La mujer durmió durante dos días.
A veces se agitaba, gritando roncamente, sus palabras confusas más allá de la posibilidad de comprensión. La criatura la había acercado cuidadosamente a la sombra de algunos altos árboles cuyas ramas formaban curiosos rizos parecidos a garfios en su copa. Buscó frutas sencillas y alimentó a la mujer con trocitos pequeños, para que el jugo pudiera correr por su hinchada garganta. Se contentó con comer animales pequeños, que capturaba manteniéndose quieto durante largos períodos de tiempo, permitiendo que se acercaran hasta quedar a su alcance. Esto le resultó suficiente, pues sabía cómo conservar la fuerza sin dejar que su atención se distrajera de los débiles pero persistentes ritmos de recuperación de la mujer.
Los usos de la fantasía son muchos, y la curación no es el menos importante de ellos. La mujer dormía no sólo porque ésa fuera la mejor forma de recuperarse. Tras sus párpados abultados una fina capa situada ante el neocórtex repasaba los hechos que habían provocado su situación actual. Este subcerebro integraba los elementos emocionales y fisiológicos, repitiendo sus acciones, buscando un momento significativo en que pudiera haber evitado su desgracia.
Hubo algún consuelo al saber, por fin, que nada podría haber cambiado el resultado. Cuando la mujer llegó a esta conclusión, su abotargamiento la abandonó y su cuerpo pareció suavizarse ante los ojos de la criatura-mapache. Algunos recuerdos fueron descartados en este proceso, pues eran demasiado dolorosos para poder soportarlos, mientras que otros fueron ampliados para conseguir una especie de equilibrio narrativo. Esta fase de corrección la salvó de una carga de remordimiento y ansiedad que, en las primeras formas de la humanidad, la habría atormentado durante años.
Al segundo día, la mujer empezó a entonar una especie de canción confusa. Despertó al anochecer. Contempló el largo hocico de su cuidador y preguntó, aturdida:
—¿Cuántos… sobrevivieron?
—Sólo tú, que yo sepa. —La voz de la criatura era baja y sin embargo poderosa, como una nota grave que se hubiera abierto paso a través de la garganta de una flauta.
—¿Ninguno…?
La mujer permaneció en silencio durante un rato, estudiando la luna verde que nadaba tras las montañas.
—Los supras… —dijo débilmente.
—¿Ellos hicieron esto?
—No, no. Vi a algunos humanos, como nosotros, en aparatos voladores. Los supras estaban ocupados…, muy lejos. Creí que nos ayudarían.
—Han estado ocupados. —El animal señaló el sur. A la tenue luz del crepúsculo una gruesa columna de denso humo se alzaba como una lápida de obsidiana.
—¿Qué…?
—Está allí desde ayer.
El sombrío y lejano desastre había reforzado la resolución de la criatura.
—Ah.
La mujer cerró los ojos y entonces cedió a su curioso sueño y su agitar de párpados. Para ella, fue un descenso a un laberinto donde luchaban ansias gemelas, venganza y supervivencia. Estos dos instintos, antiguos ya antes de que los primeros homínidos empezaran a caminar, apenas eran parejos a la seguridad. Sin embargo, si no sintiera la fuerza de su competición, no se habría considerado un auténtico ser humano.
Se levantó al día siguiente. Tambaleándose, se acercó al arroyo, donde bebió largo rato. Le faltaba un dedo en la mano izquierda, pero insistió en ayudar a la criatura a buscar bayas y hojas comestibles. Habló poco. Las dos se refugiaron cuando unas naves plateadas destellaron en el cielo, pero esta vez no hubo ninguna explosión distante, como ella recordaba de antes. No habló sobre lo que había sucedido, y su compañera no preguntó.
Encontraron tres humanos reducidos a cenizas, y la mujer lloró ante cada pérdida.
—Nunca había visto armas antes —aseguró—. Como llamas vivientes.
—Vuestro enemigo se encargó de quemarlos a conciencia.
Ella examinó los huesos masacrados.
