Esa noche, Alvin presidió una gran cena de trescientos comensales en la que Cley era la invitada de honor. Los robots habían trabajado durante el día para construir un gran salón de muchas cúpulas que parecía alzarse rugiendo desde el mismo suelo. Sus paredes eran de color arena, pero transparentes. En el interior, un amplio techo de arcos entrecruzados se alzaba sobre mesas que también surgían directamente de un suelo de granito. Las paredes estaban cubiertas de espirales que brillaban azules en el suelo y cambiaban a rojo a medida que se alzaban, circundando la sala, creando un extraño efecto parecido a una puesta de sol sobre un mar de azur. Por efecto de los trucos de perspectiva, la mirada de Cley se internó en algunos corredores falsos, y a veces parecía haber otros miles de invitados comiendo en la distancia. Había momentos en que se abrían agujeros en el suelo y de allí surgían robots para traer la comida, un proceso que Cley encontró tan inquietante que a partir de entonces permaneció sentada en su sitio. A pesar del frío aire de la noche en el desierto, la habitación disfrutaba de una cálida brisa que olía igual que los bosques de pino que ella conocía tan bien. Su túnica apenas parecía tener sustancia, y la acariciaba como si fuera agua, aunque la cubría desde el cuello a los tobillos.
Comieron granos y verduras de origen primordial, muchos de los cuales se remontaban a los albores de la humanidad. Ya habían sido esparcidos a través de la naciente biosfera, y esta cena era el resultado de una amplia cosecha realizada por todo el globo. Cley saboreó las ricas salsas y los densos aromas, pero en todo momento mantuvo la atención fija en la conversación con sus anfitriones.
A menudo su charla se le escapaba por completo, pues eran arabescos de talento cargados de significados que se deslizaban entre penetrantes puntualizaciones verbales. Los supras de Lys templaban sus rápidas señales de fuego rápido para hacerlas comprensibles a Cley. Los de Diaspar usaban sólo el recurso de su lenguaje, que ella podía seguir. Intentaron mantener en un nivel simple las diversas capas de referencias cruzadas, pero de vez en cuando arrebatos de entusiasmo arrastraban sus ornadas conversaciones a reinos de complejidad aturdidora.
Cley sentía su ira y su pesar bajo la inflexible resolución de recuperar lo que pudieran. Sin embargo, Alvin hacía chistes, incluso citando algún antiguo lema de una sociedad erudita de los primeros tiempos de la ciencia.
—Nullius in verba —dijo secamente—. O «No aceptes la palabra de nadie». Hace que las bibliotecas parezcan inútiles, ¿verdad?
Cley se encogió de hombros.
—No soy ninguna estudiante.
—¡Exactamente! Es hora de dejar de estudiar nuestra historia. Deberíamos reinventarla. —Alvin dio un largo sorbo a su cáliz.
—Me gustaría tan sólo salvar la vida, gracias —dijo Cley suavemente.
—Ah, pero el auténtico truco es atesorar lo que éramos y lo que hemos hecho… sin dejar que nos anule.
Alvin sonrió con una exuberancia que ella no había visto entre los otros supras. Saludó feliz a lo que parecía una bandada de gigantescos pájaros escamosos que revoloteaba por el salón, girando llenos de belleza, para atravesar el techo sin dejar marcas.
Seranis estaba distraída por un intercambio de charla talentosa, pero mostró su habilidad diciendo simultáneamente a Cley:
—Quiere decir que nos encontramos al final de un largo corredor del tiempo, y que deberíamos ignorar los ecos.
Cley frunció el ceño, deseando que Buscador hubiera acudido al asombroso banquete, pero la silenciosa bestia había decidido descansar. Estaba preocupada. En verdad, no podía comprender por qué Buscador permanecía con ella cuando los supras probablemente lo habrían dejado marchar. Sus lacónicas respuestas habían encolerizado a Seranis y eso podía ser peligroso. Aunque los supras nunca habían dañado a los ur-humanos, no estaba segura de que ninguna convención gobernara sus relaciones con las especies distantes. En cualquier caso, la cautela superaba a la teoría, como cualquier ratón sabe con respecto a los elefantes.
Para no parecer una completa idiota, Cley intentó volver a la conversación. Alvin era el centro de atención, pero se volvió rápidamente hacia ella cuando le preguntó:
—¿Cómo puedes ignorar la historia?
Él la observó con atención, como intentando leer algo inescrutable.
—Con cuidadoso desdén.
Se inclinó hacia delante, los ojos intensos y cargados de ironía. El día de baile parecía haberle liberado de una carga que ella no podía imaginar.
