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BIOLÓGICA

Buscador dijo que atravesarían esta zona del bosque. Los punzantes vapores hacían toser a Cley, pero comprendió que las cambiantes brumas marrones también ocultaban sus movimientos e impedían que fueran descubiertos desde arriba. El cielo de la noche ya no estaba cubierto de naves supras.

Se internaron en las sombras de los bosques, pero Cley se sentía incómoda. Pronto contemplaron la cadena de estrechos valles que habían atravesado. Pudo ver que la vida en pugna había crecido desde que la había observado desde el aparato volador de Alvin.

Grandes zonas verdes se extendían preparadas para servir como estaciones naturales de energía solar. Algunas seguían ya las serpenteantes líneas de arroyos recién nacidos, desarrollos que se extendían astutamente entre los cubiles de animales. Ese tipo de plantas usaba animales con frecuencia, siguiendo antiguos preceptos. Mucho tiempo atrás las flores reclutaron legiones de insectos de seis patas y primates de dos para servirlas. El sabroso néctar y la fruta sedujeron a muchos para que propagaran las semillas. La radiante belleza de las flores encantó primero a los humanos y luego a otros animales que sirvieron cuidadosamente, arrancando todas las malas hierbas menos las más hermosas de los jardines. Un hierbajo, después de todo, era simplemente una planta sin estratagemas.

Pero fueron las hierbas las que mantuvieron con más firmeza a la humanidad durante mucho tiempo, y ahora también regresaban. Ya había grandes llanuras de trigo, maíz y arroz extendiéndose en los valles, atendidas por animales creados hacía tiempo para la tarea. La humanidad había delegado las tareas de riego y cuidado del suelo. A medida que fueron reviviendo especies, los supras recrearon las inteligencias de los grandes roedores, capaces de enfocarse hacia un solo trabajo. Los roedores demostraron ser jardineros mucho más eficaces que la vieja y torpe tecnología de tractores y fertilizantes.

Mientras se internaban en el denso bosque, Cley se sintió más cómoda. Recurrió a sus hormonas y reservas de alimentos para apartar el sueño y mantener el firme ritmo necesario para seguir a Buscador, que no mostraba signos de fatiga. El bosque no se parecía a ningún terreno que hubiera existido antes. Creado gracias al legado de una biosfera perpetuamente fecunda, alojaba formas de vida separadas por mil millones de años. Los supras habían reactivado hábilmente el vasto índice de genotipos de la Biblioteca. Pocos depredadores encontraban presas fáciles, y rara vez no encontraba una planta un suelo expectante después de que el liquen hubiera creado su capa de estiércol.

Sin embargo, todo tenía aún que luchar y ajustarse. La luminosidad del Sol había aumentado más de un diez por ciento desde los albores de la humanidad. El roce de las olas en las costas había reducido la rotación del planeta, acortando el día en una cuarta parte. La vida se había enfrentado a días más largos y calurosos a medida que la propia corteza se separaba y se rompía. En la Era de los Océanos, las colisiones continentales habían creado nuevas montañas y abierto profundas suturas en los lechos marinos, como un paciente telón de fondo al frenético zumbido de la vida que se ajustaba a estas inmensas restricciones. Las especies nacían y morían debido a ajustes minúsculos en sus textos genéticos. Y toda aquella rápida sucesión y aquel apasionado fermento era un drama representado ante la mirada de la humanidad, que tenía sus propios planes.

A lo largo de los últimos mil millones de años, los ciclos de vida en la Tierra habían seguido ritmos creados por las inteligencias gobernantes.

La naturaleza había colaborado durante tanto tiempo con la humanidad y la evolución que los efectos eran inseparables. Sin embargo, Cley se sorprendió cuando encontraron un valle lleno de silenciosas figuras al acecho.

—Precaución —susurró Buscador.

Cruzaban un territorio cubierto de niebla y dominado por la densa fragancia de los liquenes. De la niebla surgían sombras extrañas. Cley y Buscador adoptaron una actitud defensiva, espalda contra espalda, pues las sutiles formas los rodearon de repente. Cley pasó a visión infrarroja para aislar los movimientos contra el pálido y nuboso fondo, y descubrió que las figuras eran demasiado frías para ser visibles. Espectrales, moviéndose con cautela, parecían brotar de todas partes.

