SEGUNDA PARTE

19
EL REGRESO DEL MAL

La mujer desnuda parecía muerta. Eso consideró el pájaro de cuatro alas que revoloteaba en el pálido cielo de la tarde. El pájaro trazó perezosos arabescos con la mujer como centro, manteniendo el cadáver bajo su precisa mirada. Aleteó cómodamente, regocijándose en la brisa cálida que procedía del macizo rocoso cercano. Sus alas delanteras desviaban el viento hacia las amplias y finas alas traseras reticulares, despertando en él un placer antiguo. Pero entonces las directrices introducidas en sus genes más profundos lo obligaron a volver a su tarea asignada: encontrar humanos vivos en esta zona y solicitar ayuda.

La porción más alerta de su inteligencia extrañamente formada decidió que esta mujer, que no se había movido durante largos minutos, estaba muerta con toda seguridad. Tomó esta decisión no de modo razonado, sino por un sentido práctico insertado mucho antes de que pudiera entender de razones. Las rocas alrededor de la cabeza de la mujer mostraban manchas oscuras y una gran herida florecía sobre sus costillas, como un amanecer púrpura.

El pájaro ya había visto más de veinte humanos muertos entre los árboles, convertidos en cenizas. Decidió no informar de este cuerpo como posible candidato. Eso ocuparía un tiempo valioso, y los miembros de esta curiosa y aburrida sub-especie de humanos eran notablemente frágiles.

El pájaro cuatrialado tenía mucho territorio abrupto por cubrir y se le estaba haciendo tarde. Gravitó durante un largo instante, indeciso como sólo puede estarlo una inteligencia considerable, alzando las alas delanteras y bajando las traseras. Entonces el cuatrialado se marchó, escrutando cada diminuta mancha del terreno.

Las sombras de la tarde habían aumentado considerablemente antes de que la mujer se agitara, su débil respiración perdida bajo la risa del arroyo cercano. Su aliento silbó entre sus dientes rotos.

El sonido atrajo a una madre de seis patas que se acercaba con dos cachorros a la fangosa ribera. La muerte de la mujer habría convocado público entonces. Pero las esbeltas criaturas vieron que la mujer se parecía de verdad a los que realmente gobernaban el lugar, aunque olía de forma diferente.

La madre instruyó a sus cachorros para que tomaran nota y respetaran siempre aquella forma, ahora rota pero siempre peligrosa. Usó un lenguaje de escueto vocabulario pero compleja estructura gramatical, en el que las inflexiones contenían estratos de significado. Puso énfasis en su argumento con rápidos gestos, usando sus patas medias.

La veloz huida de la familia corriente abajo tino con su olor una ráfaga de viento, que a su vez provocó el interés de una criatura más curiosa. Se trataba de un descendiente lejano del mapache, y su pelaje era un rico remolino rojo y castaño cargado de símbolos. El astuto animal evaluó rápidamente la situación desde la cobertura de las zarzas.

Era cauteloso, pero no pusilánime. Para él, el tema más importante era relacionar la presencia de la mujer moribunda con el elaborado significado de su propia vida. Desde su nacimiento, había integrado cada experiencia con su sentido innato del equilibrio y la escala apropiada. De hecho, éste era el único propósito de su conciencia. Tal integración era completa y estaba por completo más allá de la habilidad humana, pero emergió sin esfuerzo, esparcidos a lo largo de mil millones de años los resultados de los hechos de su evolución. El revivir de su especie unos cuantos siglos antes había forjado con fidelidad una criatura superior en muchos sentidos a la figura que ahora observaba con atención.

Por fin, y comprendiendo adecuadamente la pauta de hechos que podrían desencadenar sus acciones, como las sucesivas ramas de un árbol infinito, la bestia parecida a un mapache avanzó. Olió a la mujer. También notó la brusca mordedura de mierda cercana por donde había pasado horas antes un pequeño depredador, vaciló un momento, y decidió entonces que la mujer era una perspectiva mejor para esta noche, cuando estuviera ya bien muerta. La información onduló sobre el fondo habitual de los sabores del atardecer: el fuerte aroma del granito enfriándose, el dulce perfume de las flores eternas, el olor mustio de los hongos absorbiendo agua del silencioso arroyo que caía de las colinas.

El cráneo hinchado de la mujer era el peor problema. El disco óptico asomaba en ambos ojos. Con largas manos que sólo anunciaban levemente su origen de zarpas, la criatura palpó los huesos desconocidos entre la piel y el músculo. El brazo derecho estaba torcido en una postura imposible. Varias costillas estaban rotas.