—¡La historia tiene tantos detalles! Los emperadores son como los dinosaurios. Sus nombres y gestas carecen de importancia. Sólo cuentan las fechas de sus nacimientos y sus muertes.
—¡El Guardián de los Archivos te reprenderá! —exclamó alguien al otro lado de la mesa.
—No, no lo hará —respondió Alvin—. Sabe que soportamos el temible peso del tiempo manteniendo una sensación de equilibrio. De lo contrario, nos aplastaría.
—¡Bailamos sobre el tiempo! —exclamó otra voz—. Está debajo de nosotros.
Alvin se echó a reír.
—Es verdad, en cierto sentido. La lista de los imperios es polvo bajo nuestros pies… y sin embargo nos aferramos a nuestros antiguos hábitos. Ésos sí que perduran.
—Necesitamos una continuidad humana —razonó Cley—. Mi tribu…
—Sí, una invención singular. Cuando os recuperamos, quedó claro que no podíamos dejar que resucitarais los antiguos hábitos imperiales.
Cley frunció el ceño.
—¿Hábitos imperiales?
—Naturalmente —dijo Seranis—. No lo sabes. —Inhaló una nube de especias que pasaba y mientras sus pulmones la saboreaban, envió—: Tornamos vuestro genotipo de la Era del Imperio, cuando la humanidad saqueaba el sistema solar, y casi acabó por extinguirse.
La voz-talento de Seranis llevaba consigo al mismo tiempo el picor del reproche y el bálsamo del perdón. Esto tan sólo irritó a Cley, que se esforzó por ocultarlo.
—Mi tribu no hizo ninguna… guerra.
Tuvo que hacer una pausa y esforzarse por pronunciar la palabra, pues nunca la había dicho antes. Comprender su definición y su importancia requirió un largo instante. La almacenó previsoramente para usarla en el futuro.
—Es así como lo quisimos. —Sonrió Alvin, como si estuvieran conversando sobre el tiempo—. Razonamos que como mucho podríais expandiros en busca de territorio, y no por ganancias políticas e impuestos, como hizo el modelo imperial.
—No sabíamos que fuimos tan… planeados. —Cley apretó los dientes, esperando que su talento no la delatara. La desnudez de sus pensamientos estaba resultando una molestia.
—No interferimos en vuestro diseño básico, créeme —dijo amablemente Seranis. Ofreció a Cley un pastel de frutas, pero no pareció molestarse por ser rechazada—. Vuestra lealtad grupal es la forma más importante de tu especie para encontrar una identidad. Produce calor social. Esa pauta persiste, desde un juego infantil a una alianza entre mundos.
—¿Y cómo trabajáis vosotros juntos?
—No luchamos unos contra otros —dijo Alvin—, pues esas tendencias casi han sido borradas. Pero lo más importante es que tenemos la bendición de un objetivo superior.
—¿Cuál? —demandó Cley.
—Quizás enemigo es un término mejor. Hasta ahora, habría dicho que la historia era nuestro verdadero enemigo, y que tiraba de nosotros mientras intentábamos escapar de ella. Pero ahora hemos encontrado un enemigo activo surgido de nuestra propia historia, y debo decir que me siento lleno de ansiedad.
Estaba claro que Alvin era el más joven de los supras, aunque Cley no podía distinguir bien la edad en aquellos rostros blandos y perfectos.
—¿Enemigos? ¿Otros supras?
—No, no. ¿Te refieres a esa gente que supuestamente os disparó, que mató a tus compañeros de tribu y destruyó la Biblioteca de la Vida?
—Sí. —La boca de Cley se estrechó con el esfuerzo de ocultar su odio. Las emociones primitivas no encajaban bien en este lugar.
—Eran ilusiones.
—¡Yo los vi!
—También aparecieron aquí. Examiné con cuidado nuestros archivos y allí estaban. Tal como tú los viste. Nosotros estábamos demasiado ocupados para darnos cuenta, y por eso te debo un voto de agradecimiento.
—¡Eran reales!
—Un intenso estudio de sus imágenes espectrales demuestra que son refracciones de aire caliente.
Cley no entendió nada. La sensación de ser despojada de un enemigo claro era como pisar en la oscuridad y no encontrar el siguiente peldaño.
—Entonces… qué…
Alvin se echó hacia atrás y cruzó las manos tras el cuello, los codos bien altos. Miró la clara noche, como si sintiera gran placer al contemplar las estrellas. Muchos cometas desenrollaban sus finas colas, tantos que parecía una bandada de flechas apuntadas hacia el invisible sol, que se había ocultado ya bajo la curvatura de la Tierra.
—¿Qué calienta el aire? —dijo Alvin lentamente—. Los rayos. ¿Pero hacerlo con tanta perfección?
