Descendieron a lo largo de la hilera de montañas nevadas. Cley se sorprendió al descubrir que vistos desde allí los picos eran como sacos arrugados arrojados descuidadamente sobre una masa oscura, y que todos los demás detalles desaparecían. No sabía, y Alvin no se lo dijo, que las montañas eran rasgos transitorios, escoria sacudida por el lento vals de los continentes.
Estas torres que asomaban tan orgullosamente se abrieron paso a través del lecho oceánico a medida que los mares se fueron secando. El nacimiento de los primeros picos había sido registrado en sus archivos por los humanos, pero ahora se había perdido en los recovecos llenos de detalles inútiles y recargados que todavía cosechaba Diaspar. Estos picos rugientes se alzaron durante la época en que floreció la mayor religión humana. Esa fe había convertido al mundo entero, había sondeado las profundidades filosóficas del alma humana de entonces, y ahora estaba completamente olvidada. Sólo el Guardián de los Archivos conocía el nombre de aquella creencia, pero no se había molestado en desvelar a Alvin esa época polvorienta. Las furiosas causas y grandes ilusiones del pasado eran como los fantasmas de cordilleras gastadas, hundidas ahora bajo océanos de arena.
Cley contempló las llanuras del desierto, que durante tanto tiempo habían sido la mortaja del cadáver de la Tierra y ahora eran obligadas a retirarse por la presencia de los bosques. Las extensiones de arena todavía lamían la joya de Diaspar. Vio, al sur, que desde la lejana Lys el largo dedo de un río apuntaba al desierto, acercándose serpenteante a Diaspar. La reconquista del planeta avanzaba alrededor de su lecho, y al verlo, una sensación de loca esperanza le abrumó. La pérdida de su tribu desapareció al menos durante un instante y se regocijó en el espectáculo de su mundo, contemplando por primera vez su intrincada integridad.
Algo se movió en el lejano horizonte. Cley señaló.
—¿Qué es eso?
—Nada peligroso —respondió Alvin.
En los límites de su visión telescópica, ella pudo distinguir una larga línea recta que apuntaba hacia abajo. Parecía moverse, y entonces la perdió entre las nubes distintas. Alvin la ignoró, ceñudo, mientras repasaba los innumerables datos que le ofrecían las paredes de la nave.
—¿Adónde vamos?
Alvin parpadeó, como si regresara de algún lugar distante.
—Al infierno y de vuelta.
Cuando ella frunció el ceño, aturdida, Alvin sonrió.
—Una vieja frase. Ven, te mostraré que el infierno habita en la Tierra… de momento.
Se zambulleron en el torbellino de una tormenta que asolaba el ecuador. Gruesas nubes henchidas de humedad salpicaban el aire. En los últimos años, Cley había sentido principalmente los vientos y la lluvia a medida que la humedad se esparcía por la ecosfera recompuesta.
La nave se abrió paso entre las capas de fina niebla, y descendió, atravesando el panorama de arenas barridas por el viento.
—Espera —murmuró Buscador, colocando su ancha mano sobre la de Cley.
Ella le dirigió una rápida mirada interrogativa. La marca en forma de antifaz en torno a los ojos de la criatura parecía prometer revelaciones malévolas. Al parecer, Alvin no prestaba atención más que a las pantallas, como si estas perspectivas de espacio y tiempo fueran comunes.
—¿Ves? —Hizo aparecer una amplia visión del desierto en una pantalla. Una red de finas líneas apareció lentamente, construyendo sus imágenes como pálidas venas bajo una piel lívida—. Los antiguos túneles subterráneos, guiando a ciudades que una vez tuvieron vida.
—¿Cuándo?
—Hace más años de los que podrías contar si no hicieras otra cosa durante toda tu vida.
Ella se quedó mirando. La pantalla mostraba finos entramados de calles bajo las arenas siempre cambiantes, las sombras de las ciudades cuyos nombres habían quedado ya perdidos.
—Hay tantas…
—Entonces hubo muchas alternativas a Diaspar. No las aprovechamos.
—¿Y ahora?
Alvin se echó a reír.
—¡Incontables! ¡Infinitas!
Para sorpresa de Cley, Buscador intervino, con voz suave y melodiosa.
—Hay más razas de infinitud que de finitud.
Alvin alzó las cejas, sorprendido.
—¿Sabes de transfinitos?
—Hablas de simples matemáticas. Yo me refiero a tu especie.
Buscador no le había hablado a Alvin desde que subieron a la nave. Cley vio que la bestia no se dejaba impresionar por el estilizado y rápido aparato. Permanecía sentado en completa tranquilidad, y nada escapaba a sus ojos brillantes y rápidos.
