el costado de un árbol. Esto no fue ninguna sorpresa para Cley, pues su pueblo se refugiaba en los muchos árboles biodiseñados para ese uso. Entró en él y pronto la corteza se cerró tras ellos, dejando sólo un leve brillo fosforescente en las paredes para guiarlos. El árbol estaba hueco. Había compartimientos verticales conectados por rampas y bultos parecidos a tenazas en las paredes. Alguna criatura había llenado los compartimientos con grandes contenedores, paquetes granulosos de burda celulosa.
—Almacén —fue todo lo que dijo Buscador en respuesta a su pregunta. Subieron a través de diez compartimientos casi llenos con puñados de contenedores oblongos y crujientes, hasta que llegaron a una gran cripta, completamente vacía, con una ancha pared transparente. Cley le dio un golpecito y la densa materia parecida a cera cedió sin apenas resistencia. Observó los silenciosos árboles de fuera, firmes cilindros que señalaban a un cielo que fluctuaba con rastros de rápida luminiscencia.
Este lugar tal vez fuera seguro. Cley se permitió relajarse un poco. Sacó un cuchillo y pinchó la pared. Con cierto esfuerzo logró desprender un trozo, que sabía sorprendentemente bien. Lo comió y Buscador cogió más. Había zonas en las paredes, techo y suelo que eran pegajosas, sin ningún plan aparente. El compartimiento olía a resina y a madera mojada.
Cley se atrevió a asomarse a la gran ventana mientras masticaba y por eso lo vio venir.
Algo parecido a una vara se abrió paso entre las altas nubes, hinchándose mientras se acercaba, de modo que lo que ella vio era enormemente largo. Sus abultadas fibras estaban retorcidas como si fueran las vértebras de un gran espinazo. Gruñidos y chasquidos resonaban con tanta fuerza que ella pudo oírlos desde el interior del árbol. Curvándose mientras se acercaba, la gran vara redonda se esparció por el cielo como un dedo acusador. Y, mientras Cley seguía observando, el extremo se curvó hacia arriba, como un dedo que señalara hacia lo alto.
—Hora de tumbarse —dijo Buscador suavemente.
Un sonoro estallido resonó a través del bosque. Cley se tendió rápidamente sobre el resistente suelo verde del compartimiento y siguió mirando a través de la gran ventana.
—¡Nos cae encima! —gimió.
—Su destino es caer siempre y recuperarse eternamente.
—Destrozará estos…
—Tiéndete y quédate quieta.
Cley advirtió que eso era el fino y distante movimiento que había visto en el horizonte desde la nave de Alvin. Cordones oscuros como el grafito serpentearon entre las profundidades caoba del gran ser en forma de tronco. Manojos enredados se soltaron de su punta mientras se abalanzaba hacia abajo. Los manojos se lanzaron contra las copas de los árboles. Algunos chocaron contra las ramas.
Un duro golpe estremeció el árbol.
Cley apenas tuvo tiempo de ver las gruesas enredaderas agarrarse a las ramas de los árboles cercanos, apretar y tensarse.
La ancha protuberancia pareció gravitar en el aire, como si contemplara la piel verde del planeta que tenía debajo y seleccionara lo que le gustaba. Vagó hacia el este durante un segundo.
La poderosa aceleración aplastó a Cley contra el suave suelo. Estaban siendo arrancados. Su compartimiento se llenó de crujidos, chasquidos y gemidos.
Cley pudo ver por la ventana un árbol cercano pasar velozmente. Sus raíces se habían enroscado debajo, arrastrando la tierra consigo. En otro árbol, las ramas se desgajaban donde varias gruesas enredaderas se habían unido; el árbol se desplomó contra el resto del bosque.
Cley sólo pudo permanecer tendida, muda, esforzándose por respirar, mientras un puñado de árboles se alzaba junto a ellos, atraídos hacia el gran dedo que ahora se retiraba en el cielo cada vez con mayor velocidad. Los barrió hacia el este mientras los árboles danzaban en la turbulencia del aire, como si se liberaran de las restricciones de la Tierra y la gravedad.