—Tenían extraños aparatos voladores. Disparaban rayos, explosiones…
Durante la cena, ella volvió a entonar la hipnótica canción que la había sacado antes de su sueño, y su sombría voz sostuvo las notas altas. Entonces sus ojos se llenaron bruscamente de lágrimas y la mujer tuvo que salir corriendo hacia los matorrales. Volvió más tarde, intentando sonreír, sabiendo que la necesidad de ocultar las emociones era una característica humana y que por tanto no significaría nada para la criatura-mapache.
—Me llamo Cley —dijo a la mañana del tercer día, rompiendo el largo silencio—. ¿Utilizáis nombres?
La criatura no empleaba nombres en su relación con los de su propia especie, pero sabía que los humanos sí lo hacían, y también los animales que los imitaban.
—Me llaman Buscador de Pautas.
—Bien, Buscador, te doy las gracias por…
—Nuestras especies son aliadas. No tienes que decir nada.
Buscador bajó la cabeza de un modo que parecía innatural. Cley advirtió con sorpresa que Buscador había estudiado a los humanos lo suficiente para intentar este gesto, invocando humildad.
—Con todo, te debo mucho.
—Mi especie surgió después de la tuya. Nos beneficiamos de vuestro esfuerzo.
—Dudo que os hiciéramos mucho bien.
—La vida se basa en la vida. Tu especie no era más que fósiles y polvo cuando empezamos a andar.
Recogieron bayas en silencio. Buscador podía alzarse, como un centauro, o incluso permanecer completamente erguido sobre sus patas traseras, usando sus zarpas a modo de torpes manos. Esto le servía para capturar muchos peces pequeños en el frío arroyo que corría sobre negros guijarros. Comieron los peces amarillo verdosos sin usar fuego y permanecieron ocultos entre los árboles. Cley había procesado ya su profunda sensación de pérdida después de varias noches y el dolor había remitido, permitiendo que el color volviera a sus mejillas y dejando que su agudeza regresara. Buscador y ella se pusieron a explorar el bosque para hallar más cuerpos, y esto le dio fuerzas a pesar de lo que temía encontrar.
No estaba casada con nadie, varón o hembra, pero conocía íntimamente a cada miembro de su tribu. Los restos calcinados y anónimos eran, en cierto modo, una bendición. Al parecer, algunos se habían podrido y luego fueron quemados.
Buscaron sistemáticamente durante toda la tarde, pero sólo hallaron más cadáveres calcinados. Finalmente, se encontraron ante un amplio valle, cansados, sin saber qué hacer a continuación.
—Espero que te encuentres bien —dijo una voz tras ellos.
Cley se giró. Buscador se perdía ya con líquida gracia entre los árboles cercanos. Un hombre alto y fornido se alzaba sobre la cubierta exterior de un vehículo de color de bronce que flotaba silenciosamente en el aire. Había aparecido tras ellos sin que siquiera Buscador lo advirtiera, y esta circunstancia, mucho más que su tamaño y el silencioso poder de su nave, dijo a Cley que no tenía ninguna oportunidad de escapar. Parpadeando contra el resplandor del sol, vio que se trataba de un supra.
—Yo… sí, estoy bien.
—Uno de nuestros exploradores admitió por fin que no estaba seguro de que todos los cuerpos que vio estuvieran muertos. Me alegro de haber decidido comprobarlo.
Mientras hablaba, su nave se posó suavemente junto a Cley y el hombre bajó sin mirar al suelo. A pesar de su tamaño, se movía con agilidad.
—Mi amigo me salvó.
—Ah. ¿Puedes presentármelo?
—¡Buscador! ¡Ven, por favor!
Divisó una oscura masa moviéndose entre los matorrales, más cerca de lo que esperaba, y en el lugar contrario a la dirección que había emprendido al marcharse. Buscador debía de ser más rápido de lo que parecía. El follaje apenas se agitó, pero ella supo que estaba allí, todavía cauteloso. El hombre sonrió levemente y se encogió de hombros.
—Muy bien.
—¿Has venido a enterrar a los míos? —dijo Cley, mordaz.
—Si es necesario, sí. Habría preferido salvarlos.
—Demasiado tarde.
La tristeza asomó en el rostro del hombre cuando asintió.
—Los exploradores informaron de la presencia de algunos cuerpos, pero todos han sido quemados. Eres la única que he encontrado… deliciosamente viva.