Alvin hizo una mueca.
—Muy bien, sabihondo. ¿Sabías que tu especie evolucionó para mantener a los humanos intelectualmente honestos?
—Eso creen los humanos —dijo Buscador con cierto retintín.
Cley no pudo leer su expresión.
Alvin pareció desconcertado.
—Yo… supongo que también nosotros tenemos ilusiones.
—La verdad depende de los órganos sensores —dijo Buscador entrecortadamente, con lo que Cley interpretó como un intento de ser amable. ¿O estaba imponiendo un juicio humano a las leves arrugas en torno a los ojos rasgados de Buscador, a la forma en que se afilaban sus orejas amarillas?
—Tenemos registros de las largas conversaciones mantenidas entre tu especie y la mía —empezó a decir Alvin—. Las he estudiado.
—Una biblioteca humana —contestó Buscador—. No nuestra.
Cley vio un abismo en los ojos de Buscador, la oscuridad que siempre existiría entre las especies. A lo largo de cientos de millones de años, las palabras fueron simples bengalas lanzadas contra la noche que se acercaba.
—Sí —dijo Alvin, sombrío—, y eso es lo que duele. Sabemos lo que pensaban e hicieron los humanos, pero empiezo a comprender que gran parte de la historia pasó fuera del alcance de la habilidad humana.
—Así debió de ser.
—Pero lo recuperaremos todo —dijo Alvin severamente.
—No podéis recuperar el tiempo.
Alvin asintió, fatigado. Cley conocía fragmentos de su historia, y vio que había cambiado en los siglos que habían pasado desde que era un niño atrevido capaz de alterar la fortuna humana. Un miembro de su propio pueblo habría adquirido sabiduría y muerto en el tiempo que había vivido este hombre; era otro signo de la enorme distancia que existía entre las especies. El espíritu de Alvin había menguado visiblemente, como si este vuelo le hubiera apartado momentáneamente de un hecho que no podía asumir.
La nave aterrizó junto a una pared negra que al principio Cley consideró sólida. Entonces vio las espirales gris ceniza abriéndose paso a través de las hinchadas nubes y supo que se trataba de la columna de humo que había visto durante días.
—La Biblioteca de la Vida —dijo Alvin—. La atacaron con algo parecido al rayo. Descargas que golpeaban, horadaban y perseguían. Encontraron el tesoro que no había descubierto la erosión del viento durante miles de años.
—¿Una biblioteca subterránea? —preguntó Cley. Su tribu se había reído del supra que les contó esta práctica, el intento de retener prisionero el conocimiento en una sustancia fija. La gente que vivía y trabajaba en el constante flujo de los bosques veía que la permanencia de las cosas no era más que una ilusión.
—Un legado separado de Diaspar —dijo Alvin amablemente—. Los antiguos sabían que su almacén no sería necesario en mi ciudad de cristal. Pero sintieron la urgencia de conservar sus conocimientos, y por eso los enterraron profundamente.
—Un rasgo humano recurrente —dijo Buscador.
—La única forma de comprender el pasado —replicó Alvin bruscamente.
—El significado pasa —repuso Buscador.
—¿Y la geometría transfinita?
—La geometría significa. No pasa.
Alvin gruñó con exasperación y abrió la escotilla de una patada. La brusca mordedura del humo hizo que Cley tosiera, pero Alvin no se dio cuenta. Emergieron a un clamor de actividad febril. Alrededor de la nave había legiones de robots. Los supras dirigían los equipos que salían de los túneles abiertos como bocas sorprendidas en el desierto, llevando consigo largos cilindros de brillante cristal.
—Estamos intentando salvar los últimos restos de la biblioteca, pero la mayor parte se ha perdido —dijo Alvin, apartándose rápidamente del murmullo gutural del enorme incendio. El humo salía a través de los canales abiertos en el desierto. Esta multitud de pequeñas cuñas manchadas de hollín componían la enorme pira que se alzaba sobre ellos, cubriendo la mitad del cielo.
—¿Qué había ahí dentro? —preguntó Cley.
—Vida congelada —dijo Buscador.
—Sí —contestó Alvin; su mirada traicionaba su sorpresa—. El registro del trabajo de toda la vida a lo largo de más de mil millones de años. Lo dejaron aquí, por si la raza necesitaba de nuevos almacenes biológicos.
—Entonces eso que arde es el código —dijo Buscador.
Alvin asintió amargamente.
—Un depósito de ADN del tamaño de una montaña.
—¿Por qué estaba en el desierto? —preguntó Cley.