Las gruesas enredaderas consiguieron replegarse contra la tensión cada vez mayor. Soltaron su carga de árboles en un hueco en la base de la gruesa vara.
—¿Qué… es…?
—La Noria —dijo Buscador—. El centro está en el espacio, y gira en su órbita. Los extremos rotan en el aire y besan la Tierra.
La voz tranquila y melódica de Buscador la ayudó a tranquilizarse. Se ladeaban al alzarse. Los bancos de nubes corrían ante ellos, cubriendo los troncos cercanos de un blanco espectral, y se perdieron de vista mientras seguían ascendiendo. Cley vio la parte interior de la rueda, donde puñados de cables retorcidos mantenían las enredaderas en su sitio.
—Giramos contra la atracción de la Tierra, pero nos soltaremos.
Las palabras de Buscador la hicieron pensar en una enorme vara que giraba lentamente en el aire del planeta, tocando con un extremo la superficie al mismo tiempo que el otro se hallaba en el espacio. Una cosa tan enorme tendría que estar mucho más lejos que la atmósfera del planeta, una creación parecida a un pequeño mundo en sí misma.
Unos graves sonidos metálicos resonaron por las paredes y el suelo. El corazón de Cley redobló dolorosamente y el viento silbó en sus oídos.
La tensión de soportar la aceleración envolvió las enredaderas. Se estiraron y retorcieron, pero sostuvieron a los largos árboles tubulares contra la parte inferior del engranaje. Cley vio que estaba cubierto de matojos y matorrales. La Noria se extendía, perdiéndose en panorámicas negras y azules, mientras el aire se volvía cada vez más tenue. El viento en su compartimiento silbó, y ella aguantó la respiración, temiendo que hubiera un escape.
Pero Buscador le dio una palmadita en la mano y ella miró a la gran bestia. Tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Esto la sobresaltó, y pasó un largo instante antes de que advirtiera que era posible que Buscador hubiera pasado por esta experiencia antes, que no se trataba de un colosal accidente con el que habían tropezado. Como en respuesta, Buscador se lamió los labios, revelando sus negras encías y sus puntiagudos dientes amarillos.
Cley sintió que le zumbaban los oídos. Miró de nuevo hacia fuera, a través del lento baile de troncos. La noción de «arriba» no coincidía ahora con la oscura concavidad del cielo, pero todavía existía a lo largo de la longitud color castaño de la Noria, mientras rotaban con ella. Negros matorrales salpicaban la gran expansión que se perdía en la distancia, y las capas grises hacían que la perspectiva resultara aún más extraña. Entramados de rojo cedro unían las largas tiras a una cadena entrelazada que se retorcía visiblemente en el aullante huracán que rugía con ella.
Una vez chocaron con el árbol más cercano, y una rama casi atravesó la ventana, pero su árbol se hizo a un lado y chocó contra la pared.
Los oídos de Cley volvieron a zumbar, y empezó a respirar entrecortadamente. A lo largo de las grandes tiras de madera más liviana se alzaban bordes de color castaño. Se inclinaron, esculpiendo el viento, y el rugiente huracán remitió, mientras que los giros y la sensación de aplastamiento menguaba. Todavía había explosiones y chasquidos, pero Cley sintió una sutil relajación en la estructura acoplada.
Los últimos destellos brumosos de la atmósfera se convirtieron en una negra extensión salpicada de estrellas. Cley sintió que un enemigo implacable e invisible se sentaba sobre su pecho y que permanecería allí eternamente, hablándole en un idioma de aplastantes notas graves. El aire fino y frío picoteaba su nariz, pero había suficiente si se esforzaba en llenar sus pulmones.
La amplia curvatura del planeta se alzó serenamente en la base de la ventana mientras ella jadeaba. Sus suaves cubiertas de mármol parecían al alcance de su mano…, pero no podía alzar los brazos.
A lo largo de toda la Noria se producían lentas y perezosas ondulaciones. Venían hacia ella, creciendo en altura. Cuando llegó la primera, dio un duro golpe a la protuberancia y los árboles se agitaron en sus sujeciones. La turbulencia que sentía toda la Noria se había concentrado en estas ondas, que se disiparon en sus extremos. Los árboles se sacudieron y agitaron, pero su presión se mantuvo.