Sus suaves modales eran enloquecedores.
—¿Dónde estabais los supras? ¡Ellos nos cazaron, nos persiguieron, nos mataron a todos!
El rostro del hombre mostró una rápida sucesión de emociones, todas demasiado rápidas para que ella pudiera leerlas antes de que apareciera la siguiente. No dijo nada, aunque su boca se convirtió en una línea tensa y sus ojos se humedecieron. Señaló la columna de humo que todavía ascendía en el lejano horizonte.
Cley siguió su movimiento.
—Supongo que teníais que defender a los vuestros, pero no podríais… —dijo severamente.
Su voz se apagó al ver el gesto de dolor que contrajo la cara del hombre cuando sus palabras le hicieron mella. Entonces su boca volvió a apretarse, y asintió.
—Atacaron obras nuevas y viejas por igual.
No pudimos prever qué pretendían, y cuando lo hicimos, fue demasiado tarde.
La furia de Cley, acallada un instante por la vulnerabilidad del hombre, regresó como una quemadura ácida en el fondo de su garganta.
—¡No teníamos nada para defendernos!
—¿Crees que nosotros teníamos armas?
—¡Los supras lo tienen todo!
Él suspiró.
—Nos protegemos gracias a nuestras máquinas trabajadoras, gracias al genio de nuestro pasado.
—Hubo luchas en el pasado. He oído…
—El pasado lejano. Mucho antes de vuestra época. Nosotros…
—Pero ellos sí sabían cómo. ¿Por qué vosotros no?
La expresión del hombre volvió a cambiar varias veces con una velocidad que ella encontró desconcertante. Entonces una grave amargura torció su boca en una sonrisa sardónica.
—Dime quiénes son ellos y tal vez pueda responderte.
—¿Ellos? —Cley sintió dudas—. Pensaba que lo sabíais. Ellos… bueno, se parecían más a nosotros…
—¿Qué a mí?
Ella le estudió durante un largo instante. Tenía el doble de su tamaño, con una cabeza enorme. Sin embargo, sus orejas eran pequeñas y su nariz, gruesa, como si fuera una corrección de última hora.
—Sí, tenían nuestro tamaño. Sus cabezas eran humanas, y…
—Ur-humanas —corrigió el hombre, ausente, como si estuviera distraído.
—¿Qué?
—Oh, lo siento mucho. Os llamamos ur-humanos, puesto que sois la forma más primitiva que existe.
La boca de la mujer se volvió blanca.
—¿Y cómo os llamáis a vosotros mismos?
—Ah, humanos —dijo él, incómodo.
—Bien —recalcó Cley—, los que quemaron vuestra ciudad y nos mataron, eran también ur-humanos.
—¿Tenían lóbulos en las orejas?
—Yo… no puedo recordar. Las cosas se sucedieron con mucha rapidez y…
—¿Tenían los dientes muy espaciados, como los vuestros? Ésa fue una de las primeras modificaciones de las formas homínidas aún más primitivas, según he deducido de mis estudios con el Guardián de los Archivos.
—Mira, yo…
—Las separaciones impedían que la comida se acumulara y se pudriera. Nosotros usamos ese diseño, como puedes ver, pero también desarrollamos nuevos dientes cada siglo para compensar el desgaste. Si…
—¿Crees que tuve tiempo para fijarme en eso?
La expresión estudiosa y distraída a la vez del hombre desapareció cuando parpadeó.
—Simplemente esperaba contar con tu ayuda.
—Tu pueblo gobierna el mundo, no el mío.
—Ya no —dijo él sobriamente.
Ella dominó el amargo torrente que la anegaba y dijo, en voz baja:
—¿Quiénes fueron?
—No lo sé. Parecían humanos.
—No eran como mi pueblo.
—Por supuesto que no. Poseéis sólo las habilidades adecuadas para vivir en los bosques. Esa gente domina una tecnología bélica que es infinitamente antigua.
El hombre miró al cielo con aprensión, frotándose el hombro, como si lo sintiera rígido. Ella advirtió que su liviano traje de una sola pieza estaba manchado y rasgado.
—¿Luchasteis contra ellos?
