Cley trabajó durante largos días en las ruinas. Los robots despejaron el lugar del desastre, pero había innumerables sitios donde el cuidado humano y el sentido común podían rescatar un fragmento del pasado destrozado y ella se alegraba de poder ayudar. El dedo amputado en su mano izquierda había vuelto a crecer, pero estaba todavía tieso y débil, y por eso quería ejercitarlo. Y necesitaba tiempo para despejar su cabeza, para salir de un abismo de pena.
El ataque había sido concienzudo. Los rayos habían asaltado un ala de la Biblioteca con especial atención. Habían descendido una y otra vez en brillantes haces de color, gravitando durante largos instantes como un arco iris malévolo cuyos pies lanzaran flechas eléctricas contra el suelo.
Aquella ala había albergado la Biblioteca de la Humanidad. Los ur-humanos eran la forma más antigua almacenada allí, y ahora, junto con todas las diversas variedades de la humanidad que los habían seguido, se habían perdido…, a excepción de Cley.
Le resultaba difícil comprender el impacto de la situación. Los robots la trataban con deferencia torpe y excesiva. Todos los supras le mostraban su respeto, y ella sentía su cuidadosa protección mientras trabajaba. A su vez, sin hacerse notar, observaba a los supras comandando a sus legiones de robots, pero no sabía cómo interpretar su estado de ánimo.
Entonces, un día, una mujer supra interrumpió de pronto su tarea y empezó a bailar. Se movía sin esfuerzo, girando y cabriolando, revoloteando sobre los escombros de la Biblioteca, las manos alzadas como para agarrar el cielo. Otros supras imitaron su danza y en unos instantes todos estuvieron moviéndose con sorprendente velocidad que no tenía ninguna nota de apresuramiento ni frenesí.
Cley supo entonces que estaba contemplando una estilización de los rituales ur-humanos que estaba más allá que ninguna otra cosa que su tribu hubiera empleado para espantar sus tormentos interiores. No captaba ninguna pauta en sus arabescos, pero sentía elementos sutiles en cada movimiento. Era extraño contemplar a varios centenares de cuerpos girar y danzar y brincar y deslizarse, sin mirarse unos a otros, sin canciones, ni la más leve música. En el silencio total, Cley no pudo encontrar ninguna señal del talento. Los supras permanecían completamente en silencio, girando cada uno de ellos en una curva cerrada. Bailaron sin pausa y sin muestras de cansancio durante el resto del día y a lo largo de toda la noche, hasta bien avanzada la mañana siguiente.
Cley contempló sus interminables bailes sin esperanza de poder comprenderlos. Sin pretenderlo, los supras le decían que estaba completamente sola. Buscador tampoco fue una buena compañía: dirigió a los supras sólo una mirada ocasional y pronto se quedó dormido. Cley añoró a su tribu e intentó dejar el recinto supra, pero al acercarse al perímetro su piel empezó a arder y a picarle de manera intolerable. Mientras las figuras altas y perfectas seguían danzando en la noche, ella recordó amores y vidas ahora perdidos en el embudo de la muerte, intentó dormir y no pudo.
Y entonces, sin ningún signo o gesto de advertencia, los supras se detuvieron, miraron a su alrededor y regresaron sin decir palabra al trabajo. Sus robots empezaron a moverse de nuevo y no se mencionó el asunto para nada.
Al día siguiente, mientras los trabajos continuaban, Seranis tomó muestras de su cabello, piel, sangre y orina.
Para la Biblioteca, explicó.
—Pero si ya no existe.
Ven.
Seranis la condujo a un portal destrozado. Buscador las acompañó. Cley había pasado toda su vida en la irregular belleza de los bosques, donde trabajaba su pueblo. No estaba preparada para las inmensas geometrías de debajo, las ondulantes galerías subterráneas que se perdían de vista, las hélices de alabastro que engañaban a los ojos haciéndoles creer que la gravedad había sido invertida.
Ya hemos empezado a reconstruir.
Equipos de robots de bronce manejaban grandes máquinas que producían brillantes paredes. La materia azul metálica manaba incesantemente; aunque Cley la tocó, un instante después la viscosa superficie era ya dura como una roca.
