13
LA CRISIS

Krif se marchó con la llegada de su amo, sin dejar de zumbar, molesto. En el silencio que siguió, Theon se quedó mirando al robot. Luego sonrió.

—Me alegro de que hayas vuelto. ¿O estás todavía en Diaspar?

No era la primera vez que Alvin sentía un retortijón de envidia al darse cuenta de que la mente de Theon era mucho más rápida que la suya.

—No —dijo, preguntándose hasta qué punto reflejaba el robot el tono de su voz—. Estoy en Airlee, no muy lejos. Pero por el momento voy a quedarme aquí.

Theon se echó a reír.

—Me parece bien. Mi madre te ha perdonado, pero el Consejo Central no. Ahora mismo están reunidos; he tenido que salir.

—¿De qué están hablando?

—Se supone que no debo saberlo, pero me hicieron todo tipo de preguntas sobre ti. Tuve que contarles lo que sucedió en Shalmirane.

—No tiene demasiada importancia —replicó Alvin—. Han pasado muchas otras cosas desde entonces. Me gustaría hablar con ese Consejo Central vuestro.

—Oh, el Consejo entero no está aquí, naturalmente. Pero tres de sus miembros han estado haciendo preguntas desde que te fuiste.

Alvin sonrió. No le extrañaba: dondequiera que iba, parecía dejar una huella de consternación a su paso.

La comodidad y seguridad de la nave le daban una confianza que no tenía antes, y se sintió por completo dueño de la situación mientras seguía a Theon al interior de la casa. La puerta de la sala de reuniones estaba cerrada y pasó un rato antes de que Theon pudiera llamar la atención. Entonces las paredes se descorrieron lentamente y Alvin hizo que su robot entrara en la cámara.

La habitación era la misma donde había mantenido su última entrevista con Seranis. En el cielo, las estrellas parpadeaban como si no hubiera techo ni piso superior, y una vez más Alvin se preguntó cómo se conseguía la ilusión. Los tres consejeros se quedaron petrificados en sus asientos mientras flotaba hacia ellos, pero sólo un leve atisbo de sorpresa asomó al rostro de Seranis.

—Buenas tardes —dijo Alvin amablemente, como si su espectacular entrada fuera la cosa más natural del mundo—. He decidido volver.

La sorpresa de los consejeros excedió sus expectativas. Uno de ellos, un hombre joven de pelo gris, fue el primero en recuperarse.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —jadeó.

Alvin pensó que sería aconsejable evadir la pregunta; la forma en que había sido formulada le hizo sospechar, y se preguntó si el sistema de transporte subterráneo habría sido puesto fuera de servicio.

—Bueno, pues igual que la última vez —mintió.

Dos de los consejeros miraron fijamente al tercero, que abrió los brazos en un gesto de aturdida resignación. Entonces el joven que le había hablado antes volvió a hacerlo.

—¿No tuviste ninguna… dificultad?

—Ninguna en absoluto —dijo Alvin, decidido a aumentar su confusión. Vio que había tenido éxito.

»He vuelto por mi propia voluntad —continuó diciendo—, pero a la vista de nuestro desacuerdo previo voy a permanecer oculto por el momento. Si aparezco personalmente, ¿me prometen que no intentarán restringir mis movimientos de nuevo?

Nadie dijo nada durante un rato y Alvin se preguntó en qué estarían pensando. Entonces Seranis habló en nombre de todos ellos.

—Imagino que tiene poco sentido hacerlo. Diaspar debe de saberlo ya todo sobre nosotros.

Alvin se sonrojó un poco ante el tono de reproche de su voz.

—Sí, Diaspar lo sabe —respondió—. Y Diaspar no quiere tener ninguna relación con ustedes.

Desea evitar contaminarse con una cultura inferior.

Fue muy satisfactorio ver la reacción de los consejeros, pues incluso Seranis se ruborizó un poco ante sus palabras. Alvin advirtió que si podía hacer que Lys y Diaspar se molestaran lo suficiente entre sí, la mitad del problema quedaría resuelto. Aprendía, todavía de forma inconsciente, el arte perdido de la política.

—Pero no quiero quedarme aquí fuera toda la noche —continuó—. ¿Tengo su promesa?

Seranis suspiró, y una leve sonrisa asomó a sus labios.

—Sí —dijo—. No intentaremos volver a controlarte. Aunque no creo que tuviéramos mucho éxito antes.