—Porque existía la posibilidad de que llegara una época en que incluso Diaspar cayera, aunque la humanidad continuase. Eso dice el Guardián.
Las cuadrillas de robots se movían en filas exactas que ni siquiera podía romper el tumulto de la lucha contra el fuego. Avanzaban sobre ruedas, sobre piernas y vías, aplastando el suelo mientras lanzaban grandes cantidades de tierra y grava a las aberturas que todavía lamía el fuego. Cley pudo ver que las trincheras habían sido laceradas por grandes explosiones. Ahora el incendio saqueaba las profundas vetas de la sabiduría genética acumulada de todo el planeta, y los robots parecían equipos de insectos que corrieran automáticamente para proteger a su reina, conservando un legado que no podían compartir. Cley apenas podía apartar los ojos de la enorme pira donde se desvanecía la herencia de innumerables especies extintas.
Las máquinas los evitaron automáticamente mientras rebasaban una colina baja y salían a una llanura. Habituado a la perfección que conocía en Diaspar, Alvin no se molestó en hacerse a un lado mientras los batallones de robots pasaban junto a ellos. Buscador se asustó visiblemente ante el rugido y el viento levantado por las grandes máquinas al pasar peligrosamente cerca.
Cley vio que aquí ya había parches de hierba y árboles pequeños, vida renacida en las arenas muertas. Los supras corrían por todas partes, dirigiendo las columnas de robots con rápidos gestos e instrumentos de mano.
—El incendio no remite —dijo Alvin amargamente—. Intentamos sofocarlo enterrando las llamas. Pero los atacantes han usado una especie de fuego electromotor que sobrevive incluso a eso.
—Las artes de la guerra —comentó sardónicamente una mujer.
Cley se volvió y vio a una mujer alta y de poderosa constitución. Estaba un poco lejos, pero su voz pareció cercana, íntima.
—¡Alvin! —exclamó la mujer, y corrió hacia ellos—. Hemos perdido un filo.
La dolorida expresión de Alvin se hizo aún más intensa.
—¿Algo menor?
—El miriasoma.
—¿El de muchos cuerpos? ¡No! —La desesperación asomó en su cara.
—¿Qué es eso? —preguntó Cley.
Alvin contempló la distancia, la emoción batallando en su rostro.
—Una forma que conoció mi propia especie, hace mucho tiempo. Una inteligencia compuesta que usaba zánganos capaces de recibir instrucciones electromagnéticas. La criatura podía dispersarse a voluntad.
Cley miró a la mujer con intranquilidad, sintiendo una extraña tensión jugando al filo de sus percepciones.
—Nunca he visto una.
—No las habíamos revivido —dijo Alvin—. Ahora se han perdido.
—No te apresures —dijo Buscador.
Alvin lo ignoró.
—¿Estás segura de que los hemos perdido todos?
—Esperaba que quedaran rastros, pero… sí. Todos.
Cley oyó a la mujer y al mismo tiempo sintió una voz más profunda resonar en su mente. La mujer se volvió hacia ella.
—Tienes el talento, sí —dijo—. Escucha.
Esta vez, la voz de la mujer sonó únicamente en la mente de Cley, entrelazada con extrañas y tamborileantes notas bajas.
Soy Seranis, una supra que comparte esto.
—No comprendo —dijo Cley. Miró a Buscador y Alvin, pero no pudo leer sus expresiones.
Os hemos recreado a los ur-humanos a partir de los datos de esta Biblioteca. Os mejoramos para que pudierais comprendernos a través de este talento directo.
—Pero Alvin no…
Es de Diaspar y por eso carece del talento. Sólo los de Lys tenemos los hilos de magnetita de microondas activa en el cerebro y el cráneo. Se intercalan en torno a los circuitos neurológicos, los vuestros y los nuestros. Cuando la actividad eléctrica los estimula, aumentan y transmiten nuestros pensamientos.
Seranis tomó las manos de Cley y las alzó, las palmas hacia arriba, y luego las acercó lentamente a sus propias sienes. Cley sintió que la voz se hacía más fuerte.
Soy antena y receptor, igual que tú.
—¡Nunca pude hacer esto antes! —dijo Cley en voz alta, como si el nuevo talento la hiciera dudar de su antigua voz.
El talento debe ser estimulado primero, ya que no es connatural a los ur-humanos. Seranis sonrió sardónicamente. Puede que ayudara a tu especie en su momento. Los de Lys lo tenemos porque hemos vivido durante mucho tiempo para el conjunto, para nuestra comunidad. Esto nos une.
—¿Y Alvin?