—¿Pero para qué? Habéis perdido el material genético —dijo. Prefería hablar en vez de usar el talento, por miedo a revelar sus verdaderos sentimientos.
Podemos salvar tu ADN personal, desde luego, y los pocos fragmentos que hemos recuperado aquí. En el bosque habitan otras especies. Necesitaremos tu ayuda para agruparlas.
De Seranis brotaban corrientes que la instaban amablemente a usar sólo su talento, pero Cley resistió, pues quería mantener la distancia entre ellas.
—Bien. Habéis leído mi hélice, ahora dejadme marchar…
Todavía no. Tenemos que iniciar una serie de procesos. Para recrear a tu especie necesitamos que nos guíes.
—Lo hicisteis sin mí antes.
Con dificultad y errores.
—Mira, tal vez pueda encontrar a algunos supervivientes de mi pueblo. Puede que hayáis pasado por alto…
Alvin está seguro de que no queda nadie.
—No puede estar seguro. Sabemos escondernos.
Alvin posee un grado de certeza que no puedes imaginar.
—Alvin se mueve en su propio arco —dijo Buscador, con su voz aguda y melodiosa, como luz bailando sobre el agua.
Seranis estudió con atención a la gran criatura.
—¿Lo percibes como un segmento de una topología superior?
Buscador se alzó sobre sus patas traseras, los músculos tensos bajo su piel, e hizo gestos con sus patas delanteras y sus manos, señales complejas que Cley no pudo descifrar.
—Primero resolvió la oposición central entre el interior y el exterior de Diaspar —dijo Buscador con su curiosa voz—. Lo hizo venciendo los bloqueos de la estrechez cultural, de la historia desconocida, de la agorafobia de su pueblo, de los ordenadores. Transformó esta oposición dentro-fuera saliendo, sólo para encontrar su reflejo en las oposiciones entre Lys y Diaspar. Para vencer esto, su espíritu lo convirtió en la oposición del provincianismo de la Tierra contra la expansión de la propia galaxia. Y confrontó a los ordenadores de Diaspar con una paradoja en la memoria bloqueada de uno de los robots de servicio de Shalmirane. Este acto le hizo salir de nuevo, en una nave espacial.
Seranis jadeó, era la primera vez que Cley veía a un supra impresionado.
—¿Cómo puedes saber…?
Buscador ignoró la pregunta.
—Y así, bajo los Siete Soles, encontró otra barrera, la jaula vacía de algo muy superior a la humanidad. Ahora se enfrenta a esta barrera espacial con su propia mente, y busca convertirla en una barrera en el tiempo.
—Yo… no comprendo —dijo Cley.
—Yo, sí. —Seranis estudió a Buscador—. Esta bestia ve nuestros movimientos en otro plano. Ha unido nuestras conversaciones y ésa es su deducción. ¿Pero qué quieres decir con eso de una barrera en el tiempo?
La ancha boca de Buscador se torció hacia abajo, en el gesto opuesto de una sonrisa humana. Cley sospechó que Buscador estaba forjando algo parecido a una sonrisa irónica, pues sus ojos brillaron con una especie de sonrisa líquida y saltarina.
—Ofrezco dos significados. Alvin retrocede en el tiempo, al filo de la evolución, en busca de los ur-humanos. Y a la vez busca algo fuera del tiempo, una nueva jaula.
Cley sintió un destello de alarma en Seranis.
—Eso es una tontería —dijo la supra, envarada.
—Por supuesto. Pero no me la he inventado yo —respondió Buscador con un sonido seco parecido a un ladrido que Cley habría jurado era una risa con oscuros significados.
Cley sintió una oleada de consternación sobre el mar de la mente de Seranis.
—¿Y luego? —preguntó Seranis.
—Ninguna jaula aguanta eternamente.
—¿Nos ayudarás?
—Tengo una causa superior —dijo Buscador en voz baja.
—Eso sospechaba. —Seranis alzó una ceja—. ¿Superior al destino de la vida inteligente?
—La vuestra es una inteligencia local.
—Una vez nos extendimos entre las estrellas… y podemos volver a hacerlo.
