Esperaron, perdidos en sus propios sueños, mientras los Siete Soles se iban separando hora tras hora hasta llenar aquel extraño túnel de noche en el que se movía la nave. Entonces, una a una, las seis estrellas exteriores desaparecieron en el borde de la oscuridad y por fin sólo quedó el Sol Central. Aunque ya no podía abarcar todo su espacio, todavía brillaba con la luz perlada que lo distinguía de todas las demás estrellas. Minuto a minuto, su fulgor aumentó, hasta que dejó de ser un punto de luz para convertirse en un disco diminuto. Y entonces el disco empezó a expandirse.
Se produjo una brevísima advertencia: durante un instante, una nota profunda vibró a través de la cámara. Alvin se agarró a los brazos de su sillón, aunque era un gesto inútil.
Una vez más, los grandes generadores cobraron vida, y con brusquedad cegadora volvieron a aparecer las estrellas. La nave había vuelto al espació, al universo de soles y planetas, el mundo natural donde nada podía moverse más rápidamente que la luz.
Ya estaban dentro del sistema de los Siete Soles, pues el gran anillo de esferas de colores dominaba ahora el cielo. ¡Y qué cielo! Todas las estrellas que conocían, todas las constelaciones familiares, habían desaparecido. La Vía Láctea ya no era una leve cinta de bruma a un lado del cielo: se encontraban ahora en el centro de la creación, y su gran círculo dividía el Universo en dos.
La nave se movía aún a gran velocidad hacia el Sol Central, y las seis estrellas del sistema eran ahora bengalas de colores en el cielo. No muy lejos de la más cercana de ellas aparecieron las chispas diminutas de los planetas circundantes, mundos que debían de ser de enorme tamaño para ser visibles a tanta distancia. Era un espectáculo más grande que ninguna otra cosa que hubiera creado la naturaleza, y Alvin supo que Theon estaba en lo cierto. Esta soberbia simetría era un desafío deliberado a las estrellas que se agrupaban sin orden ni concierto a su alrededor.
La causa de la luz nacarada del Sol Central fue ahora claramente visible. La gran estrella, seguramente una de las más brillantes de todo el Universo, estaba envuelta en una nube de gas que suavizaba su radiación y le daba su color característico. La nebulosa circundante sólo podía verse de forma indirecta, y se retorcía en extrañas formas que eludían la visión. Pero allí estaba, y cuanto más se contemplaba, más extensa parecía.
Alvin se preguntó adonde los llevaba el robot. ¿Seguía algún antiguo recuerdo, o había señales en el espacio? Había dejado su destino por completo a la máquina, y advirtió la pálida chispa de luz hacia la que se dirigían. Quedaba casi perdida en el resplandor del Sol Central, y a su alrededor había otros brillos más débiles de otros mundos. El inmenso viaje llegaba a su fin.
El planeta, una hermosa esfera de luces de muchos colores, se encontraba ahora a sólo unos pocos millones de kilómetros de distancia. No podía haber oscuridad ninguna en su superficie, pues a medida que giraba bajo el Sol Central, las otras estrellas aparecían una a una en su cielo. Alvin comprendió ahora el significado de las últimas palabras del Maestro: «Es maravilloso contemplar las sombras de colores en los planetas de luz eterna».
Estaban ya tan cerca que pudieron ver continentes y océanos y la leve bruma de la atmósfera. Sin embargo, había algo extraño en su situación, y poco después advirtieron que las divisiones entre tierra y agua eran curiosamente regulares. Los continentes de este planeta no eran ya como los había creado la naturaleza, ¡pero qué pequeña debió de ser la tarea de dar forma a un mundo para aquéllos que construyeron sus soles!
—¡No son océanos! —exclamó Theon de pronto—. ¡Mira… se pueden ver marcas!
Alvin no pudo ver claramente lo que quería decir su amigo hasta que se encontraron más cerca del planeta. Entonces advirtió las leves bandas y líneas en los bordes continentales, dentro de lo que había considerado los límites del mar. La visión le llenó de dudas, pues conocía bien el significado de aquellas líneas. Las había visto antes, en una ocasión, en el desierto más allá de Diaspar, y le comunicaban que su viaje había sido en vano.
—Este planeta está tan reseco como la Tierra —dijo sombríamente—. El agua ha desaparecido: esas marcas son los lechos salinos de la evaporación de los mares.
—Los creadores no habrían permitido nunca que eso sucediera —replicó Theon—. Creo que, después de todo, hemos llegado demasiado tarde.