—¿Robots? —susurró ella, anhelando un arma.

—No. —Buscador observó con atención las bajas y poderosas formas—. Plantas.

—¿Qué? —Cley oyó entonces el squish squish mientras los miembros empezaban a moverse.

—Mira…, son distintas de sus antecesoras.

Bajo la extraña luz, Cley y Buscador contemplaron las lentas y meticulosas vainas separarse de los troncos de grandes árboles.

—Las plantas abrieron el camino una vez —dijo Buscador—. Del mar a la tierra, para que los animales pudieran seguirlas. Las flores crearon hogares para los insectos…, los inventaron, según mi visión.

—¿Pero por qué…?

—Cada paso fue una mejora en la reproducción. Aquí hay otro.

—Nunca he oído…

—Esto sucedió después de mi tiempo, como yo sucedí después del tuyo.

Las plantas habían sufrido durante largo tiempo el apetito de aves y roedores, que comían miles de semillas por cada una que esparcían accidentalmente. Sin embargo, las plantas detentaban un gran poder sobre sus parásitos animales; el cambio de las coníferas por árboles de hoja ancha mejor adaptados acabó rápidamente con el reinado de los dinosaurios. La vieja estrategia de las plantas consistía en mejorar su reproducción, y a lo largo de la Era de los Mamíferos esto significó engañar a los animales para que esparcieran sus semillas. Cuando la poderosa evolución encontró por fin un camino de escape a este despilfarro, las plantas decidieron copiar el cuidado de los primates a la hora de atender a sus retoños.

Cley se acercó a una de esas cosas redondas y llenas de púas. Era gruesa en la base y se movía extendiendo anchos y burdos apéndices parecidos a raíces. Las plantas parecían gruesas piñas que salían a dar un paseo. Cada árbol producía varias, que se movían entonces en busca de un suelo más húmedo donde hubiera mejor luz. Cley pensó en comer una, pues su parecido a las piñas era sorprendente, pero Buscador consideró que sus afiladas espinas olían a veneno. Valle arriba encontraron un matorral gigantesco atareado en liberar su prole en forma de bolas rodantes, que buscaban tierra húmeda y calor.

Se mantuvieron dentro de las cañadas más profundas. La bruma ofrecía cierta protección ante las patrullas supras, que ahora recorrían de nuevo el cielo.

—No conocen bien esta zona —recalcó Buscador, lamiendo con satisfacción sus afilados dientes—. Y sus robots tampoco.

Cley vio que era verdad, aunque siempre había supuesto que las maravillas mecánicas eran de un orden superior. La humanidad gobernaba el planeta desde hacía mucho tiempo, controlando la sopa autorreguladora del aire y la tierra, el océano y los ricos continentes. Por fin, agotados y sin rumbo, pasaron esta tarea a los robots, sólo para descubrir después de muchos millones de años que los robots eran intrínsecamente cautelosos, quizás incluso hasta la torpeza.

La evolución daba forma a las inteligencias nacidas del silicio y el metal con la misma seguridad y firmeza que lo hacía con las mentes surgidas del carbono y las enzimas. Los robots habían cambiado, aunque se mantenían fieles al Mandato del Hombre: conservar la especie frente al desgaste del mundo. Fueron los robots, pues, los que decidieron que no podían gobernar indefinidamente la humedad de un planeta sin posibilidades orgánicas. Su mezquindad decretó que el reino orgánico debía ser reducido al mínimo. Convencieron a los líderes de las ruinosas ciudades humanas para que se retiraran, dejando que los robots condujeran el agua ya escasa de la Tierra a grandes cavernas basálticas.

Así, los sirvientes de los supras atendieron durante cientos de millones de años una Tierra simple y disecada.

—Las máquinas temían las cosas pequeñas y persistentes —explicó Buscador esa noche—. Los sutiles cambios de la vida.

Habían acampado entre unos matorrales que los protegían de las heladas brumas.

—¿No pudieron ajustarlos? —preguntó Cley. Había visto los milagros rutinarios de los robots. Era difícil creer que aquellas presencias metódicas e impasibles no podían dominar incluso este rico mundo con su firme precisión.

—Puedes tragar indefinidamente los venenos más fatales si son una trillonésima parte del total —dijo Buscador lentamente.