Diaspar es dueña de los mecanismos urbanos; Lys, de la majestuosidad de los bosques. Su arte escapa a sus fronteras, mientras que el nuestro canta sobre nuestro tiempo y comunidad. Diaspar rechazó la cálida intimidad del talento, aunque es un placer interminable. Y los de Lys pagamos por esto el precio de la mortalidad.
—Este talento… ¿os mata?
Seranis sonrió cansinamente.
Sí. Al ser forzado, es inevitable que el cerebro pierda estructura, sustancia. Compartimos con vosotros los ur-humanos este defecto definitud.
Cley supo que estaba hablando con la persona que había recuperado a su especie para el mundo, aunque no podía decidir si sentirse agradecida o furiosa.
—¿Entonces por qué nos disteis este don, si no lo temamos antes…, antes de que nos sacarais de vuestra Biblioteca?
¿Apareció un rápido destello de cautela en la tensión de los labios de Seranis?
Por ahora, digamos simplemente que os conocemos lo suficientemente bien para apreciar vuestras dichas cinestéticas, vuestra rápida y celosa visión del mundo. Hemos perdido eso en Lys.
¿Perdido en mentiras?, pensó Cley.
Seranis parpadeó, y Cley supo que la había comprendido. El chistecito se abría paso incluso en este extraño medio.
Creímos en la gran mentira sobre los Invasores, sí, dijo Seranis sombríamente. Algunos dicen que por eso nos llaman así.
—¿Invasores?
Antaño, Diaspar y Lys creían que la humanidad huyó de las estrellas, acosada por otra raza. Pero la realidad, descubierta por Alvin cuando se aventuró fuera de Diaspar, camino de Lys y aun más allá, es que la humanidad se retiró ante la existencia de mentes superiores entre las estrellas. Intentamos hacer evolucionar fuerzas aún más grandes, mentes libres de la propia materia. Y tuvimos éxito. Pero el agotamiento y el miedo nos hicieron replegarnos en la apatía mientras las ciudades morían y las esperanzas se desmoronaban.
Una inmensa tristeza teñía estos pensamientos, largas notas que se aferraban a la mente de Cley como un canto fúnebre y lastimero. Tenían por contrapunto la presión del mundo a su alrededor, una mezcla del lejano crepitar del fuego, el ácido aroma del humo aceitoso, los roncos gritos de las órdenes y las quejas, el sombrío rechinar de las pesadas máquinas.
Advirtió que Alvin la estudiaba con interés, y recordó que había pronunciado su nombre. De inmediato experimentó un atisbo del abismo que se había abierto entre ella y cualquiera que no pudiera captar la suave velocidad de este nuevo talento, su fino calor y sus significados enmascarados.
Y aún había más: pura sensación desencadenada. Seranis se volvió para dar una orden de viva voz a una de las máquinas, y Cley sintió un eco del movimiento de la mujer, la toma de aire, diminutas presiones y reflejos. En las profundidades más recónditas de Seranis ardía un lento fuego sexual. El pueblo de Lys había conservado las pasiones de la humanidad remota, el disfrute carnal y el goce que inundaba la mente de gemidos animales, convocando el latir de urgencias depositadas en los cerebros de reptiles sobre costas de lodo.
Seranis era adulta de una forma que Alvin nunca podría serlo. No era algo bueno ni malo: cada subespecie había elegido caminos profundamente distintos.
—Ah, sí —se obligó a decir Cley, apartando su atención de la cálida y abrumadora satisfacción de este nuevo talento—. Yo, yo…
—No tienes que decir nada —sonrió Alvin—. Te envidio. Es más, te necesito.
Filas de robots sobre ruedas pasaron rugiendo junto a ellos, imposibilitando la comunicación, esparciendo guijarros por el aire. Buscador se movió nervioso de un lado a otro, contemplando las gigantescas máquinas. Ahora tenía el aspecto de un animal atrapado en un entorno extraño, alerta y nervioso. Cley se preocupó por él, pero sabía que no podía hacer nada por Buscador sin la aprobación de los supras.
—¿Me necesitas? —preguntó—. ¿Para qué?
—Ahora eres una rareza —dijo Alvin tranquilamente—. Por eso inicié la búsqueda.
El rayo alcanzó a nuestros ur-humanos, intervino Seranis. El propio Alvin buscó supervivientes, pero…
Cley miró a Alvin y luego a Seranis, plenamente consciente de su fingida tranquilidad. Eran casi el doble de grandes que ella, y sus pieles achocolatadas rebosaban salud. Sin embargo, Seranis tenía líneas en el rostro que le daban una geometría grave y arrugada. Sus ropas ondulaban para acomodarse a cada movimiento. Un aire de inconsciente bienestar gravitaba alrededor de sus esbeltas figuras. Cley se miró a sí misma: magullada por heridas, arañada por los matojos, la piel agrietada, manchada y sucia.