—Y sin embargo permanecéis atrapados dentro de vuestras pieles.
—Igual que tú —contestó Seranis con cortante precisión.
—Sabes que somos diferentes. Debes de poder sentirlo.
Buscador golpeó la prominencia craneana que remataba su hocico, como si llamara a una puerta.
—Puedo sentir algo, sí —le dijo Seranis, en guardia.
Cley no pudo detectar nada en Buscador. Se agitó incómoda, perdida en la velocidad y las diversas impresiones de la conversación.
—Los humanos tenéis emociones —dijo Buscador lentamente—, pero las emociones os poseen.
—¿Y tu especie? —aguijoneó Seranis.
—Tenemos ciertas urgencias que sirven a otras causas.
Seranis asintió, aumentando la sensación que tenía Cley de enormes reflexiones compartidas que parecían tan invisibles a los demás como el aire que respiraban. Todos vivían como hormigas a la sombra de montañas de milenios, y la enorme masa del tiempo ensombrecía cada palabra. Sin embargo, nadie hablaba con claridad. Tenuemente, imaginó que el paso de los milenios había oscurecido de algún modo todas las certezas, lanzando dudas sobre todas las categorías del conocimiento. La historia tenía ejemplos opuestos para cada regla. Todos los relatos eran al final resbaladizos, sospechosos, así que las conversaciones saltaban entre sombríos abismos de ignorancia y cornisas de dolorosos recuerdos antiguos como continentes, suavizando las lenguas con ambigüedad y culpa.
Buscador rompió el largo y forzado silencio que se había abierto entre ellos.
—Que sepamos, de momento somos aliados.
—Me alegro de oír eso. Me preguntaba por qué acompañaste a Cley.
—Deseaba salvarla.
—¿Pasaste por allí por casualidad? —preguntó Seranis, recelosa.
—He venido a enterarme de los nuevos peligros que amenazan a mi especie.
Seranis se cruzó de brazos, un gesto tan antiguo como la humanidad, que Cley supuso era igual para todas las especies: un juicio reservado, una leve duda.
—¿Desciendes de las copias que hicimos?
—¿De vuestra Biblioteca de la Vida? —Buscador tosió, como para cubrir una carcajada poco amable, y entonces mostró sus dientes amarillos y su amplia mueca ilegible—. Genéticamente, sí. Pero cuando liberasteis a mi especie, reemprendimos nuestras antiguas tareas.
Seranis frunció el ceño.
—Creía que originariamente erais compañeros de una especie humana ahora desaparecida.
—Eso creía esa especie.
—Es lo que dice la Biblioteca de Diaspar —recordó Seranis con cierto asomo de ira.
—Exactamente. Incluso así, fueron una especie sabia.
—¿Los ur-humanos? —preguntó Cley. Le gustaba pensar que la saga de sus antepasados había incluido amigos como Buscador.
Los grandes ojos de la bestia la estudiaron durante un largo instante.
—No. Eran una raza que conocía las estrellas de forma distinta.
—¿Mejor?
—Distinta.
—¿Y se han perdido por completo? —preguntó Cley, plenamente consciente de las masas ensombrecidas de la historia.
—Se han marchado.
—¿Se han marchado… o se han extinguido? —preguntó Seranis, recelosa.
—Desde vuestra perspectiva, no hay ninguna diferencia —dijo Buscador.
—Me parece que la extinción os cierra el camino —dijo Cley alegremente, esperando dispersar la tensión que de algún modo se había introducido en la conversación.
—Es igual —dijo Seranis—. La estabilidad de esta biosfera depende de mantener vivas muchas especies. Cuanto mayor sea su número, más diversificada será la vida en la Tierra, por si desastres futuros asedian al planeta.
—Y lo harán —dijo Buscador, asumiendo sin esfuerzo su postura para caminar, una señal de que no seguiría hablando.
¡Maldito animal! Seranis no pudo ocultar este pensamiento a Cley, o tal vez no quiso hacerlo.
Abandonaron en silencio la Biblioteca de la Humanidad. Seranis bloqueaba deliberadamente su talento para que Cley no pudiera detectar el más mínimo fragmento de sus pensamientos.