Esta forma específica tomada del espectro humano no existía en la época del origen de la criatura-mapache, así que resultaba un enigma interesante. El diseño del cuerpo era arcaico, un remiendo de soluciones temporales para problemas transitorios. Sin embargo, la evolución había santificado a estas criaturas y les había permitido tener éxito en el brusco mundo natural.

La criatura se dispuso a sanar el cuerpo. No sabía cómo había llegado aquí la mujer, ni que fuera especial de algún modo. Usó torpemente las técnicas que pertenecían a su segunda naturaleza, masajeando puntos del cuerpo que, según sabía, emitían hormonas restauradoras. Usó los codos (un rasgo incómodo pero inevitable que todavía no había sido mejorado por la naturaleza) para generar vibraciones curativas. La blanda hinchazón de la sien derecha respondió a la rítmica presión ejercida sobre la espina dorsal. La criatura pudo sentir que la presión remitía lentamente y se difundía por toda la cabeza de la mujer. Sus imperativos glandulares cerraron las hemorragias internas. Los estímulos en el cuello y el abdomen hicieron que sus órganos internos comenzaran a filtrar la sangre coagulada.

El crepúsculo trajo el rumor del movimiento a las grandes orejas de la bestia, pero ninguno de aquellos sonidos implicaba peligro. La criatura se sentó cómodamente junto a la mujer tendida y durmió, aunque con un sentido alerta que la mujer nunca podría conocer. Cuando ella empezó a murmurar, la criatura advirtió que podía comprender sus palabras.

—… escapemos… abajo… abajo… no puede vernos… desde el aire…

Gran parte de sus palabras no era más que sueños febriles. Durante breves instantes la coherencia de la criatura le hizo comprender que la mujer había sido perseguida sin piedad desde un aparato volador, junto con su tribu.

La tribu no había escapado. La suave brisa nocturna que procedía de las llanuras más cálidas situadas al oeste traía consigo la dulce promesa de carne podrida al sol de la mañana. La criatura cerró sus fosas nasales al olor.

El ser-mapache se sintió agradablemente sorprendido al ver que podía comprender las palabras de la mujer. Las tierras de esta zona estaban llenas de formas de vida obtenidas después de dos mil millones de años de creación incesante, y la mayoría de ellas no podían entender los lenguajes de las demás. Esta mujer debía de haber aprendido (tal vez por sintonización genética) los complejos lenguajes que usaban las criaturas más avanzadas.

La gran criatura consideraba que abarcar ese conocimiento era un error, una presunción retorcida y tal vez arrogante. Una forma humana primitiva como ésta seguramente se confundiría con una habilidad tan compleja y desorientadora. El lenguaje surgía de una visión del mundo. La rica telaraña de comprensiones que habían formado su lenguaje actual apenas podía encontrarse a gusto en sus revueltos confines mentales.

Normalmente, el ser-mapache no cuestionaba las acciones de las formas humanas avanzadas llamadas supras. Pero esta mujer malherida, con la piel lacerada y llena de profundas magulladuras, le provocó dudas. Tal vez sus heridas surgían directamente de su conocimiento.

Sin embargo, después de reflexionar un poco, su sentido innato de que la vida era un espejo empañado que sólo reflejaba imágenes verdaderas, le dijo que esta mujer no estaba aquí por ningún motivo ordinario. Así que se sentó, pensó y siguió con atención la lenta pero firme autocuración del cuerpo de la mujer.

Ésta permaneció tendida bajo una noche que se aclaraba gradualmente mientras los cúmulos venían corriendo del oeste y se perdían más allá de las distantes montañas, como si tuvieran prisa por llegar a una cita que nunca podrían cumplir. La criatura sintió las ascendentes columnas de vapor de agua exhaladas por la densa jungla. Estas grandes cuñas de humedad actuaban como montañas invisibles, forzando al aire interior a alzarse y deshacerse de su húmeda carga.

Una gran banda luminosa se alzó en el horizonte, tan brillante y variada que no parecía compuesta de estrellas, sino de marfil y hielo. Grandes extensiones de polvo se extendían en enjambres de luz hendida. Eran los filamentos del brazo galáctico, el último baluarte que protegía el centro de la galaxia.

La bestia-mapache sabía que la Tierra había sido deflectada hacia este eje central hacía mucho tiempo, antes de que su especie fuera desarrollada, cuando la Tierra floreció por primera vez. La magnitud de tal proeza quedaba más allá de su comprensión. El animal apenas entendía que los humanos de aquella época hicieron que el Sol pasara cerca de otra estrella, una estrella que rehusaba brillar en la noche.