Seranis pareció sorprendida. Cley comprendió que no había dicho nada de esto a los demás, pues todas las mesas del gran salón guardaron silencio.
—Corrientes eléctricas…, eso es lo que son los rayos —dijo Seranis—. Pero crear imágenes realistas…
—¿Todo eso para engañarnos? —preguntó Cley.
Alvin dio una palmada con alegría infantil, sobresaltando a su silencioso público.
—¡Exactamente! ¡Qué habilidad!
—¿Ya? —preguntó Seranis en voz baja.
Alvin asintió.
—La Mente Loca. Ha regresado.
Una tormenta de habla-talento golpeó a Cley como un mazazo. Los supras estaban de pie, zumbando llenos de especulaciones.
En el interior de su cabeza, las oleadas parecían ampliar el torrente.
Sintió de nuevo el laberinto de sus mentes, los empujones cinestéticos de las ideas al pasar, sus rasgos nublados más allá de la comprensión.
Torbellinos.
Un sol negro rugiendo contra estrellas de rubí.
Geiseres púrpura en una llanura infinita.
La llanura encogiéndose hasta que sólo fue ya un disco, con el Sol Negro como centro.
Las estrellas envueltas en tapetes fosforescentes.
Durante unos instantes, el Sol Negro nadó en el borde de la galaxia reticular. A continuación, zumbó ominosamente en el mismo foco de los brazos en espiral.
Cley se apartó de los oscuros truenos, huyendo de esta tormenta. Se aisló. Esperó.
Jadeando por el ejercicio mental, se preguntó cómo serían los habitantes de Lys cuando estaban a solas. O si llegaban a estarlo alguna vez.
Los supras, los ur-humanos, Buscador…, todos pertenecientes a eras distintas en las exploraciones de la evolución a lo largo de eones. Esta llanura desierta era como un escaparate cubierto de curiosidades históricas. ¡Qué convulsas corrientes en funcionamiento cuando las eras diferentes se unían para conspirar! Y ella estaba atrapada aquí, firmemente apresada por la blanda, todopoderosa y condescendiente amabilidad de los supras.
Cley se cubrió los oídos con las manos. El rumor del habla-talento continuó. En cuanto siguieran con su lógica laberíntica, volverían a reparar en su existencia.
Y le hablarían. La tranquilizarían. La tratarían como a una mascota vagamente recordada.
No era extraño que no hubieran recuperado las muchas variedades de perros y gatos, pensó Cley amargamente. Los ur-humanos habían servido para ese propósito muy bien.
Su pueblo… Habían trabajado para los supras durante siglos, atendiendo a la renacida biosfera. Los supras supieron de ellos lo suficiente para permitirles formar tribus, para cumplir su pequeña voluntad en el bosque. Pero arrancada de aquella frágil matriz, Cley jadeaba como un pez en la red.
Se apartó, tambaleándose, la furia nublando su visión. Los conflictos que se habían ido acumulando en ella estallaron, y esperó que la tormenta de habla-talento los ocultara. Pero ella misma no podía evitarlos por más tiempo.
En este lugar no era más que un insecto arrastrándose a los pies de estos superhombres distraídos. Eran bastante amables a su manera fría y remota, pero su esfuerzo por rebajar a su nivel sus habilidades resultaba bien visible, y era mortificante. Cley anhelaba a los suyos.
Su única esperanza de volver a verlos se encontraba en estos supras. Pero el miedo se apoderó de ella cuando intentó pensar cómo serían los nuevos ur-humanos.
Cuerpos surgidos de un crisol helado. Sus parientes, sí, sus clones. Pero extraños. Sin marcar por la vida, sin preparar. Serían su pueblo sólo en un sentido genético.
A menos que algunos ur-humanos vivieran en alguna parte. Ellos sí conocerían las intimidades tribales, la cultura compartida que tanto ansiaba.
Si existían, Cley tenía que encontrarlos.
Sin embargo, cada pequeño detalle del habla de los supras sugería que no la dejarían marchar.
No eran todopoderosos. Cley tenía que recordarse ese dato constantemente. Trataban a Buscador con nervioso respeto, claramente inseguros de lo que representaba la bestia.
Sus propios logros revelaban sus vulnerabilidades. Los mortales eran enormemente cautelosos; un accidente podía destruirlos todavía.
La cautela podía fallar. Podían haber pasado por alto a algún miembro de su especie en los densos bosques.
Nadie surgido de la elegancia cristalina de Diaspar o de Lys valdría un comino a la hora de seguir pistas en la jungla.
Muy bien, entonces. Se escaparía.