Alvin esperó hasta que su robot regresó. Con mucho cuidado, dio sus instrucciones a la máquina y le hizo repetirlas. Entonces abandonó la nave, y la compuerta se cerró silenciosamente tras él.

Hubo un leve susurro de aire, pero ningún otro sonido. Por un momento, una sombra oscura cubrió las estrellas. Entonces la nave desapareció. Hasta ese momento, Alvin no advirtió su falta de cálculo. Había olvidado que los sentidos del robot eran muy diferentes de los suyos propios, y la noche era mucho más oscura de lo que esperaba. Perdió el camino por completo más de una vez, y en varias ocasiones apenas pudo evitar chocar con algunos árboles. El bosque estaba completamente oscuro, y en una ocasión, algo bastante grande se acercó a él desde la espesura. Hubo un leve batir de alas, y dos ojos esmeralda lo observaron firmemente desde la altura de su cintura. Alvin lo llamó en voz baja, y una lengua increíblemente larga le raspó la mano. Un momento más tarde un cuerpo poderoso se frotó afectuosamente contra él y se marchó sin hacer más sonidos. Alvin no tenía ni idea de qué animal podía tratarse.

Poco después, las luces de la ciudad asomaron entre los árboles, pero Alvin ya no necesitaba su guía, pues el camino bajo sus pies se había convertido en un río de tenue fuego azul. El moho sobre el que caminaba era luminoso y sus pisadas dejaban marcas oscuras que desaparecían lentamente tras él. Era una visión hermosa y cautivadora, y cuando Alvin se detuvo a arrancar un poco, el extraño moho brilló en sus manos durante unos minutos antes de perder su fulgor.

Theon le esperaba ante la casa, y por segunda vez le presentaron a los tres consejeros. Advirtió con cierta molestia su sorpresa apenas disimulada; sin apreciar las injustas ventajas que eso le daba, nunca le importaba que le recordaran su juventud.

Los consejeros dijeron poca cosa mientras Alvin se servía algo de comer, y el muchacho se preguntó qué notas mentales estarían comparando. Mantuvo la mente tan vacía como pudo hasta terminar; luego empezó a hablar como nunca antes lo había hecho.

El tema fue Diaspar. Describió la ciudad como la había visto la última vez, soñando sobre el suave pecho del desierto, con sus torres brillando como arco iris cautivos contra el cielo. Recordó las canciones que los poetas de antaño habían escrito en alabanza de Diaspar, y habló de los incontables hombres que habían quemado sus vidas para aumentar su belleza. Les dijo que nadie podría agotar ahora una centésima parte de los tesoros de la ciudad, por mucho que viviera. Describió durante un rato algunas de las maravillas que los hombres de Diaspar habían forjado; intentó hacerles ver al menos una fracción de la belleza que artistas como Shervane y Perildor habían creado para la eterna admiración de los hombres. Y habló también de Loronei, cuyo nombre llevaba, y se preguntó con cierta tristeza si era cierto que la música fue el último sonido que la Tierra emitió a las estrellas.

Lo escucharon hasta el final sin interrumpirle ni preguntarle nada. Cuando terminó, era muy tarde y Alvin se sintió más cansado que nunca. El esfuerzo y la excitación del largo día se cebaron por fin en él, y de pronto se quedó dormido.

Alvin se sentía todavía cansado cuando dejaron el poblado poco después del amanecer. Aunque era temprano, no eran las primeras personas que había en el camino. Encontraron junto al lago a los tres consejeros, y ambos grupos intercambiaron distraídos saludos. Alvin sabía perfectamente bien adonde se dirigía el Comité de Investigación, y pensó que sería de agradecer si le ahorraba algunos problemas. Se detuvo cuando llegaron al pie de la colina y se volvió hacia sus acompañantes.

—Me temo que os engañé anoche —dijo alegremente—. No vine a Lys por la vieja ruta, así que vuestro intento de cerrarla no fue realmente necesario.

Las caras de los consejeros mostraron su alivio y su perplejidad en aumento.

—¿Entonces cómo llegaste aquí? —preguntó el jefe del Comité, y Alvin se dio cuenta de que al menos él había empezado a sospechar la verdad. Se preguntó si había interceptado la orden mental que acababa de enviar. Pero no dijo nada, y simplemente señaló al cielo en silencio.