A medida que Cley empezaba a conocer a Buscador, la bestia se había vuelto más fácil de abordar, menos extraña. Sin embargo, una fría inteligencia habitaba tras sus ojos y ella no sabía nunca cómo interpretar lo que decía. Este rápido uso de los números, por ejemplo, suponía un súbito cambio con respecto a su habitual parquedad.

—Los robots deben de saberlo.

—Cierto, pero piensa en el ozono. Un gas venenoso, azul, muy explosivo…, y una fina capa sobre el aire lo decide todo. Cley asintió. Durante el largo atardecer de la Tierra, la capa de ozono se había deteriorado incontables veces. Los excesos de la humanidad habían acabado con el ozono una y otra vez. Las oscilaciones en la luminosidad del Sol habían aplastado todo el equilibrio atmosférico. Una vez, un gran meteoro atravesó los escudos de la humanidad, desatendidos ya, y casi destruyó la civilización. Todos estos datos yacían enterrados en antiguos archivos.

Buscador bostezó.

—A los robots les preocupaba el manejo de esos delicados asuntos. Así que simplificaron su problema.

—Parece que aquí tienen el control.

—Temen lo que no pueden dominar.

—Pero dominaron mucho… Alvin les hizo revivir la biosfera.

—Y traer el caos biológico.

Buscador se echó hacia atrás, haciendo una extraña mueca, y se rascó su amplio vientre azul. Hilillos de niebla de jade ondulaban sobre el matorral calorífico. Pequeños animales se habían congregado en círculo alrededor del negro matorral mientras su firme calor se deslizaba por el aire. Pocos animales temían a Cley o a Buscador: todas las especies habían sido durante mucho tiempo clientes y socios. Incluso parecían comprender la perezosa charla de Buscador. Cley sospechaba que estaban hipnotizados por los melodiosos tonos de la voz de Buscador, cantarines pero elocuentes. Él circuló se había relajado como si el matorral fuera un fuego de campamento. Un fuego de verdad, naturalmente, habría sido detectado por los supras.

Cley prestó atención mientras Buscador describía la visión del mundo que tenía su especie. Mucho después de los ur-humanos algunas bestias llegaron a ser inteligentes y grabaron en sus propios genes elementos de memoria racial. Instalar en las especies inteligentes la preocupación por su frágil mundo fue la costumbre durante muchos millones de años, para así insertar respeto a la evolución y al lugar ocupado en ella. Esto se convirtió en un cemento social tan necesario como lo fue la religión para las primeras formas humanas, e incluso para los ur-humanos.

—Muchos organismos gobernaron la Tierra —dijo Buscador—, empezando por los gusanos grises y los gusanos ciegos, y luego los grandes reptiles…, y las tres especies vivieron mucho más que los ur-humanos. —Buscador bufó con tanta fuerza que la alarmó—. No sabemos si los dinosaurios tenían religión.

—¿Y tu especie?

—Adoro lo que existe.

—Mira, nuestra tribu decidió no intentar aprender toda esa historia muerta… teníamos un trabajo que hacer.

—Y muy bueno.

—Cierto —dijo ella, con orgullo—. Atender los bosques para que sobrevivieran a pesar de toda la basura que hay en el aire, las plantas luchando unas con otras…, ¡esto no es una biosfera todavía, es un motín!

—Pero muy jugoso.

Con los ojillos brillantes, Buscador cogió una fruta escondida en alguna bolsa de su carnosa piel. Sonrió, ofreciendo un espectáculo feroz. Cley podía entender más fácilmente ahora los estados de ánimo de la bestia, y compartió su alegría.

Y vio el argumento de Buscador. Los robots habían ayudado a que la humanidad acentuara su inteligencia y asegurara la inmortalidad a los habitantes de Diaspar. Pero para que el mundo funcionara, tuvieron que gobernar una biosfera escuálida y reseca cuyo único pináculo era una humanidad aturdida y estúpida.

Un animal grueso y de seis patas, parecido a una rata, se acercó a los matorrales. Al instante, un cordón negro chasqueó en el aire húmedo y se enroscó alrededor de la presa. De un tirón, el gran roedor fue arrastrado a la boca que se abrió de pronto cerca de las raíces del matorral. Después de que se cerrara sobre su presa, Cley pudo oír los gritos ahogados durante varios segundos. La evolución estaba todavía en movimiento, anulando fracasos de la laguna genética con paciencia infinita.