Su decepción fue tan amarga que Alvin no se atrevió a hablar de nuevo, y contempló en silencio el gran mundo que tenían delante. Con impresionante lentitud, el planeta rotó bajo la nave, y su superficie se alzó majestuosamente para encontrarse con ellos. Ahora pudieron ver edificios, diminutas incrustaciones blancas en todas partes, menos en los lechos oceánicos.
Antaño, este mundo era el centro del Universo. Ahora estaba silencioso, su aire vacío y en el suelo no se veía ninguno de los puntos en movimiento que anunciaban vida. Sin embargo, la nave recorría con seguridad el congelado mar de piedra, un mar que se había alzado en grandes olas para desafiar al cielo.
La nave se detuvo poco después, como si el robot hubiera seguido por fin su memoria hasta su fuente. A sus pies se alzaba una columna de piedra blanca como la nieve, brotando del centro de un inmenso anfiteatro de mármol. Alvin esperó un poco. Entonces, ya que la máquina continuaba inmóvil, la hizo aterrizar al pie de la columna.
Alvin no había abandonado del todo la esperanza de hallar vida en este planeta. Pero su esperanza se desvaneció de inmediato al salir de la escotilla. Nunca antes en toda su vida, ni siquiera en la desolación de Shalmirane, se había enfrentado a un silencio tan absoluto. En la Tierra siempre existía el murmullo de las voces, el movimiento de las criaturas vivientes o el susurro del viento. Aquí no había nada de eso, ni volvería a haberlo jamás.
Era imposible saber por qué la nave los había traído a este lugar, pero Alvin comprendió que poco importaba ya. La gran columna de piedra blanca tenía tal vez veinte veces la altura de un hombre, y estaba situada en un círculo de metal que se alzaba levemente sobre el nivel del suelo. Carecía de rasgos y su finalidad era una incógnita. Podían hacer suposiciones, pero nunca sabrían que antaño marcó el punto cero de todas las mediciones astronómicas.
Alvin pensó con tristeza que esto era el fin de toda su búsqueda. Sabía que resultaría inútil visitar los otros mundos de los Siete Soles. Aunque todavía hubiera inteligencia en el Universo, ¿dónde podría encontrarla ahora? Había visto las estrellas esparcirse como polvo por los cielos, y supo que lo que pudiera quedar del Tiempo mismo no era suficiente para explorarlas todas.
De repente, lo asaltó una sensación de soledad y opresión como nunca había conocido antes. Pudo comprender ahora el miedo de Diaspar a los grandes espacios del Universo, el terror que había hecho que su pueblo se congregase en el pequeño microcosmos de su ciudad. Era duro admitir que, después de todo, tenían razón.
Se volvió hacia Theon en busca de apoyo, pero el muchacho estaba de pie, con los puños cerrados, el ceño fruncido y una expresión vidriosa en los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alvin, alarmado.
Theon contestó sin dejar de contemplar la nada.
—Se acerca algo. Creo que será mejor que regresemos a la nave.
La galaxia había girado muchas veces sobre su eje desde que la inteligencia llegó por primera vez a Vanamonde. Apenas podía recordar aquellos primeros eones y las criaturas que lo atendieron entonces, pero aún podía acordarse de la desolación que quedó cuando se marcharon y lo dejaron solo entre las estrellas. En las eras que habían transcurrido desde entonces, había deambulado de sol en sol, evolucionando lentamente y aumentando sus poderes. Una vez, soñó con volver a encontrar a aquéllos que habían asistido a su nacimiento, y aunque el sueño se había desvanecido ya, nunca murió por completo.
Había hallado en incontables mundos el caos que la vida había dejado tras su paso, pero sólo encontró una vez inteligencia, y escapó aterrorizado del Sol Negro. Sin embargo, el Universo era muy grande, y la búsqueda apenas había comenzado.
Muy lejos en el espacio y en el tiempo, el gran estallido de poder del corazón de la galaxia llamaba a Vanamonde a través de años luz de distancia. Era completamente distinto a la radiación de las estrellas, y apareció en su campo de conciencia tan repentinamente como un meteoro en un cielo sin nubes. Se dirigió hacía allí, hacia el último momento de su existencia, y reconoció en él la pauta muerta e imperturbable del pasado.
Conocía este lugar, pues había estado aquí antes. Carecía de vida entonces, pero ahora albergaba inteligencia. No podía entenderla larga forma de metal que yacía sobre la llanura, pues le resultaba tan extraña como casi todas las cosas del mundo físico. A su alrededor todavía flotaba el aura de poder que le había atraído desde el otro extremo del Universo, pero eso no le resultaba interesante ahora. Con cuidado, con el delicado nerviosismo de una bestia salvaje dispuesta a la huida, estudió las dos mentes que había descubierto.
Y entonces supo que su larga búsqueda había terminado.