Sintió un arrebato de vergüenza.
Lo siento, le dijo Seranis, preocupada. Ha sido un residuo de mis propias emociones. La desnudez tiene connotaciones sexuales y sociales en Lys.
—¿Por mostrar simplemente la piel? —preguntó Cley, asombrada. Su pueblo disfrutaba del roce del mundo contra su carne, pero no significaba nada más. Para ella, la pasión surgía del contexto, no del atuendo.
La especie de Alvin no lo siente, ya que los inmortales no necesitan reproducirse.
—¿No practican el sexo?
Rara vez. Hace mucho tiempo se alteraron a sí mismos (una corriente sumergida añadió, con un leve tinte de risa ambarina: O tal vez las máquinas hicieron alguna pequeña poda), para evitar el fermento de la sexualidad. Anularon las señales sexuales, todos los signos y gestos inconscientes. Sin embargo, yo aún conservo esa tendencia, y te he transmitido algunos de mis sentimientos. Yo…
—No importa —dijo Cley. Normalmente no sentía ninguna vergüenza, y prefería con mucho su actual desnudez. Las ropas la privaban de su libertad y de su fina sensibilidad.
Lo que sí la molestó fue la súbita sensación de inferioridad. Se había ido acumulando, unida al incómodo embarazo y cabalgando sobre su conocimiento de que su especie era muy limitada. Para los supras, ella era un fósil viviente.
Recordó con cierta satisfacción que Alvin era sordo a las veloces corrientes de talento y por eso habló en voz alta, aunque los pastosos movimientos de su lengua y su garganta empezaban ya a parecerle brutales y torpes.
—¿Por qué te preocupas tanto por nosotros?
—Los ur-humanos sois valiosos —dijo Alvin con cautela.
—¿Porque podemos hacer trabajos inferiores? —preguntó Cley sarcásticamente.
—Sabes que tenéis habilidades para tratar con sistemas biológicos de las que carecemos las adaptaciones posteriores —dijo Seranis lisa y llanamente.
—Oh, claro. —Cley alzó un pequeño dedo que transformó rápidamente en cinco herramientas diferentes: aguja, conector, biollave, podador, enlazador—. ¿Esto no fue cosa vuestra?
—Bueno —dijo Seranis cuidadosamente—, en efecto modificamos unas cuantas cosas. Pero los ur-humanos tenían todas esas capacidades subyacentes.
La boca de Cley se retorció, llena de ironía.
—Buena cosa que me hayáis dado este talento para hablar. Puedo notar que hay algo que no queréis decirme.
—Tienes razón. —Alvin abrió los brazos para abarcar el humo que se alzaba como una barrera sólida y ominosa—. Estamos preocupados porque pudimos perderos a todos. —¿Perdernos a nosotros? Captó pensamientos de Seranis, pero las capas eran cuñas superpuestas, nubladas por significados que podía sentir pero no descifrar. En el instante entre perderos y nosotros sintió un largo intervalo en el que pesados bloques de significado pasaron corriendo junto a ella. Era como si objetos inmensos corrieran en una amplia sala abovedada que sólo pudiera ver a través de sombras. Sintió entonces la verdadera profundidad y velocidad de Seranis, supo que a través de este exuberante talento flotaba en una diminuta esquina de una inmensa catedral de ideas, lejos del gran crucero, e inconsciente de laberintos ocultos para siempre. Había pasadizos abiertos muy lejos, reducidos por la perspectiva a pequeñas bocas bostezantes, aunque Cley supo al instante que eran corredores de pensamiento por los que ella no podría aventurarse en toda su vida. El silencio hueco de estos gélidos espacios, todos parte de Seranis, contenía un misterio ininteligible. A pesar de su tamaño y su extraña gracia líquida, esta gente parecía humana, pero Cley supo de repente que eran tan extraños como cualquier bestia que hubiera visto en los bosques. Sin embargo, se encontraban dentro de la larga tradición genética de su especie, y por eso les debía cierta lealtad. Con todo, el enorme tamaño de sus mentes…
—Podríamos haberos perdido —dijo Alvin, con lo que ella comprendió que era paciencia indulgente—. Los registros de tu especie fueron destruidos en el ataque. Todos los otros ur-humanos fueron reducidos a cenizas. Tú, Cley, eres el último ejemplar que queda.