Demasiado rápidamente para que el ojo humano pudiera seguirla, una aguja de luz plateada trazó un arco sobre las montañas, dejando un rastro de incandescencia de un kilómetro. Se detuvo a quince mil metros sobre Lys. No hubo deceleración, ningún lento freno a su colosal velocidad. Se paró al instante, de forma que el ojo que lo hubiera estado siguiendo tendría que recorrer un cuarto de cielo antes de que el cerebro pudiera detener su movimiento. Un poderoso trueno hendió los cielos, el sonido del aire comprimido y golpeado por la violencia del paso de la nave. Poco después, la nave, brillando espléndidamente a la luz del sol, se detuvo en la falda de la colina a un centenar de metros de distancia.

Era difícil decir quién fue el más sorprendido, pero Alvin fue el primero en recuperarse. Mientras se acercaban velozmente a la nave, se preguntó si ésta viajaba normalmente de aquel modo tan brusco. La idea era desconcertante, aunque no había experimentado ninguna sensación de movimiento en su primer viaje. Muchísimo más sorprendente, sin embargo, era el hecho de que el día anterior esta resplandeciente criatura hubiera estado oculta bajo una gruesa capa de roca dura como el hierro. Hasta que alcanzó la nave y se quemó los dedos al colocarlos descuidadamente sobre el casco, no comprendió lo que había sucedido. Cerca de la proa había todavía rastros de tierra, pero convertida en lava fundida. El resto había sido barrido, descubriendo el fuerte metal que ni el tiempo ni ninguna fuerza natural podrían tocar jamás.

Con Theon a su lado, Alvin permaneció de pie junto a la puerta abierta y se volvió hacia los tres silenciosos consejeros. Se preguntó qué estarían pensando, pero sus expresiones no daban ninguna pista.

—Tengo que pagar una deuda en Shalmirane —dijo—. Por favor, decidle a Seranis que volveremos a mediodía.

Los consejeros se quedaron mirando hasta que la nave, moviéndose ahora lentamente, pues tenía que hacer un recorrido muy corto, desapareció hacia el sur. Entonces el joven que dirigía el grupo se encogió filosóficamente de hombros.

—Siempre os habéis opuesto a nosotros por querer cambiar, y hasta ahora habéis ganado —dijo—. Pero no creo que el futuro esté de parte de ninguno de nuestros bandos. Lys y Diaspar han llegado al final de una era, y debemos sacar las mejores consecuencias de ello.

Permanecieron en silencio durante un rato. Entonces uno de sus compañeros habló con tono muy reflexivo.

—No sé nada de arqueología, pero está claro que esa máquina es demasiado grande para ser un avión corriente. ¿Creéis que pueda tratarse de…?

—¿De una nave espacial? ¡Si es así, nos encontramos en una crisis!

El tercer hombre también había estado reflexionando.

—La desaparición de los aviones y las naves espaciales es uno de los grandes misterios del Interregno. Esa máquina puede ser cualquier cosa: por el momento, será mejor que asumamos lo peor. Si es de verdad una nave espacial, debemos impedir a toda costa que ese muchacho salga de la Tierra. Existe el peligro de que vuelva a atraer a los Invasores. Eso sería el fin.

Un sombrío silencio se apoderó del grupo hasta que el jefe volvió a hablar.

—La máquina vino de Diaspar —dijo lentamente—. Alguien de allí debe de conocer la verdad. Creo que será mejor que nos pongamos en contacto con nuestros primos…, si condescienden a hablar con nosotros.

Mucho antes de lo que esperaba, la semilla que Alvin había plantado empezaba a florecer.

Las montañas nadaban todavía en sombras cuando llegaron a Shalmirane. Desde las alturas, la gran concavidad de la fortaleza parecía muy pequeña. Costaba trabajo creer que el destino de la Tierra había dependido de aquel diminuto disco de ébano.

Cuando Alvin hizo que la nave se posara entre las ruinas, la sensación de desolación volvió a asaltarle, helando su alma. No había ningún signo del anciano ni de sus máquinas, y tuvieron problemas para encontrar la entrada del túnel. En lo alto de las escaleras, Alvin gritó para anunciar su llegada; no hubo ninguna respuesta y por eso avanzaron lentamente, por si el anciano estaba dormido.

Y así era. Dormía con las manos cruzadas pacíficamente sobre el pecho. Sus ojos estaban abiertos, y contemplaban ciegos el enorme techo, como si pudieran ver a través de él las estrellas. Tenía una sonrisa en los labios: la muerte no había acudido a él como enemiga.