—Como mejor pudimos. Nos sorprendieron y sólo vimos llamas.
Buscador habló tras ellos.
—La llama regresó aquí, más tarde, para quemar a los humanos muertos.
Los dos humanos dieron un respingo.
—Eres muy silencioso —dijo el hombre, parpadeando.
—Una de nuestras habilidades —contestó Buscador—. ¿No encontraste ningún humano sin quemar?
El hombre frunció el ceño.
—Todavía no.
—Dudo que lo hagas. Son concienzudos.
—¿Por qué fueron a vuestras ciudades? —preguntó Cley.
—Venid. —El hombre dio la orden sin apartar los ojos del cielo. Su voz mostró un rápido aleteo de emoción cuando tendió la mano a Buscador—. Buen aliado, nos marchamos.
Esto pareció suficiente para Buscador. La nave se ladeó momentáneamente cuando la criatura subió a bordo. Cley atravesó el amplio pasillo de la escotilla y se encontró ante una cabina de control cómoda y simple. El supra se sentó y la nave partió sin apenas un murmullo.
—Me llamo Alvin —dijo, como si todo el mundo supiera quién era. Su desenfadada confianza fue más significativa para la mujer que su nombre, y respondió a sus preguntas sobre los últimos días con frases cortas y precisas. Ella se había encontrado con algún supra en raras ocasiones y éste no se estaba ganando su confianza.
Pero mientras ascendían rápidamente, Cley se quedó boquiabierta, sin intentar ocultar su sorpresa. En unos segundos vio que las tierras donde había vivido y trabajado se reducían a un simple punto en un lienzo enorme. Contempló las montañas que admiró siendo niña reducirse a soldaditos de un ejército que marchaba hacia la curvatura del mundo. Su tribu conocía bien la verde complejidad del bosque, pero ella no había comprendido bien el alcance de las obras de los supras. Muchos finos ríos de color marrón fluían a través de estrechos cañones, dando a la hilera de montañas el aspecto de un espinazo nudoso del que surgían muchos nervios para alcanzar los oscuros desiertos de más allá. Brillantes cimas nevadas coronaban los picos más altos, pero Cley vio que no eran la fuente de los incontables ríos. Cada nervio fangoso comenzaba bruscamente en las alturas de un cañón y se internaba en las profundidades.
Cley señaló, pero antes de que pudiera formular la pregunta, Alvin le contestó.
—Los alimentamos por medio de túneles. Los grandes Lagos Milenarios se encuentran en las profundidades.
Esta reestructuración del paisaje tenía sólo unos pocos siglos de antigüedad, pero la capa de humedad había reclamado ya gran parte del reseco continente del planeta. Alvin se acomodó en su asiento, indolente, mientras su nave trazaba un largo giro para mostrarle a ella el territorio. Cley divisó una chispa de metal pulido muy lejana, casi en la misma curvatura del planeta.
—Diaspar —dijo Alvin.
—La leyenda —susurró ella.
—Es bastante real —repuso él, observando las pantallas que estudiaban el espacio que los rodeaba.
—¿Fueron también allí?
—¿Los atacantes? No. Y no tengo ni idea de por qué.
—¿El nombre Diaspar viene de «desesperación»?
—¿Qué? —Alvin se enderezó—. No, por supuesto que no. ¿Quién te ha dicho eso?
—Era un chiste nuestro —dijo ella para tranquilizarle—. Decíamos que los supras permanecisteis tanto tiempo aislados allí dentro que…
—¡Tonterías! Salvamos a la humanidad, aguantando mientras el desierto avanzaba. Nosotros…
—¿Y esa mancha verde? Allí, junto a Diaspar.
—Es Lys.
—¿Mentiras? ¿Alguien dice mentiras?
—¡No! Mira, no sé qué hacéis para divertiros los ur-humanos, pero no encuentro…
—Simplemente estaba recordando algunos chistes primarios.
Alvin sacudió la cabeza. Sus ojos no abandonaron las pantallas y ella advirtió que debía de estar buscando una señal del regreso de los atacantes. No podía imaginar cómo pudieron desaparecer tan rápidamente y eludir a los supras. Pero la Tierra era grande, y en esta zona había muchos lugares donde esconderse.