Un brusco giro en torno a aquella masa muerta y oscura envió al sistema solar hacia el gran bulto galáctico. El Sol cruzó enormes caminos de polvo mientras la galaxia rotaba, con sus brazos en espiral agitándose como los de una estrella de mar perdida en un vórtice. Pasaron miles de años. La vida ejecutó sus interminables contorsiones. Surgieron nuevas inteligencias. Mentes extrañas y alienígenas llegaron de lejanos soles.

Los fines de esa época quedaron envueltos en la ambigüedad. El Sol siguió una extensa elipse que giró cerca del centro galáctico. Una brillante esfera de luz, creció gradualmente en los cielos. Para permanecer cerca de este enjambre giratorio de diez mil millones de estrellas fue necesario otro encuentro. Esta vez, decía la leyenda, el Sol rozó una gigantesca nube molecular. En cada ocasión, las fuerzas gravitatorias reestructuraron el firme pulso de los planetas. La precisión de esas suaves colisiones fue de una delicadeza tal que las nuevas órbitas encajaron con las necesidades de nuevas empresas de ingeniería, el desmantelamiento de mundos enteros. Así fueron los humanos, una vez.

La criatura-mapache encontró nuevos planetas (los que habían sobrevivido a aquélla era épica de ambición sin límites) entre las grandes extensiones de luz que gravitaban encima. Innumerables colas de cometas señalaban hacia finos bancos de tenue fulgor. En la abigarrada sinfonía del cielo, el lento baile de los mundos parecía un asunto menor.

Pero esta noche los cielos se agitaban con un problema luminoso. Al mirar hacia arriba, la criatura-mapache contempló luces rojas y anaranjadas destellar, agitarse y girar. Silenciosas y distantes, eran las rúbricas de un rápido combate. Los brillantes rastros se desvanecieron lentamente.

Eran los primeros actos de hostilidad escritos en este ancho cielo desde hacía casi mil millones de años. Como antes, surgían de los conflictos inherentes a la mente de los humanos, de aquella incómoda antología de influencias pasadas.

Sus cerebelos reptilescos, formados en torno del bulbo raquídeo, conservaban el gusto por los rituales y la violencia. A su alrededor, el cerebro límbico prestaba un tinte emocional a todos los pensamientos, siendo esto una característica de los primeros mamíferos. En conjunto, estos dos antiguos restos daban a los humanos su visión visceral del mundo.

La peluda criatura que observaba la noche florecida sabía, con una sabiduría duramente ganada y alojada en sus genes, que la batalla en el cielo marcaba el comienzo de algo antiguo y terrible. El neocórtex de la humanidad envolvía los dos cerebros animales en una tenaza insegura. En algunas épocas esa tenaza había cedido, liberando poderosos estallidos de creatividad, de locura, de energía dilapidada.

El neocórtex mantuvo su sagacidad, dirigiendo su poder razonador hacia el mundo. Pero siempre las mentes más profundas siguieron sus propios ritmos. Algunas formas de la especie humana integraron su, cerebro triple después de heroicos esfuerzos. Otros manipularon el neocórtex hasta que dominó a los otros dos inferiores con vigilancia completa e incesante.

La criatura-mapache tenía una mente muy distinta, el proceso de casi mil millones de años de diseño, llevado a cabo tanto por selección darwiniana como por cuidadosos experimentos. El recelo sacudía ahora esa mente. La ancha cara se arrugó con una expresión compleja e ilegible. De su fiero legado se permitió un bajo gruñido teñido de intranquilidad.

Muy poco de la historia de la humanidad había sobrevivido al desgaste de milenios. En cualquier caso, aquel registro incompleto, creado por voces discordantes, no habría sido comprensible para la mente de esta criatura.

De todas formas, tenía la profunda sensación de que lo que sucedía en el cielo veteado no era un simple incidente fortuito, sino el nacimiento de una nueva era de salvajismo. En los primeros años de la especie humana, mentes más simples habían identificado los elementos oscuros de la vida con las tragedias aleatorias que sufrían los humanos, como las tormentas, las enfermedades y las múltiples calamidades de la Naturaleza. Esa época se encontraba en el inimaginable pasado. Ahora, el mayor adversario de la humanidad había vuelto a surgir: no el universo inconsciente, sino ella misma. Y por eso el auténtico mal había vuelto al mundo.