Buscador volvió a lamerse los labios sin abrir los ojos.
Se elevaron aún más. Cley pudo ver la extensión completa de la Noria. Se curvaba levemente, perdiéndose en la distancia como una autopista infinita a la que no preocupara la imposibilidad de vencer la voluntad de planetas. Las enredaderas se multiplicaban, y cerca del centro florecía un bosque verde.
El otro extremo era una línea fina como una aguja. Mientras Cley seguía observando, su punta se zambulló en la atmósfera. Las ondas producidas por este shock corrieron hacia ella. Cuando la alcanzaron, la reacción fue leve, pues los árboles estaban ahora fuertemente unidos a la parte inferior de la Noria.
Notas profundas y solemnes resonaron por las paredes. Toda la Noria era como un gran instrumento que tocaran el viento y la gravedad, y las ondas cantaban una extraña canción que repicaba en todos sus huesos.
La Noria se recortaba ahora contra toda la Tierra. Cley sintió la fuerte aceleración en el suelo del compartimiento, pero ahora era mejor, pues la gravedad contrarrestaba la fuerza centrífuga. También el aire se espesó a medida que las paredes del árbol exudaron un vapor dulce y húmedo.
El espectáculo de su mundo, desplegado en silenciosa majestad, la aturdió. Se acercaban al límite de su ascenso, y la Noria se había puesto vertical, como para enterrarse en el corazón del planeta.
La Noria se sacudió. Cley había sentido sus muchos ajustes y sus fuertes cambios mientras se debatía contra ambos elementos, aire y vacío. Sólo hacía unos instantes había considerado que el voraz manto verde que devoraba los pálidos desiertos mantenía una batalla épica. Ahora era testigo de una interminable pugna de dificultad inconmensurablemente superior.
Y al mirar supo que la Tierra y la Noria eran dos sistemas similares, hermanos de escalas enormemente diferentes.
La Noria era como un árbol, viva y a la vez muerta al noventa y nueve por ciento. Los árboles eran torres de madera muerta, celulosa usada por los antepasados de las células vivientes que crearon su corteza.
También la Tierra era una fina capa de vida floreciente sobre una gran masa de rocas. Pero en el magma había elementos de las hordas ancestrales que habían existido antes. El deslizamiento y las colisiones de continentes enteros se basaban en resbaladizas capas de piedra caliza construidas con una infinitud de conchas. Todos los sistemas vivientes, a la larga, eran una piel que envolvía algo muerto.
—Adiós —dijo Buscador, levantándose con torpeza. Ni siquiera su vigor era rival para la fuerza centrífuga.
—¿Qué? ¿No irás a marcharte?
—Nos marchamos los dos.
Un fuerte golpe. Cley se sintió caer. Pataleó asustada y sólo consiguió impulsarse hacia el techo. Se golpeó el cuello y rebotó dolorosamente. Su mente seguía diciéndole que caía, a pesar de la evidencia de sus ojos, y entonces algún antiguo subsistema de su mente intervino, y se calmó de forma automática.
No caía de verdad, excepto en un sentido usado por los físicos. Simplemente carecía de peso, y rebotaba por el compartimiento ante el bostezo divertido de Buscador.
—¡Somos libres!
—Durante un ratito.
—¿Qué?
—Mira adelante.
Las enredaderas se habían soltado. Libre, el árbol se apartó de la Noria. Siguieron una tangente a su gran círculo de revolución. La prominencia era ya un punto diminuto sobre el gran árbol curvo que colgaba entre aire y espacio. Cley tuvo la impresión de que la Noria hundía la boca en el rico pantano del aire de la Tierra, bebiendo alternativamente por un lado y luego por el otro.
¿Pero qué la mantenía en marcha, contra el tirón constante de estos fieros vientos? Estaba segura de que tenía alguna enorme habilidad para resolver ese problema, pero no había ninguna pista de cuál podría ser.
Contempló la curvatura de la Tierra. Delante había una mancha marrón oscuro sobre la negrura cubierta de estrellas.
—Un amigo —dijo Buscador—. Allí.